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Cooperación Sur-Sur: ¿es posible? ¿cómo?

Fuentes: Rebelión

Nuestro norte es el Sur”.

Joaquín Torres García

No entiendo por qué nos matan a nosotros, destruyen nuestros bosques y sacan petróleo para alimentar carros y más carros en una ciudad ya atestada de carros como Nueva York”.

Dirigente indígena ecuatoriano.

África no es el patio trasero del mundo, no es un campo de batalla, no es un laboratorio de pruebas ni su depósito de materias primas. () África no se arrodillará”.

Ibrahim Traoré

Cooperación (¿capitalista o socialista?)

Partamos de una pregunta fundamental: ¿existe la cooperación desinteresada entre países? Radicalmente: no. Los Estados –que son siempre el mecanismo de dominación de una clase sobre otra– no tienen “amigos”; tienen intereses. Si se unen, lo hacen en función de desarrollar programas que los beneficien, y siempre ese beneficio –que será el de los capitales– se logrará a partir de la explotación/marginación/aplastamiento de las grandes mayorías. La Unión Europea, o la OTAN, por ejemplo, como muestra de esas uniones, dejan más que claro que benefician solo y exclusivamente a muy pequeñas élites poderosas. La población de a pie mira pasivamente sin ser invitada al festín.

Ampliando la pregunta: ¿puede haber cooperación desde el Norte próspero –Estados Unidos y Canadá, Europa Occidental, Japón– con los empobrecidos Estados del Sur? Absoluta y radicalmente: no. El vínculo allí establecido, aunque disfrazado de altruismo, es la más abyecta y repulsiva explotación, siempre a favor de esas pequeñas minorías detentadoras del poder (léase: megacapitales), todo lo cual no es sino otro mecanismo de control y dominación de una clase (cúpula económica global) sobre otra (la gran mayoría de la humanidad).

Por tanto, dentro del modelo capitalista, la cooperación genuina, solidaria y desinteresada, no es posible. Siempre hay agendas, muchas veces ocultas: el Plan Marshall de Estados Unidos del final de la Segunda Guerra Mundial no fue hecho por generosidad y filantropía, sino que consistió en un mecanismo para convertir a la devastada Europa en socia menor y rehén de los capitales estadounidenses, evitando así la expansión del comunismo soviético. La OTAN no defiende la “libertad” en el planeta, sino que es una instancia de fuerza militar de esos megacapitales para enfrentarse a la amenaza soviética en su momento, y ahora para poder intervenir en cualquier punto, incluso contrariando su mandato. La Unión Europea es el proyecto del Viejo Mundo para volver a ser potencia hegemónica, destronada por Washington de ese sitial, unión que –además de no estar sirviendo para ese fin– solo está favoreciendo a los capitales europeos en detrimento de su población.

En otros términos, en el marco del capitalismo está más que comprobado que no hay cooperación, colaboración, hermandad. Solo viles intereses (recuérdese aquello de “el capital no tiene patria”, ni valores, ni moral, ni humanidad). Con planteos socialistas –es lo que intentaremos mostrar con este opúsculo– sí puede haber cooperación solidaria, de igual a igual, respetuosa. En definitiva, eso busca el socialismo: la igualdad, la equidad.

El mundo que generó el desarrollo del sistema capitalista es francamente desastroso. Pese a las posibilidades reales que la revolución científico-técnica vigente ha abierto para terminar con problemas ancestrales de la humanidad (hambre, inseguridad, miedo, desamparo), las relaciones sociales vigentes hacen de la sociedad global un lugar monumentalmente injusto: mientras en algunos lugares se desperdicia comida (40% en Estados Unidos), en otros muere de hambre una persona cada 7 segundos. Mientras se habla de libertad y democracia, las potencias saquean sin descaro a muchas regiones del globo. Mientras se habla de paz, un Norte cada vez más agresivo e inhumano hace la guerra contra un Sur que comparativamente se empobrece día a día, enriqueciendo así a los fabricantes de armamentos, que se frotan las manos con cada nuevo conflicto bélico que se abre –muchas veces, fomentado por ellos mismos–. Pese a que nuestro grado actual de desarrollo permitiría otro mundo, alrededor del 40% de la población planetaria –según datos del Banco Mundial, para nada sospechoso de “comunista” –, es pobre y carece de los recursos mínimos para llevar una vida digna (faltan alimentos y se sobrevive con malnutrición o desnutrición crónica, carece de saneamiento básico, vive sin acceso a energía eléctrica, casi 15% de la humanidad es analfabeta –dos tercios de ese total son mujeres–, y pese a que el discurso dominante nos dice hasta el hartazgo que vivimos la era de la comunicación y la super informatización, 35% de la población mundial no tiene acceso a internet. La tecnología de punta nos lleva al espacio sideral, pero no puede terminar con la miseria, la desnutrición, los niños de la calle. “Las bombas podrán terminar con los hambrientos, con los enfermos y con los ignorantes, pero no con el hambre, con las enfermedades y con la ignorancia”, expresó acertadamente Fidel Castro. Sin la menor duda, este mundo no va bien para las grandes mayorías populares.

Mientras en algunos países se realiza agricultura de precisión con big data, asistencia de inteligencia artificial, robótica de última generación y apoyo satelital –para producir más comida de la necesaria, mucha de la cual se desperdicia–, en otros aún se utilizan arados de bueyes, o se cultiva a mano. Y mientras algunos están buscando agua en el planeta Marte, alrededor de 10.000 personas por día mueren en la Tierra por falta del vital líquido, niños menores fundamentalmente. Las religiones hablan de amor entre los seres humanos. ¿Se les podrá creer, o son parte también del discurso de dominación? “Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, había dicho Giordano Bruno –lo que le valió la hoguera–. Parece que no se equivocó.

Los ideales de igualdad social, de equidad y justicia que se divulgaron por todo el orbe décadas atrás –y con el que muchos pueblos comenzaran a construir sociedades distintas: el socialismo real– han sufrido un retroceso. Pero no están muertos. El socialismo como ideología sigue vigente, aunque golpeado y desacreditado por la cultura del capital. De todos modos, si bien el retroceso sufrido estas últimas cuatro décadas en la lucha por un mundo más equitativo fue grande, esa lucha no ha terminado. Por el contrario, hoy pareciera necesario su resurgimiento más que nunca, con nuevos bríos, ante esta avanzada fabulosa que están teniendo las propuestas de ultraderecha, que vienen ganando terreno en forma acelerada. El socialismo no está muerto, sino que ahora, más que nunca, debe oponérsele a este neofascismo que empieza a barrer la superficie del planeta, difundiendo un intolerable supremacismo peligrosísimo.

El Sur, tal como la experiencia lo ha demostrado por muy largos años, no puede esperar de ese Norte, de los poderes que comandan ese Norte –que dirigen, en definitiva, buena parte del curso del planeta en su conjunto– sino más de lo mismo. Desde que el mundo moderno, en los albores del capitalismo incipiente hace ya cinco siglos, globalizó la sociedad planetaria, desde el momento en que la industria naciente empezó a difundirse por todo el orbe, el Norte no ha traído sino desgracias para los pueblos de lo que imprecisamente se llamaba Tercer Mundo, ahora nombrado Sur global. El saqueo de América Latina, de África, de Asia, la consecuente pobreza y represión que eso significó, la dependencia –y por supuesto la humillación aparejada–, todo eso no ha terminado. Los invasores blancos, sus saqueos sangrientos con sus armas de fuego, sus barcos negreros y la imposición violenta del cristianismo como broche de oro de la dominación, no han terminado. Esa dominación hoy sigue presente con la figura de “inversiones extranjeras”, créditos de organismos financieros internacionales –en realidad, pesada e impagable carga para el Sur: cada niño que nace en Latinoamérica ya debe 2.500 dólares a esas instituciones– y la cultura que se impone desde la corporación mediática global, que domina nuestras vidas tanto como ayer las espadas y trabucos y luego los golpes militares pergeñados por las potencias imperiales, con militares torturadores preparados por esas potencias. En síntesis, la historia no ha cambiado gran cosa. Como siempre, si la situación se recalienta demasiado, ahí están las herramientas necesarias para poner en vereda a los “primitivos” descarriados. Ayer, militares golpistas formados en la represión interna y Doctrina de Seguridad Nacional; hoy: guerra jurídica y “revoluciones ciudadanas” disfrazadas de democráticas: las cosas cambian superficialmente, pero en esencia, siguen siendo lo mismo: el Norte sigue explotando al Sur sin la más mínima clemencia.

¿Es posible la integración?

En medio de ese panorama, va surgiendo una nueva idea: integración desde el Sur como alternativa, para oponerse a esa dominación avasalladora del Norte. Pero ¿qué integración? ¿De derecha o de izquierda? ¿De los capitales o de los pueblos oprimidos?

Proyectos de integración dentro de América Latina ha habido muchos, desde los primeros de los líderes independentistas a principios del siglo XIX (Bolívar, San Martín, Sucre, Morazán) hasta los más recientes del siglo XX y XXI: la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio –ALALC–, la Comunidad Andina de Naciones, el Mercado Común Centroamericano, la Comunidad del Caribe –CARICOM–. Recientemente, y como el proyecto quizá más ambicioso: el Mercado Común del Sur –MERCOSUR–, creado por Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Bolivia en 1996, al que se han unido posteriormente Chile, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela. Sin contar, obviamente, con el intento de recolonización del ALCA, que en realidad es más una sumatoria de países bajo la égida de Washington que una genuina integración. Dicho proyecto como tal no prosperó, por la reacción de los gobiernos progresistas de inicio del siglo en la región, lo que no impidió que el imperialismo norteamericano estableciera de inmediato tratados de “libre” comercio –que de libres no tienen absolutamente nada– entre la potencia y los empobrecidos países del Sur, poniendo Washington las condiciones, leoninas, por cierto. Por supuesto, ninguna de estas iniciativas es una integración que beneficie a las grandes mayorías. Los únicos beneficiados con estos proyectos son los capitales, nacionales o transnacionales, básicamente los de Estados Unidos. Allí, definitivamente, sería ridículo hablar de “cooperación”, aunque en algún pomposo documento oficial se utilice esa expresión. El papel aguanta todo, sin dudas.

El punto máximo en el planteo de integración de esas aristocracias es el actual proyecto de MERCOSUR. Hay que destacar que ese mecanismo se centra en la integración capitalista, siempre ajena a los intereses populares. Para los sectores explotados en verdad no hay diferencias sustanciales entre el MERCOSUR y el ALCA. Como correctamente analiza Claudio Katz: “Las clases dominantes de la región se asocian, pero al mismo tiempo rivalizan con el capital externo. Propician el MERCOSUR porque no se han disuelto en el proceso de transnacionalización. Estos sectores buscan adecuar el MERCOSUR a sus prioridades. Promueven un desarrollo hacia afuera que jerarquiza la especialización en materias primas e insumos industriales, porque pretenden compensar con exportaciones la contracción de los mercados internos. El problema de la deuda está omitido en la agenda del MERCOSUR. Los gobiernos no encaran conjuntamente el tema, ni discuten medidas colectivas para atenuar esta carga financiera. Han naturalizado el pasivo, como un dato de la realidad que cada país debe afrontar individualmente”. En otros términos: con estos modelos de integración por arriba para las mayorías populares no hay, también, sino más de lo mismo.

Por su lado, en África igualmente existen intentos integracionistas. Sucede, igual que en Latinoamérica, que esos procesos en general están realizados desde una óptica capitalista. Web Du Bois y George Padmore impulsaron originalmente las reivindicaciones de la población negra del continente, aunque con un contenido tibio, sin tocar las raíces económico-sociales de la situación de África; es decir: sin abordar el proceso en clave de explotación capitalista. Como se ha dicho en alguna oportunidad, representan la “cara amable” del panafricanismo. Estas propuestas denunciaron la dependencia colonial, pero una vez obtenidas las independencias formales en las décadas de los 50 y 60 del siglo XX, no tomaron una radical distancia de los ex invasores, sino que plantearon una suerte de acomodación neocolonial. Para ello estuvieron abiertos a las inversiones privadas de capitales multinacionales, fomentando el libre comercio en los marcos del capitalismo. En otros términos, reclaman una suerte de nuevo Plan Marshall para compensar los daños ocasionados por las metrópolis colonialistas, a cambio de no fomentar propuestas muy “osadas” que lleven hacia planteos socialistas. Igual que en Latinoamérica, esas iniciativas de integración son “más de lo mismo” para las paupérrimas mayorías populares.

En la actualidad existen diversos mecanismos de integración del continente, tales como la Unión Africana (UA), el Área de Libre Comercio Continental Africano (AfCFTA, por su sigla en inglés), las Comunidades Económicas Regionales (CER), que actúan como apoyo a la UA (CEDEAO –para el África Occidental–, SADC –para el África Austral–, COMESA –para África Oriental y Austral–, y otras). Todas ellas se mueven en la dimensión de la libre empresa, avalando la existencia de burguesías nacionales y el acomodo con los capitales transnacionales. Si bien representan intereses supuestamente propios, de países africanos formalmente libres, todas estas iniciativas guardan estrechos lazos con el capitalismo occidental, del que pueden terminar siendo, sabiéndolo o no, sus defensores.

Es preciso reconocer que en el anárquico desarrollo del capitalismo a nivel mundial, los países más desfavorecidos del Sur también han visto nacer en su propio seno sociedades capitalistas que no dejan de repetir las diferencias constatables a nivel internacional. Las formaciones económico-sociales precapitalistas de todas las sociedades del Sur no significan modelos de justicia; los regímenes monárquicos y las sociedades preindustriales previas a la llegada de los “hombres blancos” en cualquier parte del Sur no constituyen por fuerza situaciones de equidad. En África, por ejemplo, era una tradición el esclavismo, donde tribus de población negra esclavizaban, y en algunos casos vendían al “invasor blanco”, hermanos de color. El “buen salvaje” viviendo en un mundo paradisíaco no pasa de mito, de grotesco mito incluso, que encierra un profundo racismo. Sin dudas el capitalismo que irrumpió por todo el planeta no hizo sino perpetuar esas injusticias, cubriéndolas en muchos casos con un manto de falsa modernidad. De hecho hoy, pueblos originarios de los países del Sur, también han ido entrando de manera deformada/forzada en moldes capitalistas, y hay burguesías locales explotadoras tanto en el África subsahariana como en los pueblos americanos prehispánicos. Ello se articula con las burguesías de origen “blanco” que se impusieron en el Sur, más la expoliación imperialista de los grandes centros colonialistas: Estados Unidos y algunas potencias euro-occidentales, como Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Países Bajos.

Hoy, ya entrado el siglo XXI, es rigurosamente imprescindible plantearnos pasos superadores de esta situación. Es casi necesidad imperiosa para evitar el desastre de la especie como un todo, por el colapso medioambiental en que nos encontramos, por la posibilidad de la guerra que encuentra el sistema como válvula de escape, siempre a costa del pobrerío. El modelo consumista y guerrerista que el Norte ha impuesto no es sostenible, y el Sur debe encaminarse hacia nuevas alternativas. El socialismo –aunque hoy la ideología de derecha lo demonice– es la única alternativa realmente válida. Valen las palabras de Rosa Luxemburgo: “Socialismo o barbarie”. Del Norte no se puede esperar sino más de lo mismo: saqueo y dependencia, insoportable arrogancia y violencia. Va surgiendo así la idea de una integración novedosa del Sur con el Sur. Pero hay que ser muy cuidadosos en esto: ¿integración por arriba o por abajo? ¿Integración de las élites o de los pueblos siempre sufridos? ¿Qué hay con la cooperación internacional?

Hay cooperaciones y cooperaciones

La llamada “cooperación internacional” que desde hace ya largas décadas los países capitalistas más poderosos (Estados Unidos, Europa Occidental, Japón, Canadá) le otorgan al Sur global (Latinoamérica, África, regiones del Asia) no es precisamente solidaria. Es una “estrategia contrainsurgente no armada”, tal como la concibieron los ideólogos estadounidenses en su inicio, concepción que no ha cambiado en el transcurso del tiempo. La primera iniciativa de “cooperación” la realizó Estados Unidos: la Alianza para el Progreso, puesta en marcha en los 60 del siglo pasado, bajo la administración del presidente John Kennedy. Dicha estrategia surgió inmediatamente después de la Revolución Cubana de 1959, como un mecanismo de protección contra “recalentamientos sociales”. Es decir, un colchón para aminorar malestares en los países más empobrecidos, para intentar evitar ollas de presión que, como Cuba, en cualquier momento podrían salirse de la órbita capitalista pasándose al socialismo. En otros términos: una fabulosa arma de control social. No se trata, en absoluto, de una “devolución” al Sur global por un supuesto arrepentimiento moral, una forma de “lavar culpas”. Es, lisa y llanamente, otro mecanismo de sujeción más, tanto como los créditos del FMI y el Banco Mundial, o las tropas siempre listas para invadir.

Después de la potencia norteamericana otros países capitalistas se sumaron a ese tipo de acciones, eso de “brindar ayuda”; fue así que en 1971 las naciones más prósperas, las que están en condiciones de ofrecer cooperación con el Sur siempre explotado y empobrecido, fijaron, en el marco de las Naciones Unidas, el compromiso de contribuir anualmente con el 0.7% de su Producto Interno Bruto a la ayuda internacional al desarrollo. Hoy, más de 50 años después, son muy pocos los que cumplen esa meta. Por supuesto, ningún país del Sur global salió de su estado de exclusión y postración gracias a esas “ayudas”, ni podrá salir nunca, porque no se dan para eso, sino para terminar creando más dependencia. La USAID, la agencia de cooperación más grande del mundo, ahora temporalmente cerrada por el gobierno de Trump a partir de problemas internos en su administración –luchas entre demócratas y republicanos– es la cara amable de la CIA, el injerencismo que prepara las intervenciones de Washington en los territorios que tiene bajo su control. El Norte da migajas con una mano –la llamada “cooperación”, imponiendo las agendas a los países que la reciben– pero solo a título de paños de agua fría, mientras quita sin misericordia con la otra, robando, explotando, sacando lo mejor de los recursos, endeudando sin piedad a los países empobrecidos. No hay la más mínima cooperación real. Muy claramente lo expresó un funcionario italiano ligado a estos temas, Luciano Carrino: “La cooperación representa la voluntad de una parte de las poblaciones de los países ricos de luchar contra racismos, la pobreza, la injusticia social y mejorar la calidad de vida y las relaciones internacionales. Una voluntad que los grupos en el poder tratan de voltear en su provecho pues la cooperación para el desarrollo humano persigue objetivos oficialmente declarados, pero sistemáticamente traicionados (…) Los datos sobre el uso global de los financiamientos de la cooperación parecen demostrar que menos del 7% total de las sumas disponibles es orientado hacia la ayuda a dominios prioritarios del desarrollo humano. El resto sirve para objetivos comerciales y políticos que van en el sentido contrario.” Más claro, imposible.

Eduardo Galeano resumió genialmente los contrastes entre esa “ayuda” del Norte y una auténtica relación solidaria: “A diferencia de la solidaridad, que es horizontal y se ejerce de igual a igual, la caridad se practica de arriba-abajo, humilla a quien la recibe y jamás altera ni un poquito las relaciones de poder.

Por supuesto que existe otra forma de brindar cooperación distinta a esta suerte de limosna condicionada; por supuesto que se pueden y deben buscar reales mecanismos solidarios Sur-Sur; una cooperación auténtica, de hermanamiento, que busca la solidaridad, la horizontalidad. Todo ello recuerda lo sucedido en la histórica Conferencia de Bandung, Indonesia, en 1955, que propició la creación del Movimiento de Países No Alineados –NOAL–, que tendría un papel de suma importancia durante la Guerra Fría, sentando bases para una integración de los países que iban saliendo del colonialismo con un criterio más social, antiimperialista. Se buscaba allí propiciar mecanismos de igualdad, no que perpetúen las diferencias. Por lo pronto, aunque en la actualidad ya prácticamente no hay colonias mantenidas a punta de bayoneta, la dependencia de las que fueran colonias con respecto a las metrópolis sigue siendo enorme. Francia, por ejemplo, no podría mantener su estatus de potencia económica si no fuera por el robo descarado que continúa perpetrando en África. Hoy, tercera década del siglo XXI, el neocolonialismo no ha terminado. La Conferencia de Berlín de 1884/5 sigue vigente en su esencia, cuando unas pocas potencias capitalistas europeas se dividieron el continente africano sobre un mapa. Al igual que el pacto silencioso de esas mismas metrópolis imperialistas que pesó y sigue pesando sobre Haití, que tuvo la mortal osadía de proclamarse independiente en 1804, declaración llevada adelante por esclavos negros, lo que le valió la determinación imperial de nunca más permitirle levantar cabeza (hoy Haití está entre los países más pobres del planeta). El mundo sigue dividido entre “hombres blancos civilizados”, ¡y muy poderosos!, y “razas inferiores, salvajes”. ¿Hasta cuándo?

En estas últimas décadas han surgido nuevas opciones, intentos de unir el Sur, pero no sus clases dirigentes, sino a los países pobres, a los pueblos siempre oprimidos. Eso es algo aún en construcción, pero ya hay interesantes experiencias. Por ejemplo, el ALBA-TCP –Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos–, vigente en América Latina, o la Alianza de Estados del Sahel –Malí, Burkina Faso y Níger–, una unión panafricana de Estados que se considera el primer paso hacia una África unificada y antiimperialista, surgida a partir del movimiento militar acaecido en Burkina Faso en 2022 liderado por Ibrahim Traoré, retomando las banderas de las propuestas socialistas de Thomas Sankara, el histórico luchador burkinés, revolucionario marxista conocido como “el Che Guevara africano”, asesinado por el gobierno francés en una maniobra encubierta. O, como ejemplo que ennoblece, las brigadas cubanas (médicas, de alfabetización, deportivas) que brindan apoyo solidario en tantos países.

El ALBA, surgido a partir de la Revolución Bolivariana en Venezuela comandada por Hugo Chávez, se fundamenta en la creación de mecanismos para crear ventajas cooperativas entre las naciones, que permitan compensar las asimetrías existentes entre los países del hemisferio. Se basa en la creación de Fondos Compensatorios para corregir las disparidades que colocan en desventaja a las naciones débiles frente a las principales potencias; otorga prioridad a la integración latinoamericana y a la negociación en bloques subregionales, buscando identificar no solo espacios de interés comercial sino también fortalezas y debilidades para construir alianzas sociales y culturales. En palabras de Milos Alcalay, anterior representante de la República Bolivariana de Venezuela ante Naciones Unidas: “Cuando la cooperación Sur-Sur ha sido instrumentalizada de manera sistemática y continua, ha demostrado ser un mecanismo útil para enfrentar la realidad mundial y reducir la vulnerabilidad de nuestros países frente a los factores internacionales adversos. Ha logrado maximizar la complementariedad entre nuestros países. Sin embargo, y así debemos reconocerlo, sus potencialidades yacen allí, a la espera de su explotación y uso eficiente. Hasta ahora se ha subutilizado. Se ha desaprovechado como instrumento que ofrece oportunidades viables para procurar, individual y colectivamente, mayor crecimiento económico, desarrollo sostenible y para asegurarnos una participación más efectiva en el sistema económico mundial”. Estas iniciativas –por ejemplo, la petrolera Petrocaribe, o el canal televisivo Telesur–, con un talante social, buscando distanciarse de Washington, chocan con todo lo que implementa el imperialismo estadounidense, secundado por la Unión Europea muchas veces, para entorpecerlas y/o frenarlas.

Los movimientos panafricanistas que hoy se están dando en el Sahel africano, con un claro contenido antiimperialista y socialista, están ayudando a varios países de África occidental – que anteriormente eran colonias francesas– a comenzar la construcción de algo nuevo, un bloque que mira con buenos ojos a Rusia –heredera de la Unión Soviética, la que ayudó mucho al sufrido continente africano– y a China, hablando con un lenguaje marxista y anticolonialista. Producto de esas dinámicas Mali, Chad, Senegal, Níger y Costa de Marfil expulsaron de sus territorios a las tropas francesas que allí permanecían como fuerzas neocolonialistas, lo cual provocó la airada protesta del presidente Emmanuel Macron –hablando siempre desde su arrogancia imperial– acusando a Burkina Faso –e indirectamente a Traoré (¿ya estará sentenciado a muerte, tal como hicieron con Sankara?)– de “ingratitud”, pues esas naciones habrían “olvidado agradecerle” a Francia todo el esfuerzo por “civilizarlos”. Eso trae a colación la abominable expresión del ministro francés decimonónico Jules Ferry, quien sin la más mínima vergüenza pudo decir: “Las razas superiores tienen el derecho porque también tienen un deber: el de civilizar a las razas inferiores” (hiper mega sic). Esa ideología, totalmente repugnante, está vigente hoy, y un primermundista –como Macron– puede ejercerla sin preocuparse, normalizándola.

A esto es imprescindible oponer lo dicho por el referido Ibrahim Traoré, actualmente mandatario de Burkina Faso –uno de los países más empobrecido del mundo, pero muy rico en minas de oro (quinto productor en África), litio y uranio–, quien intenta inaugurar un nuevo tipo de integración regional, no con intereses capitalistas, sino desde el ideario socialista: “¿Por qué África, rica en recursos, sigue siendo la región más pobre del mundo? Los jefes de Estado africanos no deberían comportarse como marionetas en manos de los imperialistas”, afirmó Traoré.

En el orden de establecer una nueva modalidad de relación Sur-Sur, es imprescindible hablar de las ayudas que presta Cuba socialista a otros países, incluso habiéndosela ofrecido a Estados Unidos luego del huracán Katrina que golpeó inclemente en Nueva Orleans, no aceptada por el imperio. La revolución cubana no regala lo que le sobra, no hace caridad: comparte solidariamente con sus hermanos del continente y de otras latitudes. Pese al embargo criminal del que viene siendo objeto desde el momento de su nacimiento, su cooperación genuina con otros pueblos del Sur es un hecho paradigmático. En la actualidad cerca de 40.000 profesionales y técnicos cubanos prestan sus servicios en alrededor de 100 países. Además de brigadistas voluntarios que trabajan en cooperativas agrícolas y proyectos sociales en distintas partes del Sur global, la isla apoya solidariamente a más de 15 países a través del método de alfabetización “Yo sí puedo”, desarrollado en Cuba, el cual contribuyó a que casi dos millones de personas aprendieran a leer y escribir en varios pueblos latinoamericanos. Pero la ayuda más emblemática está dada por las brigadas médicas. Ellas están en la actualidad en 56 países con 24.000 personas trabajando (médicos, estomatólogos, enfermeros, técnicos sanitarios), dando consulta en las diferentes especialidades médicas (muchas veces en zonas inhóspitas, donde profesionales locales no van), atendiendo también en catástrofes naturales y crisis sanitarias –epidemias, por ejemplo–, a lo que hay que agregar 1) la Operación Milagro, destinada a la atención de patologías oculares, con 3 millones de personas atendidas, y 2) la Escuela Latinoamericana de Medicina de La Habana –-ELAM–, de amplio reconocimiento internacional, dedicada a la formación de personal de salud con un enfoque en solidaridad, atención primaria (preventiva) y servicio a comunidades vulnerables, que hoy forma, de manera totalmente gratuita, a jóvenes de 120 países. O igualmente el apoyo solidario que dio la isla a Angola en términos militares –377.000 soldados y 56.000 oficiales en rotaciones durante 16 años, con un pico de 50.000 efectivos en 1988– para lograr su independencia y su triunfo en la guerra civil apoyando las fuerzas de izquierda del Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA).

¿Es posible la cooperación Sur-Sur?

La construcción de espacios de cooperación Sur-Sur, articulados a partir de los problemas y las dificultades comunes, ofrece una perspectiva diferente en la que el elemento central no está dado por el afán de acumulación capitalista ni por las aspiraciones hegemónicas, sino que se manifiesta a lo largo de un eje más humano basado en otra ética, no solo la del individualismo feroz: buscar soluciones para los problemas de la pobreza y el hambre, diseñar nuevos caminos hacia el desarrollo, defender las autonomías nacionales y las potestades soberanas, alejándose así de la presión dominante de los países del Norte próspero, que lo único que buscan, más allá de retorcidos discursos altruistas que nadie puede creer, es continuar con el saqueo del Sur. El conjunto de problemas no resueltos por el capitalismo (hambre, atraso, inseguridad, enfermedad, analfabetismo, dependencia técnica, financiera y cultural) requiere de soluciones distintas y, sobre todo, reclama el valor de la solidaridad entre los pobres como factor común y compartido. Tal vez pueda ser éste un motor hasta ahora poco explorado, capaz de conducir a acuerdos de nuevo tipo, con otra inspiración y con otras finalidades.

Una nueva cooperación Sur-Sur debe ir más allá de un acuerdo económico ventajoso, el cual une por un tiempo, sólo mientras dura el interés concreto en juego, pero que no trasciende. Esta nueva cooperación debe servir para generar desarrollo social sostenible, para todas y todos por igual, sin condicionamientos. Si no, no es cooperación. Lo que queda claro, a partir de los ejemplos vistos más arriba, es que solo se puede lograr eso desde una ética socialista.

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