Ya en 1968 Eric Fratini se preguntaba en la revista francesa Paris-Match cuando publicó: «En la desesperación de la juventud de Praga, en la resignación trágica de los vietnamitas del norte y del sur, en los ojos enjutos de los niños de Biafra, que mueren de hambre por decenas de miles, se halla esta terrible […]
Ya en 1968 Eric Fratini se preguntaba en la revista francesa Paris-Match cuando publicó: «En la desesperación de la juventud de Praga, en la resignación trágica de los vietnamitas del norte y del sur, en los ojos enjutos de los niños de Biafra, que mueren de hambre por decenas de miles, se halla esta terrible pregunta que tenemos que leer: de verdad, ¿para qué sirve la ONU?».
Esta apreciación hecha hace más de medio siglo bien podría hacerse hoy, en pleno siglo XXI. Mientras las guerras, el hambre y la desolación continúan golpeando el planeta, la corrupción, el fraude y el despilfarro siguen azotando a la Organización encargada de combatir lo primero. Cuando uno visita las elegantes sedes neoyorquina y ginebrina de la ONU, y observa el ritmo de vida de sus funcionarios, puede darse cuenta cuán alejados están de los campos de refugiados palestinos en Gaza, de los campos de batalla de Afganistán o Iraq, de las carpas-hospital repartidas por toda África, en donde la gente abandona a sus familiares afectados por el terrible azote del sida, o de las villas, «cantearles» y favelas latinoamericanas.
La actual crisis financiera de Naciones Unidas se viene arrastrando desde los tiempos en los que el birmano U Thant ocupaba la Secretaría General de la ONU. En 1968, el entonces secretario general estimaba el déficit de las Naciones Unidas en 15 millones de euros de la época, y su deuda, en casi 38 millones de euros.
Pese a ello, para los años 1969 y 1970 se habían casi duplicado el número de altos cargos y aprobado un presupuesto récord de 142 y 155 millones de dólares, respectivamente. En éste presupuesto no estaban incluidas las agencias especializadas como el ACNUR o la OJEA, que se financian directamente de los presupuestos de los propios Estados miembros.
No cabe la menor duda de que el derroche ha sido uno de los principales azotes de la ONU. Cada delegado cuesta muchísimo dinero; son hombres muy caros. Curiosamente, un delegado de un país ante las Naciones Unidas recibe más dinero en sueldo y dietas al año, que lo que recibe su propio jefe de Estado o Gobierno. Nelson Iriñiz Casás, diplomático uruguayo con muchos años de servicio en la ONU y que ha denunciado la corrupción en la Organización durante décadas, afirmaba que con lo que costaba la delegación de Uruguay ante la ONU se podían construir veinte escuelas rurales y diez clínicas perfectamente equipadas. Desde 1945 la ONU ha asumido un papel a lo largo de su historia que en muchos casos ha sido contrario al espíritu que marcaba la propia Carta de las Naciones Unidas y a los ideales con que fue escrita.
Eric Frattini narra cómo «Trygve Lie, primer secretario general, cooperó abiertamente con el Comité de Actividades Antiamericanas de McCarthy en su «Caza de Brujas» dentro de la ONU; Dag Hammarskjold permitió el despliegue de agentes de la CIA en la sede de la ONU y ayudó a esta a manipular la política del Congo; U Thant protegió a seis diplomáticos árabes sospechosos de asesinar a una norteamericana en una orgía de sangre y sexo a cambio de una importante donación; Kurt Waldheim escondió su pasado nazi y sus años de servicio en el ejército de Hitler; Javier Pérez de Cuéllar protegió y promovió el amiguismo y el derroche entre altos mandos de las Naciones Unidas; Butros Butros-Gali protegió a altos cargos de la ONU, amigos personales, de graves acusaciones de acoso sexual sobre funcionarias de la organización; Kofi Annan cerró los ojos ante los dos mayores casos de genocidio en Ruanda y Srebrenica y, por «omisión», el mayor caso de corrupción de toda la historia de la ONU en el programa «Petróleo por Alimentos», en el que estaba involucrado su propio hijo, Kojo».
Este libro relata con nombres y apellidos sesenta años de «fraude, corrupción, amiguismo, derroche, estafas, acoso s sexuales, despilfarros, violaciones, torturas, pederastia, sobornos, mala gestión y catastrófica administración por parte de la ONU y sus agencias especializadas».
El actual secretario general, el coreano Ban Ki-moon, en una de las más mediocres gestiones que se recuerdan en el organismo multinacional, no tiene la intención de modificar ninguna situación interna de la organización que, obviamente, la paralizan. Las grandes declaraciones realizadas desde la Asamblea General o las condenas a acciones de terceros países concretadas desde el Consejo de Seguridad, son nada más que la superestructura simbólica de una organización burocrática en qué en lo interno, laboralmente, se violentan todas y cada una de las normas de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), organismo a qué son tan afectos a recurrir como tribunal de alzada nuestros dirigentes sindicales o gremiales, sean de organizaciones obreras o patronales.
Hoy Naciones Unidas es un ejemplo mundial de clientelismo, en que se logran votos para «seguir flotando», tomando resoluciones que avergonzarían a algunos gobiernos latinoamericanos tan afectos a esa práctica. Se conoce que el actual secretario general negoció los votos de un país africano para mantenerse en el cargo, nombrando a 17 asesores de la nacionalidad del mismo, con sueldos que van de los 30 a los 50 mil dólares.
Sobre las violaciones de las normas que aconseja la OIT a los países (otra organización en qué la burocracia de Naciones Unidas limita internamente, siendo, curiosamente, integrante de las propias Naciones Unidas), se visualizan especialmente la flagrancia absoluta en los requisitos de contratación que aplica en el organismo madre. Allí todos los funcionarios que ingresan lo hacen por contrato (algunos hace décadas que están en esa situación), y los mismos son por lo tanto sensibles a los deseos de los jerarcas, pues una contradicción política o funcional significa la lisa y llana no renovación del vínculo funcional.
¿Y qué hace la OIT, con su burocracia en la bucólica Ginebra, a donde gustan tanto concurrir las delegaciones uruguayas? Nada, absolutamente nada, porque sus funcionarios son mayoritariamente también contratados y, de actuar por qué se cumplan internamente las normas que predica la OIT para los países, pueden quedar también desempleados.
Pero hay más. Las «camarillas» en Naciones Unidas tienen un peso decisivo en el funcionamiento del organismo. Por ejemplo, en la sección presupuesto, qué es manejada por siete jerarcas hindúes, las arbitrariedades son reiteradas. No existen normas para el relacionamiento con los funcionarios de carrera y ellos (los integrantes de la «camarilla») imponen sus normativas, escasas en basamentos legales, actuando con una arbitrariedad absoluta.
No reconocen, por ejemplo, las licencias por enfermedad. Y no lo hacen en base a alguna reglamentación, sino con criterios basados arbitrarios, parecidos algunos a la más escandalosa «explotación» que aplican en contra funcionarios que no les son adictos. La uruguaya Susana Bastarrica, funcionaria de carrera en el organismo, actualmente enferma de lupus, no puede lograr que se le forme una junta médica para avalar todas las opiniones de los más importantes científicos de la medicina que la han visto.
La «camarilla» de los hindúes resolvió no pagarle. Es bueno informar que la señora Bastarrica hace muchos años que trabaja en Naciones Unidas, por lo cual es funcionaria de carrera y no entra en el grupo de los «contratados», que si se enferman -por supuesto- van a la calle, si sus «padrinos» no son de importancia decisiva.
Nuestro gobierno se ha ocupado de este caso, instruyendo a nuestro embajador ante el organismo internacional para que haga las gestiones adecuadas para revertir esta clara injusticia. Sin embargo hasta el día de hoy la solución no ha prosperado, siendo cada vez más negativa la situación personal de nuestra compatriota, totalmente desamparada ante el peso arbitrario de una burocracia internacional. La camarilla de hindúes se niega a solicitar la junta médica y además rechaza, como inválidos, nos certificados médicos que lleva Bastarrica, tanto de prestigiosos médicos uruguayos como norteamericanos, para probar su grave enfermedad que, en la actual situación de stress que vive, se convierte en prácticamente terminal.
Parecería necesario que nuestra Cancillería adopte las medidas del caso para amparar a nuestra compatriota, tal como lo ordena el ordenamiento legal internacional que rige a las Naciones Unidas, poniendo en conocimiento de su secretario general, el señor Ban Ki-moon, de este caso que muestra una arbitrariedad más de las tantas que tienen lugar dentro del paradigmático edificio enclavado en Nueva York.
Edificio, por otra parte, desbordado por una masa de empleados que ha superado todas las previsiones. Además de trabajar hacinados en oficinas del propio edificio, en peores condiciones que en muchas oficinas públicas uruguayas, Naciones Unidas ha tenido que alquilar anexos en las inmediaciones, concretamente otros locales de diversa magnitud, lo que provoca una distorsión clara en la propia Nueva York, ya que la «seguridad» de Naciones Unidas se extiende a locales que además de albergar oficinas del organismo internacional, son las viviendas de ciudadanos de «la gran manzana», provocando inconvenientes en la vida cotidiana de los mismos.
Los tentáculos burocráticos de las Naciones Unidas siguen extendiéndose, porque el mecanismo para obtener votos de los países es negociarlos por cargos en un organismo que, como los impuestos en cada país, pagamos entre todos los ciudadanos del mundo.
Un verdadero escándalo que cuestiona el poco prestigio que le quedaba a las Naciones Unidas, el qué, obviamente, ha ido decayendo con el paso del tiempo. Cuando se toque fondo, veremos que hacen los engolados diplomáticos que por miles pululas en esa zona de Nueva York o en las filiales de Naciones Unidas diseminadas por todo el mundo como las enclavadas en Ginebra.
El gobierno uruguayo y el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, tienen la palabra.
Carlos Santiago. Periodista, asesor editorial de Bitácora.
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