Las crisis de todo orden -y las de tipo políticas en particular- además de padecerse permiten, al menos potencialmente, extraer conclusiones y pergeñar estrategias de superación. La renuncia del vicepresidente uruguayo resulta un indubitable ejemplo de tal crisis política. Sin negar particularidades y responsabilidades puntuales que el Tribunal de Conducta Política (TCP) del Frente Amplio […]
Las crisis de todo orden -y las de tipo políticas en particular- además de padecerse permiten, al menos potencialmente, extraer conclusiones y pergeñar estrategias de superación. La renuncia del vicepresidente uruguayo resulta un indubitable ejemplo de tal crisis política. Sin negar particularidades y responsabilidades puntuales que el Tribunal de Conducta Política (TCP) del Frente Amplio (FA) señaló con particular detalle y contundencia, considero que se trata de una crisis heredada de lo que podríamos llamar la «vieja política». En los procesos de transición entre las experiencias de gobiernos conservadores y los progresistas, las herencias recibidas no son sólo económicas, sociales y culturales. Se recogen también estilos de dirección, ritos, franquicias varias, hábitos, opacidades, procedimientos burocráticos e inercias amparadas jurídica o simbólicamente, entre tantos núcleos duros anquilosados en los cimientos institucionales. En términos algo más abstractos, la transición es de gobierno, pero no de régimen, salvo que se revolucione significativamente este último.
Intentaré ceñirme aquí a la herencia de privilegios materiales y simbólicos que inevitablemente reciben los gobiernos progresistas en los tres poderes, con que genéricamente el régimen de los Estados-nación capitalistas premia y reconoce a los principales administradores de la reproducción -y consecuente perpetuación- del conjunto de las esferas de la vida social: los jerarcas. En muchos casos -particularmente en el vértice del poder ejecutivo o en el mundo diplomático- tales privilegios tienen reminiscencias hasta monárquicas, como habitar mansiones pobladas de servidumbre, contar con toda clase de cuidados y dispensas de sus gastos, además de los correspondientes honores y reverencias.
Sin duda estas prerrogativas coliden con los principios frenteamplistas de austeridad, pudor y servicio público en detrimento del usufructo privado. Pero además, si fueran asumidos y aprovechados por los representantes, ensancharán la brecha estructural entre la militancia frenteamplista de a pie -como se le suele llamar en Uruguay- y los dirigentes, desestimulando y desmoralizando a la primera. La militancia de base, lejos de percibir emolumentos los aporta, tanto como su tiempo adicionado a la jornada laboral y el trabajo personal para el colectivo, sin otra gratificación que la de contribuir a él. La declinación del caudal militante, la desmovilización o ausencia de participación, son síntomas inequívocos de crisis política en las izquierdas y progresismos. Y una de las posibles causas proviene del incremento de la distancia (real o percibida) entre dirigentes y dirigidos, particularmente cuando se accede al poder político. Problema inverso al que tienen las derechas, cuyos dirigentes carecen de escrúpulo alguno para recibir los provechos que el régimen les reserva, porque tanto ellos como buena parte de su electorado lo consideran justo y acorde a las tareas reproductoras que le encomiendan. Se autoperciben desarrollando una carrera «profesional» con exitosas retribuciones, aún sin corrupción mediante. Concepción que se sitúa en la huella de la antigua tradición liberal que asigna la actividad política con exclusividad a las elites, pues éstas presuntamente poseen la capacidad racional para juzgar el «interés general», virtud contrapuesta a la «pasión irracional» de las masas, aunque el desprecio por ellas y sus propios electores se disimule en parte con la seducción con que se corteja y atrae a sus votantes, para aprovecharse luego del poder conferido. No es que no exista militancia en las derechas, sino que las conciben ajena a la esfera de las decisiones, en una relación de subalternidad donde sólo se les permite refrendar a las oligarquías partidarias.
Por esta razón creo de importancia cardinal el reciente decreto 537 del Presidente Tabaré Vázquez en Consejo de Ministros (cuya intención había anunciado en conferencia de prensa el lunes posterior a la renuncia del Vicepresidente) en tanto da un primer paso para morigerar en parte alguno de los privilegios, aunque acotados a los viajes al exterior de jerarcas del poder ejecutivo. Sin embargo, aún conciso, exhorta a la vez a los Entes Autónomos, Servicios descentralizados y hasta a personas públicas no estatales a adoptar las mismas disposiciones. En sus vistos sostiene enfáticamente que no se encuentra regulada la rendición de cuentas de gastos del Estado en misiones oficiales, y establece la obligación de hacerlo y de devolver los viáticos sobrantes. El poder legislativo no debería ser indiferente a esta exhortación, ya que las excusiones al exterior son profusas, y la apropiación de excedentes, la norma. Si los viajes al exterior ya resultan una prebenda a la que no accede ni la mayoría de la ciudadanía ni la de la masa militante (menos aún con los gastos pagos) es evidente la necesidad de regularla y acotarla evitando la apropiación privada, si no se quiere socavar aún más las mediaciones entre representantes y representados, cosa que para el FA es decisiva y hasta aquí parecieran libradas a una suerte de autorregulación mediada por el compromiso, sin superar sustantivamente la concepción weberiana del político tradicional.
En la militancia frentista, es particularmente conocida la experiencia del ex ministro de Agricultura y ex senador Ernesto Agazzi, cuando quiso devolver el sobrante en un viaje, recibiendo por respuesta de los funcionarios administrativos que no existía mecanismo formal para aceptar la devolución, ya que no estaba previsto el ingreso de fondos de «particulares». He intercambiado mails personales con él, que no sólo revelan este ya difundido absurdo, sino infinidad de detalles de la desigual percepción de la ética en diferentes niveles del Estado y de las normativas para su control. Por ejemplo, en su propio ministerio, su antecesor (no casualmente el ex presidente Pepe Mujica), dictó una resolución (que Agazzi continuó al sucederlo) impulsando la austeridad y exigiendo la rendición de cuentas de lo gastado y la devolución de excedentes, lo que generó malestar entre el personal del ministerio, y una primera resistencia de la asesoría jurídica argumentando que decretos anteriores lo impedían, aunque finalmente se impusiera la resolución última del jerarca. Pero a la vez, por tratarse de un ministerio que debe enviar personal técnico a territorios rurales con economías muy informales, encontraron dificultades para poder corroborar con boletas las rendiciones que, no obstante, se mantuvieron. Para ponerlo en sus propios términos -ya que estoy autorizado a difundirlo- se transformó el «concepto de viático» en «partida a rendir», porque jurídicamente un viático se presenta como asignación previa tomando alguna referencia (como las tablas de la ONU para el exterior) sin control alguno quedando en la práctica cualquier excedente en el bolsillo del asignado, incluso bajo el argumento de simplificarle la tarea de reunir comprobantes. Es sin duda un antecedente del decreto que ahora se generaliza a todo el poder ejecutivo y se estimula extender.
Un ejemplo más de los muchos que pueden encontrarse, en ocasiones institucionalizadas y en otras más personales, de la participación y la ética de los dirigentes frenteamplistas en el Estado, aunque con desigualdades en cada segmento institucional. También una prueba de la hipocresía de los partidos tradicionales que pontifican la reducción de los gastos estatales, cuando en sus gestiones no han hecho más que despilfarrarlos en su propio provecho y los de su entorno. La gestión del FA no impuso el uso de tarjetas corporativas ni abolió reglamentaciones sobre su uso. Contrariamente las creó. Tampoco creó el concepto jurídico de viáticos sino que viene intentando sustituirlo por el de partida, a fin de someterlo a rendición de cuenta, como lo hace el decreto aludido. Por eso enfatizo que la crisis política que disparó la renuncia vicepresidencial, resulta heredada. En todo caso, podrá sostenerse que no fue suficientemente prevista y que una fuerza política puede explicitar normas de conducta y valores, ejercer controles y auscultar información sobre las gestiones de sus representantes en el Estado con mucha más libertad y pragmatismo que la pesada maquinaria estatal.
En cualquier caso, la magnitud de los montos potencialmente apropiables es irrisoria respecto al descontrol y la corrupción reinante en buena parte de los países latinoamericanos, incluyendo varios del giro progresista. Pero no puede soslayarse que las derechas intentarán escandalizar con cualquier desprolijidad, que lejos de escandalizarlos en el pasado, alentaron. Tampoco que lograron cierto éxito restaurador con ello. La honestidad e inclusive la austeridad, constituyen no valores apreciables exclusivamente para las izquierdas, sino también para una amplia mayoría ciudadana que a su vez la practica. No sólo debe cultivarse e instucionalizarse por principios. También por razones tácticas. No encuentro contradicción entre ética y eficacia política.
Contrariamente, las concibo hermanadas.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires.
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