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A vueltas con las religiones

Fuentes: La Estrella Digital

Por si las cosas no estuvieran ya lo suficientemente complicadas en lo relativo a las relaciones de Occidente con el mundo musulmán, ha venido ahora el Papa Ratzinger a echar un poco más de sal en las heridas, cada día más abiertas, que irritan la enfermiza sensibilidad religiosa de algunos pueblos. En su reciente viaje […]

Por si las cosas no estuvieran ya lo suficientemente complicadas en lo relativo a las relaciones de Occidente con el mundo musulmán, ha venido ahora el Papa Ratzinger a echar un poco más de sal en las heridas, cada día más abiertas, que irritan la enfermiza sensibilidad religiosa de algunos pueblos. En su reciente viaje a Alemania, puesto a buscar citas para una revisión histórica sobre la evolución de las religiones, en la Universidad de Ratisbona, se le ocurrió aludir al emperador bizantino Manuel II Paleólogo, que allá a finales del siglo XIV, cuando a Constantinopla le quedaba poco más de medio siglo como capital del Imperio Bizantino antes de caer bajo las armas otomanas, discutiendo con un sabio persa afirmó: «Muéstreme qué cosas nuevas ha aportado Mahoma. Sólo encontrará cosas malas e inhumanas, como su mandato de difundir con la espada la fe que predicaba».

Hay que sospechar que el Espíritu Santo, para los que creen que existe y que ampara con su proverbial prudencia los pronunciamientos de quien habla como vicario de Cristo en la Tierra, estaba ese día algo distraído. Porque ni siquiera desde el punto de vista de la simple política mundana tales opiniones, en boca de quien ostenta la jefatura del Estado Vaticano y la máxima jerarquía de la Iglesia católica, le van a facilitar su viaje a Turquía en noviembre próximo, en lo que está previsto ser la primera visita papal a un país de mayoría musulmana.

Poco tardaron en reaccionar las autoridades religiosas turcas, recordando las atrocidades que los cruzados, con la bendición de los sucesivos pontífices -y el apoyo material, cuando fue preciso, de los soldados y flotas del Papado-, cometieron no sólo contra los pueblos musulmanes del Levante mediterráneo, sino también contra los judíos y los propios cristianos ortodoxos de Oriente. El citado emperador Paleólogo no olvidaba la destrucción y saqueo de Constantinopla por los guerreros de la Cuarta Cruzada, dos siglos antes. Las huestes del profeta Mahoma no lo hubieran hecho con más «maldad e inhumanidad» que aquellos devotos soldados de Cristo, enfervorizados por la temible consigna «¡Dios lo quiere!».

Bien es verdad que aludir a la difusión de las creencias religiosas utilizando violencia es pisar un campo de minas para quien se considera continuador de la larga tradición cristiana y católica. No hace falta recordar las hazañas de los conquistadores españoles en tierras americanas «propagando la fe», ni los desvelos de la Inquisición en defensa de la ortodoxia de esa misma fe, siguiendo la doctrina de Roma.

Alguien que ha sido, antes que Papa, no ya cocinero sino responsable absoluto de esa ortodoxia católica, como cabeza desde 1981 de la Congregación para la Doctrina de la Fe (heredera de la vieja Inquisición), ha de conocer bien la historia de su propia Iglesia, por lo que no podría llamarse a engaño al entrar en tan delicados terrenos. Cuesta, por tanto, atribuir a un simple desliz de la curia o a un excesivo celo de sus inmediatos colaboradores el uso de la rebuscada cita que -de modo descomedido, como viene siendo usual entre los seguidores de Mahoma, pero políticamente útil para sus dirigentes- ha irritado a amplios sectores del mundo musulmán.

Conocí, en los años cuarenta, al capellán de una prisión provincial en una ciudad del norte de España. Era, además, el confesor familiar, por lo que pude escuchar bien sus opiniones. Uno de sus timbres de gloria como sacerdote era ayudar a «completar la sublime misión de la Cruzada Nacional» (parecía que hablaba con mayúsculas, costumbre que debió adquirir como comentarista político-religioso en la emisora de radio local). Afirmaba que nunca se sentía más satisfecho de su vocación que cuando confesaba en capilla a un condenado a muerte -naturalmente, «rojo»-, porque sabía que lo había rescatado de su descarrío y le enviaba a los brazos del Señor. «Franco está ayudando a recristianizar a España», era una de las coletillas habituales de sus charlas radiadas, al aludir a la limpieza religiosa que tanto complacía a muchos de sus devotos.

Sirva esta anécdota como ejemplo, bastante reciente, de esa propagación de la fe mediante la espada, que Benedicto XVI ha reprochado a la religión musulmana (aunque lo haya hecho utilizando palabras de un emperador bizantino, para complicar más el asunto), como si los seguidores de la religión católica apenas hubieran tenido nunca nada que ver con práctica tan común a lo largo de los siglos.

En esos antecedentes cristianos, que algunos exigen añadir a cualquier proyecto de Constitución europea, ¿habrá que incluir también la Inquisición? ¿Las Cruzadas? ¿Los soldados mitad monjes o los monjes mitad soldados? La situación actual, en lo tocante a las religiones, deja poco espacio abierto a una esperanza pacífica, por mucho que todas se declaren al servicio de la paz. Desde que los seres humanos empezaron a imaginar dioses, para aquietar el atávico temor a la muerte, es imposible contar el número de los que han muerto o han matado en defensa de su dios, pero cabe sospechar que ese número seguirá creciendo, con el beneplácito de las diferentes divinidades.


* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)