América Latina ha sido siempre un continente prolífico en cantautores. Uno de los pioneros, el cubano Carlos Puebla, murió un 12 de julio de 1989. Carlos Puebla, siempre acompañado de Los Tradicionales, era el cronista popular de la Revolución Cubana, el hombre del lenguaje directo y de las letras sencillas, de contenido claramente revolucionario y […]
América Latina ha sido siempre un continente prolífico en cantautores. Uno de los pioneros, el cubano Carlos Puebla, murió un 12 de julio de 1989. Carlos Puebla, siempre acompañado de Los Tradicionales, era el cronista popular de la Revolución Cubana, el hombre del lenguaje directo y de las letras sencillas, de contenido claramente revolucionario y cuya estela siguieron muchos otros después por todo el continente. Uno se acostumbró a oír cientos de sones, guarachas, danzones a través de las emisiones de Radio La Habana, emitiendo desde Cuba, «territorio libre de América», que escuchaba mi abuelo y aprendió a diferenciar la salsa del son -«no le llames salsa a mi son, porque es música cubana»- mientras se lloraba al Ché -«Hasta siempre»- a Salvador Allende -«Compromiso de honor»- o a Camilo Torres y se loaba a la reforma agraria y a la alfabetización mientras criticaba a la OEA -«La OEA es cosa de risa»- y a la conciliación de las clases sociales -«Enseñanzas de la historia»-. Y si en ocasiones el trago era amargo, ahí estaba siempre Emiliana con su café tendiendo su mano a cualquier hermano trabajador.
A la vista del golpe militar de Honduras se echa de menos a personajes como Carlos Puebla veinte años después de su muerte. Con su incomparable sencillez, Carlos Puebla podría poner en solfa a los panegiristas del «socialismo del siglo XXI» y su apuesta por una conciliación entre clases en un «Estado no clasista», como apuntan los defensores de esta teoría. Estoy seguro que les hubiese dedicado uno de sus sones al estilo del titulado «Enseñanzas de la historia» con un estribillo mil veces repetido: «si tú no acabas con ellos, ellos acaban contigo».
En Honduras los golpistas de dentro y fuera del país, la derecha económica y política de dentro y fuera del país, se han alineado con los golpistas convencidos que la bofetada infligida a Zelaya por la oligarquía local va dirigida a Chávez, su verdadero enemigo, mientras aplaude la oligarquía internacional y sus panegiristas. El presidente derrocado ya había provocado una cierta conmoción entre los de su clase, la oligarquía -no hay que olvidar que surgió de la élite política tradicional, compuesta por terratenientes y ganaderos-, cuando en la campaña de las elecciones de 2005 se atrevió a plantear que el problema de la inseguridad no se abordaba con la aplicación de la pena de muerte y un aumento de las fuerzas policiales, como planteaba su oponente, sino con un enfoque económico orientado a la prevención de las causas que la generan.
Con estas diferencias de criterio, que en Honduras no son pequeñas, Zelaya ganó las elecciones presidenciales e inició su mandato vigilado en todo momento por la élite a la que pertenece. Pero cuando en cumplimiento de su programa ofreció un aumento del salario mínimo, la clase empresarial consideró que hasta ahí había llegado su osadía. Por el contrario, esa decisión reforzó su apoyo entre los campesinos y los sindicatos.
Zelaya necesitaba acompañar este gesto de política interna con algunas acciones de política externa que le garantizasen una mayor liquidez en las arcas del estado, de ahí que diese un giro a la política exterior tradicional de Honduras y se acercase a iniciativas como la ALBA, lo que le granjeó la enemistad de su propio partido y la pérdida de apoyo del Congreso. Zelaya era consciente de ello, por lo que su apuesta era realizar un referéndum no vinculante que permitiese que en las elecciones de noviembre se pudiesen sentar las bases para la realización de reformas constitucionales que impulsaran una serie de reformas económicas muy modestas pero que molestaban profundamente a la oligarquía interna y externa. Un aspecto que los teóricos del «socialismo del siglo XXI» deberían tener muy en cuanta cuando hablan con tanta alegría de que es posible «el socialismo dentro del capitalismo».
Las razones del golpe son tanto internas como externas y es una tercera prueba de cómo la oligarquía latinoamericana y los EEUU tensan la cuerda para recuperar el control político y social que han comenzado a perder en los últimos años. No parece que se haya tenido muy en cuenta que la primera prueba fue la realizada en marzo de 2008 por Colombia cuando, haciendo uso de la teoría del ataque preventivo bushista, realizó una invasión de territorio ecuatoriano para atacar un campamento de las FARC y matar a la mayoría de sus habitantes, incluyendo a Raúl Reyes. Colombia, con el apoyo y asesoramiento estadounidense, violaba las «normas democráticas» en unos momentos en que se había puesto encima de la mesa el reconocimiento de la guerrilla colombiana como fuerza beligerante. Entonces hubo teóricos del «socialismo del siglo XXI» que rápidamente presionaron para que Ecuador no fuese más allá de la ruptura de relaciones diplomáticas con Colombia cuando eso era claramente insuficiente y había que haber dado el paso definitivo para romper la estrategia oligárquica: el reconocimiento de las FARC y del ELN como fuerza beligerante, que era lo que pretendió parar -y paró- el ataque al campamento de las FARC. En vez de dar dos pasos adelante ante la agresión, se dieron hacia atrás -Ecuador ha realizado declaraciones concretas en contra de las FARC- con la consecuencia que la oligarquía colombiana se sintió reforzada y eso alentó al resto de oligarquías latinoamericanas, con la boliviana rápidamente tomando el testigo e impulsando el proceso fascista en la llamada «Media Luna». Ahí está para demostrarlo lo ocurrido en Bolivia durante todo el año 2008.
Por lo tanto, con el golpe en Honduras la oligarquía latinoamericana da un paso más y ya es la tercera vez que rompe las normas «democráticas» -cuatro, si tenemos en cuenta el fracasado golpe contra Chávez en 2002-, tras los mencionados casos de Colombia y Bolivia, sin excesivas consecuencias. El «tránsito hacia la democracia» en América Latina no es más que una entelequia para la oligarquía y sus panegiristas si en el mismo ven amenazados sus intereses económicos. Ellos resuelven las «debilidades sociales» con acciones caritativas con las que ganarse el cielo -aquí ya están en el paraíso- y el golpe se defiende con espíritu «constitucional» y represión limitada a unos pocos muertos.
Es necesaria una radicalización -en su opción etimológica de ir a la raíz de los problemas- en los países donde con mayor o menor énfasis se habla de esa cosa etérea del «socialismo del siglo XXI». Una radicalización como la que comenzó a operarse en Ernesto Guevara cuando en su estancia en Perú -según relata en las memorias de su segundo viaje por América Latina- se encontró con un dirigente del APRA peruano que consideraba más peligroso el marxismo que el imperialismo norteamericano. Todo lo que signifique tocar los privilegios económicos de la oligarquía es considerado «peligroso» y por ahí no pasa.
Ya no es momento de palabras, sino de acciones. Porque, volviendo al entrañable Carlos Puebla, «la enseñanza de la Historia/ demuestra en forma palpable/ cómo la reacción se ensaña/ cuando retorna triunfante».