¿Qué es Centroamérica? Para quienes viven fuera de Centroamérica, ésta representa una región bastante ignorada. Es, salvando las distancias, como el Africa negra: un área difusa, donde no se co-nocen con exactitud los países que la integran, y de la que existe una vaga idea del conjunto, siempre en la perspectiva de pobreza, atraso comparativo, […]
¿Qué es Centroamérica?
Para quienes viven fuera de Centroamérica, ésta representa una región bastante ignorada. Es, salvando las distancias, como el Africa negra: un área difusa, donde no se co-nocen con exactitud los países que la integran, y de la que existe una vaga idea del conjunto, siempre en la perspectiva de pobreza, atraso comparativo, condiciones de vida muy difí-ciles, impunidad y corrupción por parte de los Estados, con dinámicas sociales de alta vio-lencia. Centroamérica, en esta lógica es, sin más, sinónimo de república bananera.
De alguna manera, efectivamente funciona como bloque. Además de los geográfi-cos, existe una cantidad de elementos que le confiere cierta unidad económica, política, social y cultural. Los países que la conforman: Guatemala, Honduras, Nicaragua, El Salva-dor, Belice, Panamá y Costa Rica, con la excepción de este último, presentan los índices de desarrollo humano más bajos del continente, junto con Haití en las Antillas – una de las naciones más indigentes del mundo.
El área es muy pobre; si bien cuenta con muchos recursos naturales, su historia la coloca en una situación de postración y atraso muy grande. Básicamente es agroexportado-ra, con pequeñas aristocracias vernáculas – herederas en muchos casos de los privilegios feudales derivados de la colonia – que por siglos han manejado los países con criterio de finca. Entrado ya el tercer milenio y luego de las feroces guerras de las últimas décadas, nada de esto ha cambiado sustancialmente. Los productos primarios siguen siendo la base de la economía: café, azúcar, frutas tropicales, maderas. En los últimos años se dieron te-nues procesos de modernización, instalándose en toda la zona terminales industriales ma-quiladoras aprovechando la barata y poco o nada sindicalizada mano de obra. Por lo general los capitales comprometidos son transnacionales, no representando esta industria del en-samblaje un verdadero factor de desarrollo a largo plazo. En épocas recientes, con distintos niveles pero, en general, como común denominador de toda la región, se han ido incremen-tando los llamados negocios «sucios»: lavado de narcodólares, y tráfico de estupefacientes. De hecho, hoy la zona es un puente obligado de buena parte de la droga que, proviniendo del sur, se dirige hacia los Estados Unidos. Esto ha dinamizado las economías locales, sin favorecer a las grandes masas obviamente, permitiendo el surgimiento de nuevos actores económicos y políticos ligados a actividades ilícitas, tolerados por los respectivos Estados, y a veces manejándolos desde su interior.
La población de toda la región es mayoritariamente rural; prevalece un campesinado pobre, que combina el trabajo en las grandes propiedades dedicadas a la agroexportación con economías primarias de autosubsistencia. La tenencia de la tierra se caracteriza por una marcada diferencia entre grades propietarios – familias de estirpe aristocrática, en muchos casos con siglos de privilegios en su haber – y campesinos con pequeñas parcelas (de una o dos hectáreas, o menos incluso) que, con primitivas tecnologías, apenas si consiguen cubrir deficitariamente sus necesidades.
En toda la región hay presencia de población indígena, siendo Guatemala el país que presenta mayor porcentaje al respecto: más de dos terceras partes – de hecho, la nación latinoamericana con mayor presencia de habitantes de etnias no europeas. En este caso par-ticular – esto no se da con similar énfasis en los otros países del istmo – ello crea una diná-mica social desvergonzadamente racista, siendo los mayas los grupos más excluidos y mar-ginados en términos económicos, políticos y sociales. Similar fenómeno se repite con las minorías indígenas a lo largo de toda Centroamérica. Corresponde mencionar que también hay presencia de población negra, pero no en un porcentaje particularmente alto como ocurre en las islas del Caribe.
La migración interna desde el campo hacia las ciudades en búsqueda de mejores horizontes, agravado ello por las devastadoras guerras internas registradas estas últimas décadas que forzaron a numerosos pobladores a marcharse de sus lugares de origen, consti-tuye un fuerte elemento de las dinámicas sociales de todas las repúblicas centroamericanas, lo cual da como resultado el crecimiento desmedido y desorganizado de sus capitales. Pro-ducto de ello es la alta proliferación de populosos barrios urbano-periféricos, sin servicios básicos, con poblaciones que sobreviven a partir de pobres economías subterráneas: comer-cio informal, niñez trabajadora, invitación a la delincuencia.
En términos generales (Costa Rica es la excepción) la situación de las mujeres es de gran desventaja respecto a la de los varones. Siguiendo pautas tradicionales, el número de embarazos es muy alto: con un promedio urbano de cinco (vale agregar que hay una alta mortalidad infantil), subiendo mucho más en áreas rurales. Las tasas de analfabetismo, de por sí altas, se acentúan en las mujeres. Y su participación en la vida política es baja.
La situación medioambiental de todo el istmo es preocupante. Como consecuencia de la falta de planificaciones a largo plazo, de rapiñas de recursos naturales y de Estados corruptos que toleran todo tipo de saqueo, la zona muestra un marcado deterioro en sus aspectos ecológicos: desacelerada pérdida de bosques, falta de agua potable, polución gene-ralizada.
Si bien toda Latinoamérica es, desde inicios del siglo XX, zona de influencia estadounidense, en el caso de América Central esto es groseramente más notorio. Sus presidentes llegan a tales con el beneplácito de la embajada norteamericana (llamada simplemente «la Embajada», lo cual dice mucho del panorama general). El imperio del norte, aunque es reconocido en su papel de amo dominante, no deja de ser al mismo tiempo foco de atrac-ción de todas las poblaciones: de las clases altas, en tanto centro de referencia política y cultural; de las masas empobrecidas, como vía de salvación económica. De hecho el ingre-so de divisas a partir de las remesas que cada mes envían los familiares emigrados (mano de obra barata y no calificada en los Estados Unidos) constituye para toda el área una de las principales fuentes de sobrevivencia (en algunos países, y dependiendo de circunstancias coyunturales, ocupa el primer lugar).
En tal sentido, dado que juega este papel de punto de referencia obligado en las ló-gicas cotidianas y de largo plazo, Norteamérica es un elemento decisivo para entender la historia, la coyuntura actual y el futuro del istmo centroamericano.
Centroamérica y la Guerra Fría
Los países que actualmente conforman la región centroamericana fueron colonias de España, con excepción de Belice, que fue un enclave británico. Hacia principios del siglo XIX, con la fiebre libertaria que barrió el continente, consiguen su independencia de la me-trópoli. Pero rápidamente comenzaron sus problemas. Originalmente constituyeron una unidad, continuando su status de Capitanía General de la época colonial, donde reunidos conformaban un todo con Guatemala como capital. Al poco tiempo de constituida, se disol-vió la Unión Centroamericana, dando lugar a los Estados que actualmente existen en la zona.
Formalmente independientes de España, en realidad nunca se constituyeron plena-mente en repúblicas soberanas con proyectos nacionales propios. Ya hacia fines del siglo XIX eran, en mayor o menor medida, partes del círculo de interés geoestratégico que los Estados Unidos comenzaban a trazar. Desde ese entonces son – como se dice tan habitual-mente – su «patio trasero».
Las aristocracias nativas siempre estuvieron alineadas con el poderoso del norte; se dio ahí un proceso de acomodamiento recíproco: oligarquías que producían a bajos costos productos para el mercado norteamericano, y que simultáneamente abrían las puertas a las inversiones estadounidenses para el saqueo de las riquezas nacionales. Al mismo tiempo – esto marcó la historia de todo el siglo XX – estos países aportaban mano de obra barata, siempre en situación migratoria ilegal, para los trabajos menos calificados en los Estados Unidos.
En todo el subcontinente latinoamericano, Mesoamérica fue quedando relegada co-mo la región más pobre, con estructuras más ligadas a la colonia, con un funcionamiento económico-social de corte quasi feudal, mientras otros países, también ex colonia españo-las, seguían modelos de desarrollo industrial.
La injerencia política de Washington en la región fue notoria; más aún: desvergonzada, desde el ‘900 en adelante. Salvo Costa Rica – que merece un tratamiento aparte, siendo la «Suiza centroamericana» – la historia política del istmo estuvo marcada por dictaduras militares a granel, siempre con el Tío Sam de por medio. Invasiones, complots y maniobras desestabilizadoras se pueden contar por docenas. La CIA hizo su debut de fuego con una campaña de acción encubierta en Guatemala, en 1954.
En esta lógica, sobre el horizonte de esa historia de explotación, pobreza e interven-ción extranjera, y a partir de la esperanza que abriera la Revolución Cubana de 1959, entre las décadas de los ’60 y los ’70 comienzan a generarse movimientos armados como reacción ante tal estado de cosas. Guatemala primero, luego Nicaragua, posteriormente El Salvador, desarrollaron expresiones guerrilleras que, paulatinamente, fueron creciendo. En Nicaragua, como Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), hacia 1979, terminaron por tomar el poder desplazando a la dictadura más vieja de Centroamérica: la de la familia Somoza, tristemente célebre por su crueldad, comenzando la construcción de una experiencia socialista y antiimperialista. En El Salvador, hacia fines de los ’80, estuvieron a punto de hacer colapsar al gobierno. En Guatemala – el movimiento guerrillero más viejo del área – fueron juntando fuerzas llegando a tener una presencia nacional.
Estas expresiones políticas, – de acción armada, con presencia fundamentalmente entre la población campesina – además de representar sin dudas el descontento histórico de las masas paupérrimas, fueron parte también de la lucha ideológica y militar que marcó buena parte de la segunda post guerra del siglo XX: la Guerra Fría. Guerra a muerte entre dos proyectos de vida, entre dos modelos de desarrollo y de concepción del mundo; guerra que se libró en numerosos frentes, y en la que Centroamérica fue un campo de batalla de gran importancia.
El bloque socialista se involucró fuertemente; Cuba, por su cercanía, fue el punto de referencia más cercano. Preparación política, ideológica y militar estuvieron presentes des-de el inicio de estos movimientos, apareciendo Moscú siempre vigente como una instancia importante en esa dinámica entablada. Por el otro lado, como respuesta a estos proyectos de transformación social, las oligarquías locales, con sus respectivas Fuerzas Armadas, y la presencia omnímoda de Washington en tanto referencia última, descargaron todo el peso represivo del caso para evitar que esas iniciativas revolucionarias pudieran crecer.
A las propuestas de cambio social levantadas por estos movimientos (en Nicaragua, incluso, habiendo llegado a adueñarse del poder, y comenzando efectivamente el proceso de transformación), le siguieron brutales represiones. Campañas de «tierra arrasada» en Guatemala, los «contras» en Nicaragua, guerra sucia en El Salvador, las bases de los contras en Honduras, y en su momento también en Costa Rica, ningún rincón del área centroameri-cana escapó a la maquinaria bélica. La zona se puso al rojo vivo. El discurso militarizado inundó la vida cotidiana.
La guerra nuclear de los misiles soviéticos y estadounidenses que nunca llegaron a dispararse se libró, entre otras formas, a través de las guerras de guerrillas y las tácticas contrainsurgentes en las montañas de Centroamérica. Los muertos, claro está, fueron cen-troamericanos.
Y ahora: ¿más de lo mismo?
La Guerra Fría terminó. El bloque soviético ya no existe. Los ideales socialistas, aquellos que pusieron en marcha a los movimientos guerrilleros, hoy están, si no desecha-dos totalmente, al menos en proceso de observación (¿en terapia intensiva?). De todos modos las causas estructurales que motivaron aquellas respuestas armadas por parte de los grupos más avanzados políticamente en los distintos países de América Central, aún persis-ten. En Nicaragua incluso, donde uno de esos grupos fue poder y manejó el país por espacio de una década, las causas profundas generadoras de pobreza – aunque ya no esté la familia Somoza – persisten. De aquel cambio iniciado en su momento, hoy ya nada queda.
Mucho ha cambiado en estos últimos años, desde la caída del muro de Berlín en adelante. Pero las razones que dieron lugar al surgimiento del socialismo como visión con-testataria del mundo, como forma de lucha contra las injusticias sociales, aún se mantienen.
La Guerra Fría que se expresó en Centroamérica a través de las guerras que desan-graron sus países por años, ya es parte de la historia; pero las secuelas de esas guerras ahí están todavía, y seguirán estando por mucho tiempo.
En realidad, terminada la gran puja entre los dos modelos en disputa con el triunfo de uno de ellos y la desaparición del otro, no se resolvieron los problemas de fondo que mantuvieron enfrentadas a esas dos cosmovisiones; terminó la guerra de estos años, pero no su motor. A partir de ese final en concreto se siguieron las agendas de paz de diversas re-giones del planeta, América Central entre ellas. Agendas que, en todo caso, no hablan tanto de los procesos de superación de diferencias en los espacios locales donde los conflictos se expresaban abiertamente (como en Oriente Medio, o en el Africa subsahariana), sino de la necesidad y/o conveniencia de las potencias – Estados Unidos a la cabeza – de eliminar zonas calientes, problemáticas. A su vez las guerrillas firmaron la paz, en realidad, porque no tenían otra salida ante el nuevo escenario abierto.
Desde ya, el hecho de no convivir diariamente con la guerra es un paso adelante. Hoy siguen muriendo niños de hambre, o mujeres en los partos sin la correspondiente aten-ción, pero ya nadie muere en una emboscada, pisando una mina, de un cañonazo. Esto no es poco. Pero si se mira el fenómeno a la luz del análisis histórico es evidente que las guerras vividas en la región tienen como su causa el hambre, la desprotección, la exclusión en defi-nitiva. Y esto no ha cambiado.
¿Qué le espera ahora a Centroamérica?
Como primera tarea, resolver los problemas inmediatos derivados de los conflictos armados: los materiales, los psicológicos, los culturales. Desde hace algunos años, depen-diendo de los tiempos en cada caso, se está trabajando sobre ello. Sin embargo, la magnitud de lo invertido para la reconstrucción post bélica es inconmensurablemente menor a lo que se destinara a las guerras, por lo que las heridas y las pérdidas no parecen poder superarse con gran éxito de seguirse esta tendencia. No ha habido – ya pasó el tiempo para ello – un equivalente al plan Marshall europeo para reactivar las economías. Se contó con apoyos de la comunidad internacional, pero no mucho más grandes que los que podrían haber llegado luego de cualquier catástrofe nacional. En definitiva, no hubo un genuino proceso de re-construcción sobre nuevos parámetros: todo siguió no muy distinto y las ayudas no sirvie-ron para poner en marcha ninguna transformación de base.
Pacificada el área, la estructura económica no ha tenido ningún cambio sustancial: no se modificó la tenencia de la tierra, no se salió de los modelos agroexportadores, no co-menzó ningún proceso sostenible de modernización industrial. Las grandes mayorías conti-núan siendo mano de obra no calificada, barata, con escasa o nula organización sindical. En otros términos: más de lo mismo.
En el plano de lo político y cultural las cosas no han cambiado especialmente. Sigue predominando la impunidad. Ese es el elemento principal que define la situación general luego de los conflictos bélicos sufridos. Las aristocracias se han reposicionado luego de este período, sin mayores inconvenientes en el mantenimiento de sus privilegios. En Nica-ragua retornaron abiertamente al control del poder, luego de la primavera sandinista – que terminó siendo más bien, por diversos motivos, un borrascoso temporal. En Guatemala han tenido que compartir algunas cuotas de poder, a su pesar sin dudas, con las fuerzas armadas que le cuidaron sus fincas años atrás, quienes devinieron ahora nuevos ricos con el manejo de las economías «calientes»: narcotráfico, contrabando, crimen organizado. Pero en toda la región centroamericana la pauta dominante sigue siendo la impunidad. Luego de las atroci-dades a que dieron lugar las guerras cursadas, no ha habido ni un solo juicio a responsable alguno de tanto crimen, de tanta destrucción. Incluso muchos de los asesinos de guerra siguen detentando cargos públicos sin la menor vergüenza.
La construcción de la paz como proceso sostenible e irreversible no es, hasta el momento, un hecho indubitable. Mientras no se revise seriamente la historia, no se comien-cen a mover las causas estructurales que están a la base de los enfrentamientos armados y no se haga justicia contra los responsables de los crímenes de guerra – como pasó, por ejemplo, en Europa con la jerarquía nazi – es imposible pacificar realmente las sociedades. Hay, como es el caso actual, algunos paños de agua fría, pero las heridas profundas que ocasionaron el odio y las posiciones irreconciliables no podrán desaparecer si no se abordan con seriedad esas agendas pendientes. La violencia galopante que se vive en la zona – cri-minalidad, persistencia de escuadrones de la muerte, delincuencia callejera, linchamientos en algunos casos – son expresiones de esa historia no elaborada. Puede haber «agendas de la paz», pero no se vive realmente en paz.
El papel jugado por los Estados Unidos sigue siendo el mismo: hegemónico, domi-nador total. Incluso se da el caso paradójico en que, terminadas las guerras locales, la gran potencia se permite impulsar programas de apoyo a las víctimas de toda esa crueldad que ellos mismos fomentaron. Valga decir que no por sentimientos de culpa precisamente, sino como parte de la misma estrategia de dominación de siempre, actualizada hoy, y adecuada a las circunstancias correspondientes.
Los movimientos guerrilleros signatarios de la paz, – que en todo caso siguieron un proceso prácticamente impuesto – una vez pasados a la lucha política desde el plano civil no han podido elaborar estrategias de impacto para las mayorías, estando en estos momen-tos lejos de constituirse en alternativas con posibilidades reales de generar cambios profun-dos. El caso del sandinismo, viniendo de un proceso donde sí detentaron el poder político, nos confronta con una debilidad de propuesta programática que – todo pareciera indicar – probablemente torne difícil su retorno a la casa presidencial en el corto plazo (ya son tres las elecciones donde no triunfan).
Para las poblaciones pobres, marcharse a los Estados Unidos a trabajar en cualquier cosa y acumular algunos dólares, sigue siendo la meta dorada.
Como una herencia novedosa que deja el final de la Guerra Fría en el área centroamericana – proceso que en realidad se extiende a toda Latinoamérica, pero que en la zona adquiere ribetes muy marcados – es la proliferación de iglesias evangélicas fundamentalis-tas. Nacidas como estrategia política encubierta de los Estados Unidos para oponerse a la creciente Teología de la Liberación católica de los ’60 y los ’70 con su «opción por los po-bres», estos grupos inundaron la región llevando un mensaje de desinterés por lo terrenal y de total apatía política. Hoy, a partir de una dinámica de autonomía que fueron adquiriendo, representan un factor de alta incidencia en la vida cotidiana de las comunidades de todos los países del istmo, repitiendo siempre aquellos patrones de proyecto vital: no preocuparse, dejar todo en manos de dios. Su incidencia es alta: se calcula en no menos de un tercio de la población total.
Centroamérica participa hoy de los procesos de integración en bloque que imponen los Estados Unidos en su estrategia continental. Ahí están el Tratado de Libre Comercio (TLC) o el Plan Puebla-Panamá, preparando el camino para una futura Area de Libre Co-mercio de las Américas (ALCA), en tanto mecanismos de homogenización regional. En esta lógica se inscribe el Tratado de Libre Comercio entre Centroamérica y Estados Unidos, (CAFTA, por sus siglas en inglés).
El Presidente Bush anunció recientemente que el CAFTA constituye una prioridad de primera línea para su administración. El valor global de las relaciones comerciales entre la economía norteamericana y la centroamericana es de unos 20,000 millones de dólares anuales, cifra que no representa, precisamente, una cantidad como para ser considerada «prioridad de primera línea». ¿Por qué esta decisión de Washington entonces?
Este acuerdo de libre comercio con Centroamérica es el punto focal principal de cara al objetivo de crear el Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA). La implemen-tación de esta última se ha venido complicando por diversos motivos de protesta política, fundamentalmente por la lucha de la sociedad civil (sindicatos, grupos de oposición, parti-dos de izquierda) contra un acuerdo leonino, lesivo de los intereses de los trabajadores y atentatorio contra el medio ambiente. Centroamérica se convierte así – en la estrategia con-tinental de Washington – en territorio de expansión natural del Tratado de Libre Comercio (que ya vincula a Canadá, Estados Unidos y México). Estando la región amarrada ahora por el Plan Puebla-Panamá, cuyas inversiones cobran sentido en el marco jurídico de un TLC que subordine las legislaciones nacionales de cada uno de los países centroamericanos al acuerdo supranacional con los Estados Unidos que estimule y garantice los intereses de las empresas transnacionales que operan y operarían en el área, – la inmensa mayoría estadou-nidenses – el CAFTA pasa a ser así una pieza de gran importancia en su «patio trasero».
Si el ALCA llegara finalmente a buen término, los embarques de bienes de exportación e importación tendrán que pasar por la región mesoamericana. Por lo tanto el CAFTA es un paso vital para expandir el acuerdo continental. Sin el endoso de dirigentes empresa-riales y funcionarios de los gobiernos centroamericanos, el ALCA será prácticamente im-posible. Pero todo indica que las eventuales ganancias derivadas de un tal mecanismo de concertación económica no representarían verdaderos beneficios para todos sino que, una vez más, hipotecan el bienestar de los pueblos en favor del gran capital, en especial el nor-teamericano. Es decir: aunque con términos nuevos, más de lo mismo.
La vulnerabilidad de los países centroamericanos y la propensión al vasallaje de sus actuales gobiernos, son reconocidos por funcionarios de la actual administración republica-na como elementos que favorecen esa estrategia expansionista del «paso a paso», para debi-litar la oposición al ALCA en el bloque regional del Sur que encabeza Brasil, y al mismo tiempo favorecer la posición estadounidense en las negociaciones multilaterales de la ronda de Doha, que se llevan a cabo en el seno de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Sin ambages el Representante de Comercio de Estados Unidos Robert Zoellick subrayó que el CAFTA será el mejor escudo del que dispondrá la industria textil norteamericana para sobrevivir a la competencia de China, cuando sean eliminadas las tarifas en ese sector, en el año 2004, bajo el Acuerdo Multifibras de la Organización Mundial de Comercio.
En resumida síntesis, el CAFTA consiste en nueve temas puntuales de negociación: 1) Servicios: todos los servicios públicos deben estar abiertos a la inversión privada, 2) In-versiones: los gobiernos se comprometen a otorgar garantías absolutas para la inversión extranjera, 3) Compras del sector público: todas las compras del Estado deben estar abier-tas a las transnacionales, 4) Acceso a mercados: los gobiernos se comprometen a reducir, y llegar a eliminar, los aranceles y otras medidas de protección a la producción nacional, 5) Agricultura: libre importación y eliminación de subsidios a la producción agrícola, 6) De-rechos de propiedad intelectual: privatización y monopolio del conocimiento y de las tec-nologías, 7) Subsidios, «antidumping» y derechos compensatorios: compromiso de los go-biernos a la eliminación progresiva de barreras proteccionistas en todos los ámbitos, 8) Política de competencia: desmantelamiento de los monopolios nacionales, 9) Solución de con-troversias: derecho de las transnacionales de enjuiciar a los países en tribunales internacionales privados.
Una vez más, analizando lo que allí está en juego, todo parece indicar que para los pobres banana countries (para el grueso de sus crónicamente pobres poblaciones, obvia-mente) habrá más de lo mismo.
Conclusión
Ante todo este panorama, los escenarios a futuro que se vislumbran para la región no son muy alentadores por cierto. Pasó la Guerra Fría, pasaron los conflictos armados lo-cales, las sociedades se desangraron, los países sufrieron enormes pérdidas materiales…. pero no cambiaron su estatus de «bananeros». El área sigue siendo la más pobre de Améri-ca, estando entre las más pobres del mundo. Los procesos de paz, a veces, pueden funcionar como mordaza para la búsqueda de la justicia. Los procesos de integración impuestos por Washington no se ven como oportunidades para un desarrollo genuinamente armónico y equilibrado para todos. Las democracias se ven más bien raquíticas, y la impunidad y la corrupción siguen dominando lo cotidiano. Y quizá lo peor: no se ven alternativas ciertas a todo esto.
Aunque suene a pesimista, hoy por hoy todo muestra que, en la coyuntura actual al menos, la historia no ha cambiado. De todos modos confiemos en lo que dicen los ancianos mayas: que pronto vendrán tiempos de renacimiento para los ahora excluidos. Ojalá no se equivoquen.