Históricamente, Paraguay ha sido un país olvidado e ignorado por el mundo. Nuestra mediterraneidad nos ha condenado, siempre, a una suerte de inexistencia virtual, para la geografía y la política internacionales. Apenas somos un «lugar de tránsito» para las líneas aéreas, los barcos, autobuses u otro medio de transporte. En los estrados políticos mundiales, éramos, […]
Históricamente, Paraguay ha sido un país olvidado e ignorado por el mundo. Nuestra mediterraneidad nos ha condenado, siempre, a una suerte de inexistencia virtual, para la geografía y la política internacionales. Apenas somos un «lugar de tránsito» para las líneas aéreas, los barcos, autobuses u otro medio de transporte. En los estrados políticos mundiales, éramos, seguro, un simple voto para designios ajenos. Y para la prensa internacional, éramos noticia sólo cuando algún tumulto raro sacudía la vida del país. En suma: nos habituamos a vivir encerrados dentro de nuestras fronteras, cargando solos con nuestros avatares.
Llevábamos casi dos siglos de aislacionismo y silencio. Sí, tenemos la felicidad de que tampoco nos han afectado grandes desastres naturales como para concitar la atención foránea. Y, ojalá, esta dicha nunca nos abandone. Nos miren o no, hablen o no de nosotros en el mundo exterior. Sin embargo, grandes y graves hechos quebrantaron la vida paraguaya en todo este largo tiempo.
Al inicio de nuestra vida independiente, el 15 de mayo de 1811, sufrimos el hostigamiento externo. Nadie, en el continente dominado por intereses colonialistas de ultramar, toleraba la osadía de un desarrollo independiente y soberano en un pequeño país sin costa marítima, en el corazón de Sudamérica. Durante medio siglo, pocas voces se hicieron sentir en el mundo para apoyar y solidarizar con esta temeridad. Sesenta años después de iniciado el proceso de formación de nuestra nacionalidad, y de construcción de la patria paraguaya, durante cinco años debimos pasar de la prosperidad al martirio, del desarrollo al exterminio. En marzo de 1870, con el asesinato del mariscal Francisco Solano López en Cerro Corá (en el norte de la región oriental del país), el poder popular creado en 1811 fue desplazado por el de una oligarquía criolla, instalada en el gobierno por sus similares de la región y apoyada por intereses europeos.
Y hoy, a tantos años de distancia, cabe preguntarse: ¿Quién ha hablado de esto en todos estos años? ¿Saben nuestros hermanos de la región y del continente que aquí, hasta los niños y las mujeres salieron a combatir a una Triple Alianza (formada por Brasil, Argentina y Uruguay), cuando ya prácticamente la población masculina había desaparecido? ¿Cuánto espacio han dedicado a esta historia los medios informativos del mundo? ¿Cuánto se ha escrito, hablado o visto sobre los horrores sufridos por el pueblo paraguayo durante los 35 años de la dictadura militar de Stroessner? ¿Cuánto se sabe de los dolores y penurias causados por la tristemente célebre Operación Cóndor, pergeñada en los 70 por las dictaduras argentina, chilena, brasileña, uruguaya y paraguaya? ¿No se asemeja demasiado esto a un silencio cómplice de los grandes medios de comunicación nacionales e internacionales?
Tiempos de cambio
Pero en la historia política como en la vida misma, todo tiene su límite. Nada es eterno. De una forma u otra, los países latinoamericanos pasaron por la misma experiencia. Tal vez no con el dramatismo de la tragedia paraguaya en todos los países del continente se trocó la corona colonial por el dominio imperialista y oligárquico. En el campo internacional cambiamos de imperio dominante. En lo doméstico, los poderes hegemónicos siguieron siendo los mismos (y, en algunos casos, lo siguen siendo).
Hoy, dentro de una diversidad manifiesta, la mayoría de nuestros países parecen haber iniciado el ansiado ciclo de la segunda, verdadera y definitiva independencia. Hemos, por fin, adquirido mayor grado de autodeterminación y voz en los foros mundiales. Ya no somos el sumiso patio trasero del imperialismo del norte y, cada cual, a su manera y ritmo, va trazando el rumbo de su propio destino.
No todo se desarrolla con la dinámica que uno quisiera. La herencia recibida, de dominación económica y cultural, es muy pesada y cuesta superarla. La construcción de un mejor mundo posible cuesta y lleva su tiempo. Aunque parezca un absurdo, a la lucha contra los poderes fácticos, aún activos, se suma la que hay que librar contra lo que un gran pensador revolucionario llamó «la fuerza de las costumbres».
El denominador común del desafío latinoamericano actual es la corrupción. Esta ha logrado socavar las células más profundas del tejido social de nuestras naciones. Ningún programa de desarrollo podrá prosperar sin una decidida acción contra las mafias operantes y una concomitante y radical revolución educativa, llamada a extirpar de raíz los enclaves más hondos de este flagelo. Aquí, en Paraguay, estas guerras son prioritarias. Sólo ganándolas lograremos culminar exitosamente el proceso iniciado el 15 de agosto último, con la asunción al gobierno de Fernando Lugo y la Alianza Patriótica para el Cambio. Queremos pensar que el mismo reto enfrentan los hermanos pueblos del continente.
No obstante, estamos convencidos de que vivimos tiempos de cambios irreversibles. Corremos riesgo de fracasos, es cierto, pero éstos serán circunstanciales y podrán ser superados. Pese a la contaminación generada por los vicios del viejo sistema, hay en nuestros pueblos suficiente reserva moral para corregir errores y vencer dificultades. El salto cualitativo dado en el continente no tiene retorno, y el proceso coincide con un debilitamiento de los poderes centrales, envueltos en una crisis surgida de sus propias entrañas.
El «caso paraguayo»
El aleccionador hecho de habernos sumado a este proceso común de cambio nos ha incorporado, sin duda, a la historia del continente y del mundo. Empero, no ha sido una simple suma aritmética. Al esfuerzo y empeño comunes, Paraguay aporta características muy particulares. Incluso se habla, a veces, del «caso paraguayo». No podía ser de otra forma: un caso atípico por el silencio sufrido durante décadas, sólo podía engendrar un proceso también atípico.
Llevábamos veinte años de transición democrática, tras sesenta años de regímenes autoritarios y dictatoriales. La dictadura militar de Alfredo Stroessner había sido precedida por gobiernos civiles de facto del mismo signo partidario, es decir, del Partido Colorado. Puede haber alguna similitud con la dictadura de Somoza, en Nicaragua, pero sólo alguna. Esta fue derrocada por una insurrección popular armada, mientras que la de Stroessner lo fue por una asonada militar encabezada por el «hombre fuerte» de su propio ejército, su propio consuegro, el general Andrés Rodríguez. Obviamente, esto significó una expresión muy clara de gatopardismo político. Cambió algo, para que todo siguiera igual. El general Rodríguez gobernó montado sobre el mismo potro colorado, el partido que llevó al poder y sostuvo la dictadura stroessnista. Los cuatro gobiernos que le sucedieron han sido también expresiones de la misma familia política. Ningún cambio era posible… ni esperable.
Lo esperable real, se hizo esperar. Las fuerzas opositoras no lograban aglutinarse en un frente común para contrarrestar la maquinaria oficialista, ni disponían de los recursos materiales para hacerlo. Imperaba en ellas la ambición de erigir a sus respectivos líderes en la figura central de la eventual fuerza unificada, y ninguna cedía en sus pretensiones. Mientras, el Partido Colorado ampliaba su estructura organizativa, con sentido casi eclesial. En cada barrio, en cada localidad, por lejana que fuera, junto a la parroquia había (hay) una «seccional colorada», antes mantenida con recursos estatales y ahora con dinero malhabido. No había esfuerzo aislado que pudiera hacer frente a semejante aparato. Afortunadamente, ambas fuentes de financiamiento se van agotando.
El «fenómeno Lugo»
No hay otra forma de calificar la irrupción en el escenario político nacional del ex obispo, hoy presidente de la República de Paraguay. Como religioso, trabajó durante años inspirado en la doctrina social de la Iglesia y en la teología de la liberación en defensa de los sectores más desposeídos del país. Su nombre y su accionar se habían instalado decisivamente en la conciencia popular. Un año y medio antes de las elecciones de abril del año pasado, y ante el pedido expreso de más de cien mil firmas ciudadanas, renunció a su condición de obispo y se volcó de lleno a la actividad política. Después de lógicos y complejos esfuerzos, logró aglutinar en torno de su figura a organizaciones políticas y sociales de diversas tendencias. «La diversidad es nuestra fuerza mayor», afirma ante las preguntas formuladas por la prensa local y extranjera. Lo que para muchos es un signo de fragilidad, para él es una virtud, una riqueza.
Cualquiera podía (y puede) imaginar que los poderes políticos y fácticos que subsisten del antiguo sistema no se resignarían a la pérdida gradual de sus viejos privilegios. Las tuercas del cambio se van ciñendo cada vez más sobre sus mezquinos intereses, en beneficio de los olvidados de siempre. Y como era de esperar, han puesto en acción todas las armas a su alcance para frenar el «ajuste de tuercas» y, de ser posible, terminar lisa y llanamente con el proceso encabezado por el «fenómeno Lugo».
Se han denunciado reuniones conspirativas con intenciones golpistas; las trabas legislativas a los proyectos presentados por el Ejecutivo son constantes; la vieja burocracia administrativa, todavía intacta, «traspapela» trámites sobre planes de desarrollo económico; por si fuera poco, persisten las dificultades en la coordinación de funciones entre el presidente y su vicepresidente, Federico Franco, quien no oculta sus ambiciones de mayor protagonismo en las decisiones gubernamentales. Estas son apenas algunas de las armas de bajo calibre utilizadas en el afán obstaculizador de los opositores al gobierno de Fernando Lugo y su programa de transformaciones.
Los planes de desestabilización
Se podría decir que lo mencionado es casi un elemento menor en los planes anti-cambio. Recientemente, empezaron a manifestarse otras formas más pesadas destinadas al mismo objetivo desestabilizador. El mundo se escandalizó ante las denuncias de paternidad presentadas contra el jefe de Estado, desde sus tiempos de clérigo y después. Públicamente, y sin ningún rubor, Fernando Lugo reconoció la verosimilitud de una de las denuncias, y aceptó todas las responsabilidades emanadas del hecho. Tampoco tuvo reparos en pedir perdón a su pueblo y en reconocer sus debilidades y las posibilidades de cometer errores y deslices, como cualquier ser humano.
Obviamente, como es habitual, cierta prensa local -y alguna internacional- se em-peñó en teñir de amarillo todo este tema, sin el menor respeto a la intimidad de las personas involucradas… inclusive la del niño. Con memoria malintencionadamente frágil, nunca mencionaron declaraciones hechas, hace tiempo, por Fernando Lugo a una conocida periodista local quien, porfiadamente, insistía en arrancarle su verdad sobre el cumplimiento del celibato durante su vida religiosa, a lo que el ex obispo respondió: «No existe el celibato perfecto». ¿Puede alguien que leyó esta afirmación, honestamente asombrarse con la «noticia» divulgada ahora?
Pero, este tema no surtió el efecto deseado por los detractores del proceso paraguayo actual. Ahora, apareció un testigo, que había acusado a Lugo de participar del secuestro y posterior muerte de Cecilia Cubas, hija de un ex presidente de la República. Pero, el testigo se volvió contra sus propios instigadores, y denunció haber recibido del ex presidente Duarte Frutos cierta suma de dinero para reformular una vieja denuncia de la que ya, en su momento, se había retractado. También aquí falló el plan. ¿Qué nos queda esperar ahora? Nadie lo sabe. Sin embargo, tanto el presidente de la República como sus colaboradores más cercanos saben cómo enfrentar la eventual continuación de esta campaña.
Lo aleccionador es observar que, en medio de los disgustos y trastornos lógicos de esta ruin campaña, el pueblo, mayoritariamente, sigue respaldando la gestión del líder de la unidad y del cambio. De acuerdo a los resultados de un reciente sondeo de opinión, el 53 por ciento de la población paraguaya sigue confiando en Fernando Lugo. Hay, es cierto, una baja en la popularidad arrojada por estudios anteriores. Esto era previsible: hay un desgaste generado por dicha campaña, como también por algunos desaciertos en la acción gubernamental. Y, sobre todo, ésta sufre las consecuencias de la impaciencia popular. Muchas de las promesas electorales se hacen esperar, y causan desazón en los sectores sociales más postergados.
La realización de una reforma agraria integral resulta ser más compleja que lo esperado. Y sin ella, ninguna medida correctiva de la situación heredada satisface. El reciente recambio parcial ministerial apunta a agilizar las acciones necesarias en este sentido, y el presidente ha fijado plazos perentorios a sus ministros. Se espera ver pronto la puesta en marcha de la reforma agraria integral y de otros planes sociales de primer orden.
Lo cierto es que de esto nadie habla. Y esperamos, también, que Paraguay pase del «ostracismo a la celebridad», por la particularidad de su proceso y sus aciertos y falencias, y no precisamente por aspectos relacionados con la vida privada e íntima de su presidente
AUSBERTO RODRÍGUEZ JARA es periodista, escritor y asesor presidencial paraguayo.