El movimiento ecologista nació en un momento de retroceso del movimiento obrero, y cuando ya era evidente que los modelos de “socialismo real” (devenidos tras la contrarrevolución estalinista en dictaduras burocráticas sobre un proletariado carente de derechos políticos) eran un callejón sin salida. El ecologismo se desarrolló en medio del auge neoliberal, y ello lo condicionó. No debe extrañar que oscilara entre demandas muy modestas de políticas ambientales ante unos poderes nunca abiertamente desafiados en los marcos de un sistema capitalista incuestionado, y objetivos maximalistas alejados de la política de masas, con connotaciones libertarias, pero reducidos a acciones locales de resistencia a pequeña escala. Las corrientes ecosocialistas que mantuvieron la crítica implacable al orden del capital pero no querían renunciar a la acción política dentro y contra el Estado fueron minorías dentro de una minoría. Michael Löwy, Daniel Tanuro, James O’Connor, Joel Kovel y, más recientemente, John Bellami Foster y Kohei Saito, son algunos de los exponentes más destacados de lo que podemos llamar socialismo ecologista. Pero el adverso contexto en el que la teoría y la práctica ecosocialistas se desarrollaron se cobró su precio. El componente socialista del “ecosocialismo” quedó reducido a una suerte de telón de fondo. El peso se colocó en la crítica al capitalismo por su producción de desastres ambientales. Pero la elaboración más o menos detallada de la fisonomía de una sociedad alternativa ha estado mayormente ausente. Las obras principales del ecosocialismo han estado, además, regularmente muy alejadas de toda perspectiva estratégica de derrocamiento de los Estados capitalistas y de transformación revolucionaria de las relaciones de producción. La discusión en torno a modelos de socialismo alternativos al imperante en la URSS casi desapareció luego de la segunda mitad de los años noventa. Es cierto que en las circunstancias de las últimas décadas (hegemonía capitalista, retroceso organizativo de las clases populares, absoluta marginalidad de las fuerzas revolucionarias), cualquier estrategia resultaba inaplicable. Pero la inviabilidad práctica no impide la previsión teórica. Pese a lo cual, la misma casi no tuvo lugar.
Las corrientes más conscientemente ecosocialistas se vieron acosadas por los riesgos de la dilución en una red de movimientos sociales y ecológicos que, cuando buscaban la acción política estatal, tendían a hacerlo bajo formas puramente legales y aguadamente reformistas; y cuando se aferraban a la radicalidad, lo hacían sin ningún horizonte político estatal. Y agreguemos las escasas preocupaciones ecológicas de muchas corrientes revolucionarias hasta hace poco tiempo atrás. En este escenario, el ecosocialismo tuvo una existencia más teórica que práctica, con poca capacidad para volver profundamente ecológicas a las organizaciones socialistas militantes o para dotar de un claro perfil socialista a los movimientos ecologistas. Como sea, la situación actual hace indispensable un gran radicalismo. Hay tres características destacadas de la situación presente que han sido excelentemente expuestas por Jorge Riechmann en su reciente Ecologismo: pasado y presente (con un par de ideas sobre el futuro). Ellas son el punto de partida de un proyecto ecomunista hoy:
1) el capitalismo ha entrado en una fase donde está destruyendo a la humanidad [no sólo bajo su forma salarial, sino también por sus efectos ecológicos y climáticos] y, por lo tanto, la humanidad va a tener que elegir entre perseverar a secas o perseverar dentro del capitalismo (para extinguirse en él); 2) los capitalistas jamás admitirán su responsabilidad homicida ni (por lo tanto) renunciarán a la continuación del (de su) juego, y se valdrán de los giros argumentativos más retorcidos para convencer de la posibilidad, de la necesidad incluso, de continuar, y también de las peores violencias si es necesario (y cada vez lo será más); 3) no hay ninguna fórmula de derrocamiento, ni siquiera de simple moderación, del capitalismo en el marco de las instituciones políticas de la “democracia” o, mejor dicho, de lo que se hace llamar así; sólo un increíble despliegue de energía política logrará evitar que el capitalismo lleve a la humanidad al límite del límite, un despliegue que suele llevar el nombre de “revolución”.
Una revolución supone un despliegue enorme de energía, capacidad de organización y autonomía de la clase trabajadora. Hoy tenemos poco de todo eso. Pero podemos trabajar en el sentido correcto. A condición de romper algunas trabas. El popular film No mires arriba trasluce una contradicción performativa muy habitual en nuestro tiempo, y de la que no escapa buena parte del ecologismo e incluso del anticapitalismo. Menos en el título, lo que hace es mirar hacia arriba: busca una solución en las élites, les implora que hagan algo. Pero la crisis climática no es producto de una fuerza exógena (como un meteorito), y esas élites a las que se reclama soluciones son las principales culpables del problema. Es dudoso, además, que tengan intenciones serias de resolverlo. Y cada vez son más evidentes los límites de la política del “mal menor”, que ha dado lugar en casi todos lados a males mayores. Pero, aunque las élites tuvieran reales intenciones de resolver la crisis climática, el punto es que son socialmente incapaces de afrontarla realmente. Lo que pueden hacer sin suicidarse es a la vez ecológicamente insuficiente y socialmente perjudicial para las mayorías. ¿Está todo perdido, entonces?
De ninguna manera. No hay soluciones fáciles, ni rápidas, ni mágicas. Pero si no queremos vivir en un mundo devastado, aún más alienante, desigual y violento, lo mejor es dejar de mirar hacia arriba y abandonar ensueños tecnológicos que rápidamente se convierten en tecnopesadillas. Vale más regresar a ciertas ideas clásicas: no esperar nada bueno de la clase capitalista, a cuyos miembros los movimientos obrero y socialista consideraban con todo rigor criminales y bandoleros; considerar ingenua o equivocada –incluso despreciable– a cualquier fuerza política que se proponga gestionar, sin revolucionar, el sistema social; volver a plantar las banderas de la socialización de los medios de producción, e incluso la abolición del derecho de herencia; reconocer que con mucha menos energía y con mucho menos bienes –pero todo mejor repartido– la gente podría vivir vidas plenas y dignas; favorecer la producción local, los bienes duraderos, el consumo de productos «sueltos», las actividades de bajo impacto ecológico (como leer o pintar); valorar y robustecer las comunidades reales (abandonando lo más posible las redes sociales virtuales); construir organizaciones como “las de antes”: partidos políticos (en lo posible revolucionarios), sindicatos (en lo posible democráticos), clubes sociales, cooperativas, grupos de afinidad, etc. También conviene tener apertura ante nuevos fenómenos, explorando sus potencialidades sin perder espíritu crítico: organizaciones en red, luchas sociales o sindicales por fuera de las instituciones habituales, las mil y una posibilidades y los mil y un riesgos de las plataformas virtuales, etc. Y habrá que tener mucha cautela ante perspectivas, discursos y pronósticos catastrofistas: aunque el horno no está para bollos, la tentación de actuar precipitadamente, a tontas y a locas, favorece las manipulaciones de quienes mandan, que querrán «vendernos» sus supuestas soluciones (que podemos prever que no serán tales). En medio de mucha incertidumbre, será valioso asumir el principio de rechazar sin más trámite a cualquier partido gestor del sistema y a cualquier propuesta que resulte aceptable para la clase capitalista. Esto tiene una punta de dogmatismo. No lo niego. Pero entre todos los «dogmas» que andan dando vueltas, este es el más convincente, conveniente y saludable. Y a partir de este principio «dogmático» de oposición, podemos desarrollar con todo rigor y libertad el pensamiento crítico y las prácticas en él inspiradas para afrontar los enormes desafíos que tenemos por delante. De hecho, visto lo visto, habrá que defender el pensamiento crítico, y a la razón misma, en medio de tanto emocionalismo inducido, manipulaciones algorítmicas, superficialidad digital, dispersión mental y embrutecimiento mediático. Pero si queremos que nuestra criticidad no se vea fácilmente manipulada por quienes detentan el poder y el dinero, conviene partir de un «principio dogmático», argumentable pero no demostrable: ¿Capitalismo? No, gracias.
El desafío que tenemos de cara al futuro es triple: a) radicalizar al ecologismo, revirtiendo los deslizamientos hacia formas de capitalismo verde o Green New Deal; b) volver genuinamente ecologistas a las organizaciones políticas revolucionarias; c) elaborar una vía estratégica revolucionaria y un modelo alternativo de sociedad a niveles de concreción mayores que en el pasado. Al ecosocialismo que acepte la necesidad de una ruptura revolucionaria y esté dispuesto a actuar estratégicamente en esta dirección lo podemos denominar ecomunismo.
Fuente: https://kalewche.com/ecomunismo/
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