El 30 de abril de 1945 los sargentos del Ejército Rojo Mijaíl Yegorov y Meliton Kantaria colocaron en lo más alto del Reichstag la bandera carmesí de la Unión Soviética con la hoz y el martillo. La imagen recorrió el mundo y permanece hasta hoy como el símbolo vivo de la victoria soviética sobre el […]
El 30 de abril de 1945 los sargentos del Ejército Rojo Mijaíl Yegorov y Meliton Kantaria colocaron en lo más alto del Reichstag la bandera carmesí de la Unión Soviética con la hoz y el martillo. La imagen recorrió el mundo y permanece hasta hoy como el símbolo vivo de la victoria soviética sobre el nazi-fascismo pese a los esfuerzos de la mendaz dictadura mediática para presentar el tardío desembarco de Normandía como el causante de ese desenlace. También silencia el decisivo papel de los comunistas, que en la Europa ocupada llevaron el peso mayor de la resistencia y organizaron vigorosos movimientos guerrilleros en Yugoslavia, Grecia y Albania.
El 9 de mayo de aquel año, el jefe militar alemán Wilhelm Keitel, firmó la rendición incondicional de la Alemania nazi ante el legendario mariscal de la Unión Soviética Gueorgui Zhukov. Casi cuatro años después de que en la madrugada del 22 de junio de 1941 cuatro millones y medio de efectivos alemanes y de sus aliados encuadrados en 225 divisiones, apoyadas por 4400 tanques y 4000 aviones arrollaran las unidades soviéticas de la frontera y destruyeron casi toda su aviación en tierra y buena parte de sus carros de combate.
A las tres semanas, los invasores habían penetrado 600 kilómetros dentro de la URSS y conquistado Letonia, Lituania,
Stalin estaba anonadado y en un principio se negaba a aceptar la realidad y a reaccionar. Y es que ante la negativa de Londres y París a firmar una alianza antinazi con Moscú, propuesta insistentemente por la diplomacia soviética, y la pusilanimidad de ambas ante la arremetida de Hitler contra España republicana, Austria, Polonia y Checoslovaquia, el líder soviético cometió el gravísimo error de firmar el Tratado de No Agresión entre Alemania y la URSS. Ello tuvo serias consecuencias en el prestigio y la preparación contra el ataque nazi, tanto de la cuna de la revolución bolchevique como del movimiento comunista y antifascista internacional.
Stalin confió tercamente en que ese pacto protegería al Estado soviético de la inminente agresión hitleriana, informada con antelación a sus servicios de inteligencia por audaces revolucionarios de otros países que los integraban, como el periodista alemán Richard Sorge, íntimo del embajador nazi en Tokio.
Stalin también cayó en una trampa de los servicios secretos alemanes, que lo llevó, vísperas de la guerra, a ordenar el fusilamiento de gran parte de los más experimentados generales del Ejército Rojo.
Pero logró sobreponerse. Historiadores como Hobsbawm afirman que durante la guerra cesó la represión y por las memorias de Zhukov y otros jefes sabemos que los escuchaba antes de tomar decisiones. En la Gran Guerra Patria el Ejército Rojo protagonizó frente a los alemanes las más grandes y encarnizadas batallas de la historia, caracterizadas por el empleo de miles de piezas de artillería, aviones y tanques. Las batallas de Moscú, Leningrado, Stalingrado, Kurks y Berlín se cuentan entre sus deslumbrantes victorias.
Debe subrayarse que lo que hizo posible la derrota del Tercer Reich fue el heroísmo de los pueblos de la Unión Soviética y la enérgica actuación de una pléyade de talentosos, leales y competentes jefes militares, casi todos de reciente promoción. Pero, guste o no y pese a sus graves errores, excesos y crímenes antes y después de la guerra, fue bajo la dirección de Stalin que se logró la hazaña.
No obstante, aprovechando la sorpresa y la inicial impreparación de los soviéticos, los nazis lograron ocupar grandes franjas de su territorio, algunas importantes ciudades y amenazar seriamente a Moscú, Leningrado y Stalingrado. Pero después de su colosal derrota en la última y de la arrolladora contraofensiva soviética en Kursk, ningún conocedor del arte militar dudaba que la derrota de la Alemania nazi sería solo cuestión de tiempo.
La proeza de detener en tan trágicas circunstancias la poderosa ofensiva alemana, trasladar la industria de guerra miles de kilómetros a la retaguardia y ponerla a pleno rendimiento, movilizar a toda la población (hombres, mujeres, jóvenes, niños) para la defensa del país y la producción y barrer al enemigo hasta derrotarlo en Berlín, únicamente podía ser fruto de una sociedad educada y solidaria, con economía centralmente planificada y profundo amor a la patria, ingredientes forjados sobre los ardientes rescoldos del fuego revolucionario de 1917.
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