El relato de dos ex funcionarios del Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente muestra cómo la violencia se ejerce cotidianamente. Confirma, también, lo que muchos sólo se atreven a contar en off, y sobre todo, cómo el silencio conspira para que todo se mantenga como está. «Responsable en sus tareas, se destaca su compromiso y entrega […]
El relato de dos ex funcionarios del Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente muestra cómo la violencia se ejerce cotidianamente. Confirma, también, lo que muchos sólo se atreven a contar en off, y sobre todo, cómo el silencio conspira para que todo se mantenga como está.
«Responsable en sus tareas, se destaca su compromiso y entrega en situaciones de superpoblación y escasez de recursos humanos dentro del sistema, lo que hizo posible la normal actividad del centro», son las palabras estampadas en la evaluación del primer año que pasó como funcionario del Sirpa. Lo que más llama la atención, sin embargo, es la frase que sigue al párrafo inaugural: «Su formación no le permite entender la dinámica interna y la situación actual del sistema».
Ahora bien, ¿qué significa eso?
Mario entró en uno de los malones de funcionarios que vinieron a reforzar al personal carcelario de los hogares en 2012. Éstos se dividen en «operadores» e «instructores», y la diferencia básica que establece tal división es si, además de la entrevista necesaria para ingresar, se les hace o no un test psicolaboral de aptitud para la tarea.
En la práctica, no existen diferencias entre unos y otros. El horario de trabajo para estos funcionarios no técnicos es de 12 horas corridas, durante tres días. Luego descansan otros tres y vuelven a comenzar.
En la mayoría de los hogares «con tranca» el trabajo es rutinario: abrir y cerrar las celdas, ya sea para la comida, baño o patio. La parte más dura de la adecuación al trabajo se trasmite in situ, y es la referida al uso de la violencia. Mario cuenta, con una mezcla de vergüenza ajena y estupor, cómo otro compañero les relataba «de forma muy simpática y cómica cómo es que se disciplina a un joven». Eso implicó aprender a hacer «el paquetito»: «primero le engrilletás los pies y después cruzás las esposas sobre el grillete». El cuerpo queda curvado hacia atrás en una posición antinatural, y sobre todo dolorosa. «Eso genera que, pasados diez minutos, estás con calambres por todos lados», afirma. «Lo más grave fue cuando tuvimos que practicar.»
Cuando Mario llegó a trabajar a la Colonia Berro no tenía mucha idea de lo que le esperaba. Docente de profesión, hizo el curso de educador social buscando herramientas que lo ayudaran en su trato con pibes de «contextos críticos».
El hogar que le fue asignado estaba sumido en una crisis y las direcciones pasaban sin tener mucho asidero, hasta que la última y definitiva entró «en una línea bastante dura». Es decir, tranquilizó el hogar a golpes.
¿Cuál era la situación en ese momento? ¿Por qué el hogar estaba fuera de control? Mario responde: «En realidad no sé si en algún momento hubo control. El vínculo con los gurises era una negociación permanente. Había quienes estaban de acuerdo con esa dinámica y otros que no. Trabajar en privación de libertad es bastante complicado desde muchos aspectos, empezando porque no está claro qué es lo que se quiere hacer con los adolescentes, lo único claro es que tienen que estar encerrados». ¿Qué fue lo que pasó, entonces? «Cuando las situaciones se tornaron muy graves, unos compañeros y yo empezamos a escribir en el cuaderno de partes lo que iba sucediendo. Anotábamos lo que encontrábamos al tomar el turno: a cuántos chiquilines hallábamos con golpes. A veces, cuándo le preguntábamos al gurí qué le había pasado, nos decía que se había caído de la cama. Ahí quedábamos medio atados de pies y manos, pero dejábamos escrito que el joven tenía demasiadas magulladuras para pensar que se había caído de la cama. Eso estaba escrito en reiteradas oportunidades, que había cosas que no eran lógicas, cosas que no podrías explicar.»
¿Presentaste alguna denuncia? «Más de una vez. Incluso mantuve una entrevista con quienes integraban entonces la Comisión Delegada, en la que les planteé la situación. Por eso no me pueden decir que no tienen idea de cómo funciona el sistema. Luego me llamaron para avisarme que el cuaderno de partes -donde habían registrado todas las irregularidades- había desaparecido. Cuando pasó esto fui al sindicato una hora antes de entrar a trabajar, a manifestar lo sucedido. Esa noche, cuando llegué a mi turno, me solicitaron que fuera a la dirección del hogar. Ya sabían de mis denuncias. Entonces me explicaron que ese tipo de quejas no se podían hacer, porque la gente por ese tipo de denuncias iba presa, y que por el tipo de trabajo que teníamos no correspondía denunciar a un compañero.»
¿La pérdida del cuaderno no levantó una investigación interna? «Hasta donde yo sé, no.»
Lógicas del encierro. Las «diferencias con la dirección» le acarrearon un traslado. En el cambio, Mario comprendió otras cuestiones. «Si te pongo a trabajar en un lugar donde no conocés nada, pensás que esa es la forma de funcionamiento normal y básica.» Relata el caso que sigue para ejemplificar las diferencias de criterio que existen entre un hogar y otro, diferencias que dependen de las prácticas anteriores, pero sobre todo de las decisiones que toma cada dirección. «En el primer hogar no esposábamos a la gente por las noches. Esa es una dinámica de trabajo. No te digo que sea buena o mala, es una.» En el segundo hogar donde le tocó trabajar había 14 camas para más de 30 gurises. El pico máximo registrado, relata, fueron 39. Eso necesariamente traía problemas de convivencia y violencia entre los muchachos. Las peleas ocasionadas por el hacinamiento y el aburrimiento se solucionaban sacando a los internos de la habitación y esposándolos a la intemperie. «Al principio pensás que esa es la dinámica correcta de funcionamiento. Todo el mundo lo hace y nadie lo cuestiona. A la noche podías tener ocho esposados y engrilletados. Llegué a ver a todo el hogar en esa situación durante horas en el patio. La estrategia era el desgaste. Los sacabas, se enfriaban lo suficiente y se les pasaba.»
La práctica no inhibió lo que la cabeza pensaba. «En algún momento te empezás a cuestionar si eso es necesario, ¿se precisa tener a tantas personas así todo el tiempo? Sobre todo te cuestionás que esa situación, además del propio hacinamiento, configura un acto sistemático de tortura. Eso te lleva un tiempo, pero llega un momento en que no te queda otra que reconocerlo.»
Con la toma de conciencia respecto al accionar cotidiano sobrevino la reflexión sobre las lógicas del encierro, un mecanismo que empieza a permear no sólo a los presos sino también a los carceleros. «El problema es que la violencia también es muy sutil», explica Mario. «Lo primero que tenés que entender es que entrás en un lugar que no tiene ninguna lógica. Las reglas cambian todos los días y dependen del estado de ánimo del director. Vi a un subdirector sancionar a un joven por tener en la pieza un vaso de agua para apagar el cigarro, un vaso que dos horas antes le había dado él mismo para que lo utilizara con ese fin. Hay una dinámica que es discrecional, y ¿qué es lo que tiene que quedar claro? Que el que manda es el director. A fin de apoyar eso se establecen formas de violencia sistemática.»
El siguiente paso que dio fue el mismo que en el hogar anterior: plantear quejas por todos los medios disponibles respecto de las situaciones que allí se vivían. «Lo que empieza a ocurrir es que hay un desplazamiento del manejo del poder: lo que antes ocurría en tu turno empieza a ocurrir en otro. Cuando la cosa toma estado público, o llega a determinadas esferas, la práctica se retrae. Es interesante cómo cambian las prácticas cuando tienen observadores. ¿Cómo detener a alguien que engrilleta, esposa y se pone muy violento con un joven? Lo empezás a mirar. A la gente le molesta que la miren cuando está haciendo algo que no está bien. ¿De qué se quejan en el sistema? De la Institución de Derechos Humanos, de las organizaciones que están ahí. En definitiva, de la gente que va y mira.»
Romper el silencio. Historias como la de Mario hay muchas. Las situaciones se repiten, los motivos a veces no son claros, y las experiencias se relatan, pero en off. El miedo a la represalia es real. Es, de hecho, parte de la situación advertida por los organismos nacionales e internacionales de derechos humanos. «Hay cosas que te puedo decir y otras que no», advierte parte de una minoría que de alguna forma se atreve a contar. Sin embargo, hay funcionarios que denuncian. La mayoría sufre las consecuencias de haberlo hecho. Hay otro elemento a considerar. Para ser funcionario del Sirpa la exigencia mínima de formación es tener primaria completa. El impacto de perder el trabajo puede ser catastrófico para quienes no tienen muchas más opciones de empleo. «Hay una cantidad de funcionarios que manifiestan disconformidad. Quiero recalcar una cosa: creo que muchos de los educadores actuales son buenos funcionarios, que están interesados en que los gurises salgan adelante. El problema es quiénes detentan el poder dentro del Sirpa, y también que la mayoría depende de ese trabajo para su sustento. Plantear que estás en desacuerdo y empezar a presentar denuncias implica que tarde o temprano te vas a quedar sin el trabajo», afirma Mario.
Sin embargo, en su testimonio se puede hallar otra explicación al silencio: la del sujeto que no toma conciencia de que forma parte de la violencia ejercida. «No es fácil decir: sí, yo participé de la tortura. Hay un proceso de naturalización complicadísimo. Te cuesta darte cuenta de que la situación que estás viviendo no es normal, que no está bien que ocurra de esa forma. Siete meses después de trabajar en el sistema a mí ya no me llamaba la atención que la gente cagara en baldes, por ejemplo.»
Ahora bien, ¿es posible trabajar de otra manera con los gurises? Mario responde: «La expectativa, desde el punto de vista educativo, es que generes un modelo alternativo de ser humano del que tenés enfrente. Y tener un vínculo distinto del que él vive en forma permanente. El hecho es este: ningún sistema de privación de libertad mejora al ser humano. En el mejor de los casos, cuando sale el gurí está en igualdad de condiciones que cuando entró. Es muy difícil que ‘mejores’ si tenés un par de horas de buen relacionamiento con gente que apuesta a que salgas adelante, pero al primer traspié recibís cascotazos y bastante aislamiento. Si además de errarle te trasladan, perdiste nuevamente los vínculos que venías cultivando. El Sirpa funciona básicamente en función de su fracaso, no de su éxito. Si fracasa tiene un sentido para seguir existiendo».
Romper la inercia de décadas de mal funcionamiento, de generaciones de pibes marcados por la cárcel, de vidas que podrían haber tomado un rumbo diferente, no es sencillo, sobre todo cuando la situación parece estar cubierta por un velo transparente frente al cual todos aparentamos no ver lo que sucede. «Imaginate, en el momento en que estás leyendo esta entrevista, que vos pagaste tus impuestos para que el Estado uruguayo esté maltratando a un joven. Esto no es algo que no se conozca, el problema es que lo aceptemos. No existe la calidad de testigo. Perpetuar el silencio es elegir no mirar.»
Mirada de mujer
Hablamos sobre las condiciones de ingreso al Sirpa, los sucesivos intentos por elevar el nivel de formación y la histórica falta de funcionarios. «La gente en general se va, profesionales y no, porque es complicado el laburo, son 12 horas de trabajo en privación de libertad, con todo lo que eso implica.» Las palabras de esta funcionaria recuerdan las de otro, entrevistado anteriormente: «Las instituciones (de encierro) transforman a la gente muchas veces en algo que no es. Hay un deterioro psicológico y emocional muy fuerte. Convivís con mucho dolor, son de los lugares más tristes para trabajar, tenés que estar muy convencido de lo que estás haciendo y tener preceptos éticos y morales muy sólidos».
Cecilia trabajó en la Berro casi cinco años, hasta 2011. «Te come la realidad, te come lo cotidiano», confiesa cuando se le pregunta por la posibilidad de desarrollar una tarea educativa con los gurises. «Es muy complicado cuando pensás que cualquier cosa es pasible de ser usada como arma para agredirte. Vos venís con la cabeza de poner un escritorio con sillas, y otro atrás te va a venir a decir sacá el lápiz porque si el gurí se calienta te lo revienta contra la cabeza. En ese plan la gente va quedando loca. Si estás 24 horas pensando que el gurí agarró algo para lastimarte, el gurí va a estar 24 horas pensando en cómo lastimarte, porque está encerrado y sos vos el que le dice ‘no podés’. Se pone el cuerpo todo el tiempo, yo lo vi, lo denuncié.» Cecilia presentó varias denuncias, primero en la dirección del centro. Esto ocasionó varias discusiones y encontronazos con el equipo de trabajo. Entre las irregularidades constatadas por la ex funcionaria estaba que los protocolos no se aplicaban para todos por igual. «En algunos casos de fugas no se nos permitía notificar a la Seccional de Pando; después nos dimos cuenta de que eran gurises que se iban y volvían con el aval del director. En otros casos sí nos exigían llamar a la Policía. Después pasaron cosas más jodidas. Teníamos un chiquilín epiléptico, y uno de los mecanismos de castigo para ese gurí era sacarle la medicación. Y lo peor era que cuando le daba la crisis no se nos permitía llamar a la gente del policlínico, que es la autorizada para mandar una ambulancia.» El día que Cecilia presentó estas denuncias ante la máxima jerarquía del sistema, se le otorgó el traslado que desde hacía tiempo venía solicitando. «Había un tema de acoso, conmigo y otras compañeras, por las denuncias. En esas condiciones no podía trabajar más», recuerda. El personal las amenazaba con que les iba a ir mal, que siempre había gente peligrosa en la vuelta. «De ese tipo de amenazas, las que te imagines.»
Cecilia intentó seguir varias veces el curso de su denuncia en la administración, pero sin éxito.
«Considero que nunca me vinculé de manera hostil con los gurises», evalúa respecto a su pasaje por la Berro, «ellos responden totalmente distinto, es lo que la persona del otro lado no puede entender». Y ejemplifica: desde participar junto a ellos en las tareas que sin demasiado sentido se les ordenaban -«porque en ningún hogar de la Berro hay un proyecto educativo»-, como «cortar pasto con azadas durante meses», hasta despertarlos cálidamente en la mañana en lugar de sacarles las sábanas y utilizar un lenguaje agresivo. «Boludeces», adjetiva. «Me pasó que llevé a un gurí que se tenía que operar del maxilar; estuvimos todo el día hasta las ocho de la noche en el hospital. Un compañero me vino a relevar, y a los cinco minutos me avisaron que el chiquilín se había fugado. Al tiempo me enteré de lo que pasó ese día: yo había solicitado una bandeja de comida porque el gurí no había comido en todo el día. Cuando me fui le dije a mi compañero que controlara eso. El chiquilín le pidió que lo hiciera, y el tipo le dijo ‘manejate, no me rompas las bolas’. Se mandó a volar. Esa actitud del funcionario le valió una fuga; el chiquilín era mayor de edad y cayó preso en el Comcar. No te implicaba mucho esfuerzo conseguirle comida, mirá lo que pudiste haber solucionado con una boludez.» Cecilia también concluye que se trata de un problema de cultura institucional. «Estoy segura de que hay gente ahí adentro que está cansada, que naturaliza un montón de cosas, y por ahí eso pasa más rápido si se trata de gente con poca formación. Hay gente ahí adentro que viene de 20 años de vivir en la misma cultura carcelaria, de creer que ese modo de funcionamiento es el único. Si ponés a dos personas que hace treinta años que trabajan de esta manera y encima con autoridad, y vienen dos profesionales, como dicen, ‘con el librito abajo del brazo’, el que se cansa primero es el profesional. Y se va a ir, porque el otro está recontra acostumbrado a bancar eso.»
Fuente original: http://brecha.com.uy