El nuevo ciclo político que Paraguay parecía haber inaugurado en 2008, con el triunfo por primera vez en décadas de un presidente que no fuera del Partido Colorado, ha sido interrumpido. Y aún no sabemos el alcance ni las dimensiones de esta forzada «marcha atrás». No importó que el desafío al statu quo paraguayo -una […]
El nuevo ciclo político que Paraguay parecía haber inaugurado en 2008, con el triunfo por primera vez en décadas de un presidente que no fuera del Partido Colorado, ha sido interrumpido. Y aún no sabemos el alcance ni las dimensiones de esta forzada «marcha atrás».
No importó que el desafío al statu quo paraguayo -una clase política alimentada por un viejo sistema de clientelas y empresarios riquísimos prácticamente «exonerados» de tributos- fuera más tibio o menos estructural de lo que se esperaba. Se precisaba mucho menos que eso para que la clase política paraguaya comenzara a conspirar contra Lugo, a poco de recuperarse de la debacle electoral de 2008. Ya en 2009, cuando surgen las denuncias sobre paternidad no reconocida, Lugo estuvo a punto de ser destituido. Pero lo más conveniente para la oposición era esperar, ya que la Constitución de Paraguay (artículo 234) establece un régimen de vacancias que posibilita el llamado a elecciones generales si el vicepresidente pasa a asumir el cargo de presidente en los primeros tres años de gobierno, pero no si se produce en los últimos dos. Poco más se precisó para convencer a Franco y al Partido Liberal Radical Auténtico (plra) de aliarse al Partido Colorado para deponer a un presidente, sin el cual, por otra parte, no hubieran accedido al gobierno, y menos aun a la vicepresidencia. El juicio a Lugo, que muchos calificaron de «ejecución sumaria», al implicar la supresión de las mínimas garantías posibles, dejó al descubierto la gran operación política que varios, sin ambages, llaman «golpe de Estado», y otros, más eufemísticamente, «ruptura institucional».
No necesita ser un golpe de Estado a la vieja usanza latinoamericana -con fuerzas armadas asaltando parlamentos y palacios de gobierno- para ser entendido como tal por cualquier político -y politólogo-. Puede revestir visos de legalidad y seguir siendo un golpe. Sobre esto hay alguna acumulación politológica que conviene refrescar.
LAS COSAS POR SU NOMBRE. Ya en el siglo iv a C, Aristóteles esbozó su primera clasificación sobre modos y formas de ocasionar la ruptura de un orden político y cambiarlo por otro. A todas les llamó «revoluciones». Hay revoluciones que se hacen con las leyes, otras con la violencia; las hay de los pobres y las hay de los ricos. Hay revoluciones «desde abajo» (lo que entendemos como revolución desde la revolución francesa), y revoluciones «desde arriba» u oligárquicas (lo que se entiende como golpes de Estado). Lo que acabamos de ver en Paraguay es un golpe de Estado oligárquico, en el viejo sentido aristotélico. Un coup que no sólo no cambió las reglas, sino que las usó para deshacerse de un gobierno popular.
Hace tiempo que la academia viene advirtiendo sobre la nueva modalidad de golpes de Estado en América Latina. Hacia 2004, Arturo Valenzuela señalaba que a los viejos golpes de Estado les ha sucedido una decena y media de remplazos presidenciales, donde muchos mandatarios «han sufrido la indignidad de la remoción prematura a través del juicio político o la remoción forzada».[1]
Por su parte, Luis Eduardo González ha entendido por «crisis políticas agudas» y de orden «no tradicional» a aquellas en las que la autoridad presidencial o legislativa es fuertemente cuestionada, viéndose amenazada su permanencia en los cargos, y en las que los procedimientos mediante los cuales se canalizan tales amenazas son de carácter (al menos) dudoso y traspasan o están en el límite de la ley existente.[2]
¿Es el relevo de Lugo un caso de «dudosa legalidad»? Sin duda. El artículo 225 sobre el juicio político en la Carta Magna paraguaya señala que los presidentes pueden ser «sometidos a juicio político» por «mal desempeño de funciones, por delitos cometidos en el ejercicio de sus cargos o por delitos comunes». La expresión «mal desempeño de funciones», ¿acaso no es demasiado vaga o general cuando se refiere a deponer a un presidente de la república? ¿no deja la puerta abierta para que este dispositivo constitucional sea, antes que una garantía, un salvoconducto para un golpe de Estado parlamentario?
El sistema político paraguayo ha recurrido al instituto del juicio político en tres ocasiones en los últimos 13 años. En 1999 contra Raúl Cubas, en 2003 contra Luis González Machi, y ahora contra Lugo. ¿No será mucho uso tres veces en poco más de una década?
CONTRA LA VOLUNTAD DEL SOBERANO. Lugo representa, por primera vez en 65 años, el triunfo de un presidente que no es del Partido Colorado. Ni más ni menos. Sobre todo si consideramos que quien pide la destitución es, casualmente, el Partido Colorado. Y a propósito de una invasión de tierras por los campesinos en la propiedad de un ex senador Colorado.
Lugo tuvo el 42 por ciento de los votos, más de los que obtuvieron Wasmosy y Nicolás Duarte. Sólo hubo un presidente más popular que Lugo…y fue también destituido (Cubas, con el 55 por ciento de los votos). En síntesis: el juicio político está siendo empleado contra un presidente que obtuvo un amplio apoyo popular.
A diferencia de los presidentes anteriores, Lugo obtuvo él personalmente los apoyos: lo que unió a la Alianza Patriótica para el Cambio fue Lugo, y por eso su destitución se torna un hecho más siniestro. La aprobación de su gobierno había sido altísima, y aun era más alta que la de casi cualquier gobierno anterior. Baste ver los datos del Informe Latinobarómetro 2011 con respecto a la «aprobación sobre la forma en que el presidente está dirigiendo el país». En la última década, salvo en el año 2004, este indicador no había llegado al 40 por ciento. Mientras Nicanor Duarte termina su gobierno con 17 por ciento, su sucesor Lugo inaugura el suyo con el 86 por ciento. Y si bien esa cifra fue descendiendo, para 2011 la mitad de los paraguayos aprobaba su gestión.
Más aun, con su asunción mejoraron los indicadores de confianza en la democracia en Paraguay. El Latinobarómetro 2011 muestra que los paraguayos estaban mejorando su apoyo a la democracia y su satisfacción con el funcionamiento de la misma: entre 2007 y 2010, estos dos indicadores saltaron respectivamente del 33 por ciento al 49 por ciento, y del 9 por ciento al 35 por ciento. El juicio político contra Lugo pretende abortar el cambio político que se estaba produciendo en dirección de una mayor democratización de la vida política. Y lógicamente, imponer el desánimo y el desaliento entre quienes creyeron, alguna vez, que la esperanza podía vencer al miedo.
Pero sobre todo, la popularidad de Lugo y las reformas que su gobierno introdujo (especialmente en el área social) permitían que hubiera algún margen de maniobra para impedir una nueva victoria colorada en las elecciones generales de 2013. El plra, aunque se ha llevado el triunfo cortoplacista de ubicar a Federico Franco como presidente, ha cometido un grave error. Al haber respaldado la propuesta del Partido Colorado para destituir a Lugo, ha quedado en manos de ese partido, que pretende a través de este «gobierno transitorio» volver a hacerse del viejo aparato del Estado para beneficio de la maquinaria electoral que pondrá a trabajar de cara a los comicios del próximo año. Controlar el proceso electoral de 2013 es parte de la motivación para destituir a Lugo hoy.
EFECTO CONTAGIO. Los países de América Latina han reaccionado en forma dispar a la destitución de Lugo. Las declaraciones de las «damas poderosas» de la región, Cristina Fernández y Dilma Rousseff, fueron de categórico rechazo, y las acompañaron en esto Hugo Chávez y Rafael Correa. Mientras tanto, Uruguay pareció dudar. Nuestras declaraciones no dejaban en claro si compartíamos con nuestros vecinos la línea de repudio, o si nos situábamos en la «línea del medio». Las declaraciones del canciller Almagro primero y del Frente Amplio después, reconociendo «el golpe de Estado», nos colocaron en el lugar correcto. Terrible hubiera sido quedarse en la línea de flotación mirando los sucesos y manteniendo una actitud apenas «diplomática».
Sin embargo, las declaraciones de Marco Aurelio García sobre la «inevitabilidad» del proceso, el recelo que muchos entre nosotros muestran a un «no reconocimiento» del actual gobierno paraguayo o el rechazo a cualquier sistema de sanciones so pretexto de que «recaería sobre el pueblo paraguayo» aún impiden que la condena latinoamericana sea firme y nítida. Óscar Bottinelli ha señalado que «la comunidad internacional debe tomar medidas si pretende evitar el contagio, y si pretende tener credibilidad»,[3] y es compartible. Mientras tanto, el ex presidente Julio María Sanguinetti protesta contra la intervención de la Unasur, muchas voces blancas y coloradas se levantan para protestar contra la postura uruguaya (y se niegan a condenar el golpe), y se sabe de parlamentarios paraguayos que habrían viajado a Uruguay para entrevistarse con parlamentarios uruguayos blancos y colorados en busca de un reconocimiento al «nuevo gobierno». Algún periodista ha sugerido que a Uruguay «no le conviene» distanciarse de Paraguay para no quedar solo en el Mercosur. La altura de la fe democrática de estas afirmaciones puede compararse con la miopía política que exhiben respecto de lo que está pasando en el continente. Porque, ¿cómo puede no advertirse que Honduras primero y Paraguay después son las primeras victorias de las estrategias golpistas «de nuevo tipo» en una región que hasta hace poco celebraba su «giro a la izquierda? ¿Cómo puede no advertirse que los golpes de Estado, clásicos o nuevos, son contra los gobiernos progresistas (Venezuela, Ecuador, Paraguay, Honduras), y no contra cualquier gobierno? Lo que sucedió en Paraguay no es grave, es gravísimo. El Mercosur tiene una «cláusula democrática» que puede (y debe) usar. No sólo por el hoy, sino, y sobre todo, por lo que vendrá.
Notas:
[1] «Presidencias latinoamericanas interrumpidas», de Arturo Valenzuela, en Journal of Democracy, 2004, vol 15, núm 4, y reproducido en América Latina Hoy, 2008, núm 49.
[2] «Political crises and democracy in Latin America since the end of the Cold War», de Luis Eduardo González, en Working Paper 353, The Hellen Kellogg Institute for International Studies, 2008.
[3] «Paraguay. No hay dudas: fue un golpe de Estado», de Óscar Bottinelli, en El Observador, 24-VI-2012.
Fuente: http://www.brecha.com.uy/inicio/item/10553-democracia-interrumpida