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¿División de poderes, o poder dual en México?

Fuentes: La Jornada

El orden político está en crisis. La pérdida de legitimidad de las instituciones genera un proceso en el cual el pacto social y el consenso se disuelven abriéndose hacia una dimensión que trasciende la unidad del Estado: el poder dual. Los restos de una revolución institucionalizada y nacionalista mutan en un neoliberalismo trasnacional por los […]

El orden político está en crisis. La pérdida de legitimidad de las instituciones genera un proceso en el cual el pacto social y el consenso se disuelven abriéndose hacia una dimensión que trasciende la unidad del Estado: el poder dual. Los restos de una revolución institucionalizada y nacionalista mutan en un neoliberalismo trasnacional por los años 80 del siglo XX y dejan sin agarraderas a quienes se suman a su carro bajo el mando de una nueva plutocracia oligárquica.

El cisma en el siglo XXI adquiere características estructurales. Seis años de gobierno blanquiazul ahondan la brecha entre ricos y pobres y sentencian a México a ser un país subordinado al unilateralismo practicado por Estados Unidos. La pérdida de soberanía y de independencia política se consolida en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y las políticas migratorias. Así, lo que se cuestiona, tras el fraude electoral del 2 de julio de 2006, no es el presidencialismo o un régimen político, es la inexistencia de democracia, más allá de un control sobre la arbitrariedad.

Al descubrirlo, se evidencia una contradicción: capitalismo y democracia no son fórmulas inclusivas. La división de poderes, postulado básico del liberalismo político, es una quimera. Su práctica responde a una lógica técnica-administrativa. Las decisiones no pueden comprometer la esencia del sistema. Cuando está en peligro el proceso de acumulación, explotación y dominio se pone en marcha el aparato necesario para evitar cualquier alteración en su engranaje. En dichas circunstancias se evidencia el carácter de clase de las instituciones y, lo que es menos evidente, se pueden radicalizar las posturas ideológico-políticas inicialmente sin objetivos de transformación social. Lo que se inicia como una lucha contra el fraude puede acabar siendo un actor capaz de producir un efecto transformador en la conciencia política y social de la ciudadanía. El desborde popular. Un llamado a cambiar las instituciones. Desconocer el poder arbitrario. Configurar otro poder. Una reforma constituyente. Una alternativa frente al despotismo y la crisis de legitimidad. Una propuesta revolucionaria, si por revolución entendemos un cambio de ciclo. Un comienzo. Pero dentro de un orden que se precipita, incapaz de aceptar su derrota.

Así, surgen dos poderes, dos fuerzas contrapuestas, cuya lógica consiste en demostrar su capacidad de ejercicio y control del gobierno. Dos poderes en un mismo Estado. ¿No es lo que en su día formulara Trotsky como parte del poder dual? Sin embargo, la pregunta es la siguiente: ¿cómo se llega a semejante dilema, si en México la gobernabilidad y la alternancia se administraban vía consenso y reforma del Estado, aceptada por todos los partidos políticos? ¿Cómo y por quién se rompió el pacto?

La respuesta tiene una primera parte. Primero, la manipulación del proceso electoral para impedir el triunfo del candidato de la coalición Por el Bien de Todos, Andrés Manuel López Obrador; y segundo, en los mecanismos de presión y control que imposibilitaran la nulidad de las elecciones en caso de corroborar el fraude y corrupción del proceso en cuestión. De esta guisa, al declarar el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación como presidente electo a Felipe Calderón se completa la ruptura del orden constitucional vigente, y con ello se deja sin efecto el pacto social, incluso el proyecto de dominación neoliberal de una izquierda articulada al orden vigente. Ello es así puesto que su fallo incorpora afirmaciones que deberían llevar a los magistrados a una nulidad del proceso o a la necesidad del conteo voto a voto. Sobre todo cuando el proceso, según sus señorías, fue alterado por las siguientes causas: 1) la injerencia del presidente Vicente Fox en beneficio del candidato del PAN; 2) la violación del Consejo Coordinador Empresarial por medio de mensajes ilegales cuyo impacto afectó de manera negativa la campaña de Andrés Manuel López Obrador; 3) el carácter negativo e injurioso del PAN en su campaña, y 4) el conjunto de anomalías generalizadas que atestiguan la falta de limpieza de las elecciones.

Sin embargo, constatando dichas irregularidades, los jueces legitiman el fraude, fallando contra el sentido común y las razones de la democracia representativa. Los magistrados adoptan una solución que rompe definitivamente el pacto social y acuden en favor del PAN; una decisión espuria. Como señaló John Akerman a La Jornada: «No dijeron que las elecciones fueron limpias ni necesariamente legales o que prevaleció la equidad. Al contrario, que hubo vastas irregularidades, pero ellos, como magistrados, no tuvieron suficiente información para juzgar su determinancia en el resultado… Lo cierto es que no se allegaron información. Subrayo que en esta etapa de calificación de los comicios el TEPJF actúa de oficio, entonces ya no vale el pretexto de que las partes no presentaron pruebas… El tribunal no es una fiscalía, pero en casos especiales puede ordenar el perfeccionamiento de las pruebas necesarias para allegarse la información… y no lo hicieron. No pudieron anular la elección porque no tuvieron suficiente información y, a su vez, no la tuvieron porque no se la allegaron».

Una paradoja política. Y para evitar entuertos es mejor no alterar el rumbo del sistema. No poner en riesgo el proyecto neoliberal, aunque sólo sea a título discursivo. En este caso, fue suficiente la presencia de un candidato con hechuras populares para encender todas las alarmas. Era preferible romper la baraja. Su triunfo suponía destejer la trama urdida por las nuevas mafias y elites en el poder, un traspiés. Percibido como enemigo del sistema, a pesar suyo, los poderes fácticos se apoderan del orden político, religioso, económico, familiar y el militar para imponer su dinámica de golpe de Estado, estrategia recuperada del miedo ante la insubordinación civil. Sindicatos, partidos, iglesias, medios de comunicación, familia entran en escena para llamar a las fuerzas armadas a una actuación patriótica y restaurar el orden perdido. La resistencia civil y la lucha por la democracia entran en el campo del contrapoder, de lo ilegítimo, y por ello pueden ser reprimidas en nombre del Estado y de su razón. La convención nacional democrática convocada para el 16 de septiembre puede ser víctima de este argumento. Esperemos que la sensatez impere. Pero el nuevo gobierno de Felipe Calderón es ilegítimo por todos los costados. Un poder dual emerge en un México insurgente.