Algunos años después de asesinar a Monseñor Romero, el Capitán Álvaro Rafael Saravia se quitó el rango militar, abandonó a su familia y se mudó a California. Contactó a una vieja amiga de la familia, Inés Olson, se fue a vivir con ella y se dedicó a vender ropa y automóviles usados. Saravia vivió casi […]
Algunos años después de asesinar a Monseñor Romero, el Capitán Álvaro Rafael Saravia se quitó el rango militar, abandonó a su familia y se mudó a California.
Contactó a una vieja amiga de la familia, Inés Olson, se fue a vivir con ella y se dedicó a vender ropa y automóviles usados.
Saravia vivió casi una década en Modesto, un pequeño poblado que sirve de abastecimiento y centro comercial de los agricultores y ganaderos que viven en el valle de Stanislaus, al noreste de California. Pero una ley del Siglo XIX lo sorprendió el año pasado.
Desapareció una mañana después de saber que un grupo de abogados con sede en San Francisco le entabló un juicio civil por crímenes contra la humanidad.
«Se fue a trabajar y nunca regresó a su casa. Inés fue a buscarlo al negocio y todo estaba ahí: su billetera, su licencia, sus llaves y hasta su perro, que era su tesoro más preciado», dice Alan Peacock, un investigador privado contratado para seguirle la huella.
El juicio se celebró en su ausencia y el 3 de septiembre del año pasado, un cuarto de siglo después de aquel disparo seco que terminó con la vida del arzobispo de San Salvador, el Capitán Álvaro Rafael Saravia se convirtió en la primera persona condenada por el crimen. Y fue tal la evidencia que terminó siendo uno de los pocos casos en que alguien es encontrado culpable de crímenes contra la humanidad por el asesinato de una sola persona… aunque Monseñor Romero no fue la única víctima de los escuadrones de la muerte de Saravia, lugarteniente del mayor Roberto D’Abuisson.
Dos leyes peculiares
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El lote de carros usados, que Saravia mantenía en Modesto con el financiamiento de un grupo de iraquíes que controlan el mercado en California, había tenido problemas legales. El excapitán de la Fuerza Aérea Salvadoreña recibió demandas de compradores inconformes por la dudosa propiedad de los vehículos. Con su nombre ya en los registros judiciales, no fue difícil ubicarlo como residente de California. Su presencia era tan pública que incluso había sido citada por el periódico Miami Herald en un artículo publicado en el 2001.
El Centro para la Justicia y la Responsabilidad (CJA por sus siglas en inglés), un grupo de abogados con sede en San Francisco, fue contactado por familiares de Monseñor Romero, y comenzó a buscar los asideros legales para sentar a Saravia en el banquillo de los acusados.
El grupo encontró dos leyes que les abrían las puertas. Una, la llamada Alien Tort Act, fue rescatada de los registros judiciales del Siglo XIX. Según la misma, un extranjero puede interponer una demanda civil en Estados Unidos por violaciones a los derechos de las naciones. «Fue creada para los embajadores, que en esa época eran víctimas de robo y necesitaban interponer demandas», dice Almudena Bernabeu, abogada española que trabaja en el CJA. Esta ley ya había sido utilizada para el juicio contra los ex ministros de Defensa Guillermo García y Eugenio Vides Casanova, en Florida, interpuesta también por el CJA.
La otra ley, llamada Torture Victims Protection Act, contempla el asesinato extrajudicial y torturas, y también permite que las demandas sean interpuestas por extranjeros.
En septiembre de 2003, el CJA interpuso la demanda en una corte de Fresno, California. Un año después, el juez Oliver Wanger, republicano, con formación militar y nominado para el cargo por el ex presidente Ronald Reagan, iniciaba las audiencias. «A este caso todo el mundo le tenía miedo y respeto, porque es muy grande», dice Almudena Bernabeu.
Y el caso fue grande. Los testigos, que incluyeron al ex embajador estadounidense en El Salvador, Robert White, y al chofer de Saravia, Amado Garay, reconstruyeron cuidadosamente algunos de los momentos más dolorosos de la historia salvadoreña, y rubricaron la condena de Saravia. Más aún, el juicio se convirtió en uno de los principales recuentos de la guerra salvadoreña, sus causas y consecuencias, las relaciones de poder y las operaciones clandestinas del Alto Mando militar salvadoreño.
Después de citar los informes de la CIA y la Agencia de Inteligencia del Ejército de E.U.A., White dijo: «No tengo ninguna duda de que Roberto D’Abuisson fue el hombre responsable de planear y ejecutar el asesinato del Arzobispo Romero. Eso lo veo como un hecho».
Garay, testigo protegido por el Gobierno estadounidense, confesó. Participó en varias misiones de los escuadrones de la muerte como motorista. El 24 de marzo de 1980, por órdenes de Saravia, condujo al francotirador, «un hombre alto y barbado, de buen ver» hasta la capilla del Hospital de la Divina Providencia en un Volkswagen rojo. En el camino, el matón le dijo: «No puedo creerlo, voy a matar a un cura». Completada la misión, Garay condujo al asesino de regreso a casa de Saravia, quien ya había confirmado, por las noticias en la radio, que Monseñor Romero estaba muerto.
Dos días después, Saravia se reunió con D’Abuisson, y lo saludó diciéndole «Misión cumplida». De acuerdo con el testimonio, D’Abuisson respondió «No debiste haberlo hecho, debiste haber esperado».
Garay ya había contado esta historia en 1987, cuando participó como testigo en El Salvador por un juicio en el mismo caso. El entonces presidente de la Corte Suprema, Francisco Guerrero, amigo personal de D’Abuisson y compañero suyo como miembro de la Liga Mundial Anticomunista, desestimó las declaraciones por considerarlas «muy viejas», siete años después del crimen. El caso fue cerrado y de paso se detuvo la extradición de Saravia, que había sido detenido en Florida por las autoridades migratorias estadounidenses. Garay volvió a Estados Unidos en calidad de testigo protegido y Saravia salió libre después de 15 meses en detención migratoria.
La experta y el fiscal
Terry Karl, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford y una de las mayores expertas mundiales en El Salvador, se leyó casi diez mil documentos desclasificados por el gobierno de Estados Unidos sobre el conflicto armado. Fue citada como testigo experto en el juicio contra Saravia, y ahí contó, a solicitud del juez Wanger, una de las versiones más completas y claras del conflicto que costó la vida a 70 mil salvadoreños.
Estableció claramente las luchas intestinas de poder en el Ejército, el modus operandi de los escuadrones de la muerte, la persecución sistemática de religiosos y las consecuencias del asesinato de Monseñor Romero. Su testimonio, que ya había sido fundamental en el caso contra García y Vides Casanova, incluyó también la presentación de evidencias provenientes de su archivo personal, fruto de continuos viajes a San Salvador en los años ochentas y reuniones con casi todos los líderes de opinión en El Salvador, incluyendo varios encuentros con D’Abuisson. Karl pasó tres días seguidos rindiendo testimonio en el caso.
Sentada en su pequeña oficina en la universidad, entre miles de papeles, Karl habla del caso y dice creer que su importancia va mucho más allá del acusado o de la condena. «El asesinato de Monseñor Romero fue fundamental para hundir a El Salvador en guerra, pero nunca se responsabilizó a nadie en una Corte. Hay que encontrar a los responsables, eso es muy importante», dice. «Encontrar la verdad es muy importante, y la mayoría de la gente que pudo haber contado esta historia está muerta, por eso es importante que nosotros la contemos lo mejor que podemos y de acuerdo con los altos estándares de la justicia estadounidense».
La experta participó en una comisión de Naciones Unidas que investigó a los escuadrones de la muerte en El Salvador. Atendiendo a la decisión de la ONU de no hacer públicos los resultados, Karl no da detalles ni nombres, pero confirma las líneas generales de la constitución de estos grupos paramilitares. «No hay duda de que existía una red de extrema derecha, con escuadrones de la muerte en Chile, Bolivia, Argentina y Paraguay, que alcanzó a Centroamérica, en especial a Guatemala y El Salvador. Se crearon grupos dentro de las fuerzas de seguridad con autoridad de sus comandantes y financiamiento de ricos civiles que se volvieron escuadrones que ejecutaban sin juicios, evidencias o procesos judiciales, basados sólo en el rumor. Esa historia necesita ser contada».
El 25 de marzo de 1980, Nicholas Van Aelstyn, siendo aún un estudiante de secundaria en Estados Unidos, comenzó a interesarse por El Salvador, impactado por la noticia del asesinato de Monseñor Romero. Continuó sus estudios hasta graduarse de abogado, participó como observador en unas elecciones presidenciales salvadoreñas y se integró al equipo de abogados de una reconocida firma privada en Estados Unidos. Fue contactado en septiembre de 2003 por el CJA para hacerse cargo del juicio a Saravia, y fungió como el principal fiscal del caso, llevando a cabo los interrogatorios a testigos en la corte. «Es un caso importantísimo en la lucha contra la impunidad, el asesinato de Monseñor Romero fue uno de los peores asesinatos políticos en América Latina, y estaba impune. Ahora espero que el caso sea reabierto en El Salvador».
Pero en El Salvador, 25 años después de la muerte de Monseñor Romero, esa historia no ha podido ser contada, censurada por la posición oficial de los últimos gobiernos contra la revisión del conflicto armado, argumentando que abrir viejas heridas es contrario a la reconciliación nacional.
«Sí creo que estos casos reabren heridas y entiendo por qué la gente no quiere reabrirlos, pero algunas heridas no se han cerrado. Niños sin padres, padres sin hijos, familias que vieron a escuadrones asesinar a sus padres, esa gente no olvida. Tiene las heridas abiertas. Lo que las comienza a cerrar es la verdad. La historia nos enseña que no se pueden esconder las historias, por eso en Estados Unidos seguimos investigando la esclavitud», responde Karl.
La condena contra Saravia no prevé prisión. Por tratarse de un juicio civil, y no penal, sólo puede imponerse al acusado una sanción material para resarcir daños. En este caso, el juez Wanger condenó a Saravia a pagar $10 millones de dólares a los familiares de Romero, tras considerar que los daños causados por el asesinato «son de una magnitud que difícilmente puede describirse».
¿Dónde está Saravia?
El departamento de Seguridad interna de Estados Unidos ha emitido un cartel con la foto de Saravia solicitando su captura para deportación. Pero él continúa prófugo, desde su desaparición en Modesto. Alan Peacock, el investigador privado que trabajó en el caso, tiene su propia tesis. «Yo creo que está en Chicago», dice, y da sus razones. «Hay un grupo de asirios que controla el negocio de los carros usados en esta zona. Saravia hacía negocios con ellos. Compraba carros en subastas y tenía muchas líneas de crédito. Escondían muchos títulos, cambiaban nombres de carros y había mucho dinero de por medio. Los asirios, iraquíes, entre ellos se llaman ladrones, pertenecen a una banda llamada los «Eight ballers», que llegaron de Bagdad a Chicago. Ellos financiaban los créditos que Saravia daba a los compradores, y nunca establecía claramente la propiedad de los vehículos, por eso lo demandaron. Al mismo tiempo, compraron unos bonos rusos y alemanes que no sé por qué pasaban por El Salvador y luego venían acá. Pero ellos lo protegían, y yo creo que lo siguen protegiendo. Todo lleva a Chicago, que es donde mejor organizados están. Si yo tuviera que buscarlo iría directamente allá».
«Hay algo vil en esta tierra»
En medio de la convulsión y el rápido aceleramiento de la violencia en El Salvador, Monseñor Romero se alzó como la voz más fuerte en defensa de las víctimas y en contra de la represión contra la sociedad civil. Conciente de su rol, el arzobispo sabía que iba a morir. Hay una frase suya, que hoy adorna posters y camisetas en todo el mundo. «Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño».
Mientras Roberto D’Abuisson aparecía por las noches en un canal de televisión denunciando a los «comunistas y traidores a la patria» que después aparecían muertos, el arzobispo denunciaba los asesinatos en sus homilías. Y todo El Salvador lo escuchaba por la radio.
El Capitán Álvaro Rafael Saravia planificó consiguió las armas, el vehículo, el matón y el plan, y lo escribió en su diario, que luego se comería para evitar que cayera en manos de los soldados que irrumpieron en una reunión en la Finca San Luis.
Si fue condenado en Fresno por crímenes contra la humanidad es porque en el juicio se logró demostrar que la muerte de Monseñor Romero fue clave para desencadenar el ciclo de violencia que llevó a El Salvador a la más oscura de sus noches. Sin una voz que ordenara el fin de la represión, los bandos más radicales tuvieron cancha abierta para impulsar su agenda.
«Yo estuve en el entierro de Monseñor Romero porque había que ir. No soy religioso, pero Romero era la única persona que podía denunciar lo que pasaba, lo que no decían los medios, ni la radio ni la prensa ni la televisión. Hoy lo veo como el profeta al que había que asesinar para llevar a cabo la matanza total del pueblo salvadoreño», dice Carlos Mauricio Vega, un ex profesor de la Universidad Nacional que fue torturado en los cuarteles de la Guardia Nacional, y uno de los tres salvadoreños que interpusieron la demanda contra García y Vides Casanova en Florida. «En mi juicio, Gacía dijo que él se opuso a que el Ejército fuera a darle protección a la gente que fue al sepelio, desobedeciendo las órdenes de Majano».
El 30 de marzo de 1980, el obispo irlandés Eamon Casey ayudaba a cargar el féretro con el cuerpo de Monseñor Romero a una cripta de la catedral, a salvo de las bombas, las balas y el caos que empañaban su funeral en la Plaza Barrios. Los testigos narraron que escucharon disparos provenientes del Palacio Nacional. Gente armada entre la multitud respondió. El asesinato del arzobispo de San Salvador aceleraba, apenas seis días después, una espiral de violencia que resultó imparable. 35 personas murieron y 185 resultaron heridas en el funeral. Casey se lamentaba: «Hay algo vil en esta tierra. Muy, muy vil».