Conferencia especial del teólogo y escritor brasileño Frei Betto en el Congreso Internacional de Pedagogía 2015 que concluye hoy en La Habana
La educación escolar tiene un papel fundamental en el proceso de transformación social. A semejanza de la política y la religión, la educación sirve para liberar o alienar; despertar protagonismo o favorecer el conformismo; propiciar en los educandos una visión crítica o legitimar el status quo, como si fuera insuperable e inmutable; promover una praxis transformadora o sacralizar el sistema de dominación.
En estos inicios del siglo XXI, la educación escolar difiere mucho de la que predominó en el siglo XX. Hoy en día, nuestra vida cotidiana se ve invadida por nuevas tecnologías que nos brindan, en tiempo real, informaciones capaces de incidir en nuestra forma de vivir y de relacionarnos (ciberespacio, relaciones virtuales, crisis de las ideologías libertarias, nuevos perfiles familiares y sexuales, monopolio y manipulación de la información, etc.).
Como vivimos un cambio de época y navegamos entre la modernidad y la posmodernidad, estamos amenazados por una crisis de la identidad teórica. El instrumental teórico que tanto nos confortaba e incentivaba en el siglo XX, y que nos parecía tan sólido, se desplomó con el Muro de Berlín. Al contrario de lo que pregonaban los manuales de vulgarización del materialismo histórico, la historia retrocedió en Europa del Este.
Setenta años de socialismo en Rusia no fueron suficientes para formar los tan anhelados hombres y mujeres nuevos, dotados de inquebrantables valores éticos, disposición revolucionaria y menosprecio a las seducciones del capitalismo. Hoy Rusia es uno de los países más corruptos del mundo, y en él impera una brutal desigualdad económica.
¿Qué faltó en la Unión Soviética? Faltó una educación que, más allá de la escolaridad, de la transmisión cultural del país y de la humanidad, inculcara en los educandos una visión crítica de la realidad y un protagonismo social transformador.
De hecho, en muchos de nuestros países, capitalistas y socialistas, la educación escolar se ha convertido en una prisión de la mente, donde las disciplinas curriculares se repiten sucesivamente, con vistas a la calificación de la mano de obra destinada al mercado de trabajo. No se ha reflexionado sobre la prioridad de formar ciudadanos y ciudadanas revolucionariamente comprometidos con el proyecto social emancipador.
Vivimos hoy una era de impasse con respecto al futuro emancipado. Estamos en el limbo del proceso libertario. Los movimientos, grupos y partidos de izquierda, cuando existen, parecen perplejos en lo que toca al futuro. Muchos ceden a la fuerza cooptadora del neoliberalismo y cambian el proyecto de liberación social por el mero usufructo del poder, aunque eso implique traicionar las esperanzas de los oprimidos y los fundamentos teóricos que originaron esas fuerzas sociales y políticas.
La hegemonía capitalista ejerce un poder tan avasallador que muchos abdican del propósito de construir un nuevo modelo civilizatorio. Poco a poco, como si se tratara de un virus incontrolable, el capitalismo se impone en nuestras relaciones personales y sociales. Nos vamos adhiriendo a la creencia idolátrica de que «no hay salvación fuera del mercado». En la esfera personal, abandonamos nuestra ideología libertaria a cambio de una zona de comodidad que nos permite acceder al poder y la riqueza, lo que nos libra de la amenaza de integrar el contingente de 2,6 miles de millones de personas que sobreviven hoy con un ingreso diario inferiores a los 2 dólares.
Formación de conciencia crítica y de protagonistas sociales
La educación crítica es nuestro gran desafío en este mundo hegemonizado por el capitalismo neoliberal. Su principio es no formar meros profesionales calificados, sino ciudadanos y ciudadanas que sean protagonistas de transformaciones sociales. Por eso trasciende los límites físicos de la escuela y vincula a educadores y educandos a movimientos sociales, sindicatos, ONG, partidos políticos; en fin, a todas las instituciones que realizan actividades de transformación social. La educación crítica solo se desarrolla en sintonía con los procesos reales de emancipación en curso y las reflexiones teóricas que los fundamentan.
La educación que busca la formación de conciencia crítica y de ciudadanos militantes comprometidos con la transformación social debe tener en cuenta la intercalación de tres tiempos: el tiempo de las estructuras (más largo); el tiempo de las coyunturas (más inmediato y factible de cambiar a mediano plazo); y el tiempo de lo cotidiano (en el cual vivenciamos el conflicto permanente entre la satisfacción de nuestros intereses personales y la conciencia de las demandas altruistas, que nos exigen ser para los demás, o simplemente, ser capaces de amar).
El tiempo de las estructuras debe ser objeto de la educación escolar. Es él el que nos remite a la historia de la historia, a los grandes procesos sociales con sus avances y retrocesos, a los triunfos y las derrotas, a las virtudes y las contradicciones.
Mientras más conscientes son educadores y educandos del tiempo estructural, más se contextualizan y se entienden a sí mismos como herederos de una historia que avanza, en medio de dificultades, de la opresión a la liberación.
Tener conciencia del tiempo de las estructuras es tener conciencia histórica y no dejarse ahogar en el mar de contradicciones de los tiempos coyuntural y cotidiano. Cada uno de nosotros es un pequeño eslabón en la vasta corriente del proceso social. Solo si tenemos conciencia de la amplitud de esa corriente comprendemos la importancia del eslabón que somos. Una educación que no se abre al tiempo de las estructuras corre el grave riesgo de ser cooptada por la estructura mundialmente hegemónica.
El tiempo de las coyunturas es el de los cambios cíclicos que producen inflexiones en las estructuras, aunque sin alterarlas sustancialmente. Es la acumulación de coyunturas la que influye en el cambio del tiempo de las estructuras. El gran desafío consiste en saber cómo comportarse en determinada coyuntura para mejorar o transformar la estructura. La coyuntura es el presente, el aquí y ahora, mientras que la estructura, que condiciona las coyunturas, no es fácilmente perceptible, a menos que se tenga conciencia histórica para poder encuadrar la parte en el todo, el detalle en el conjunto, el presente en las causas del pasado y en las alternativas de futuro.
El tiempo de lo cotidiano es el del día a día, en el cual transitamos o tropezamos, movidos por ideales altruistas, solidarios, y, a la vez, atraídos por las seducciones del acomodo y el individualismo. Es en el tiempo de lo cotidiano que la educación actúa, permite una comprensión crítica de la coyuntura y despierta el imperativo de comprometerse con la transformación de la estructura.
Vivimos inmersos en ese tiempo cotidiano, muchas veces movidos por utopías libertarias y, al mismo tiempo, desanimados al percatarnos cada día de que la materia prima del futuro es humana, siempre frágil, ambigua y contradictoria.
La formación de conciencia crítica y protagonismo social es resultado de un proceso pedagógico que intercala los tres tiempos para evitar que nos perdamos en un idealismo cuyo discurso no se adecua a la realidad, o en la mezquindad de un cotidiano que no siempre refleja los valores en nombre de los cuales lo asumimos. Ese es el caso de los militantes supuestamente revolucionarios que hacen de su función de poder un nicho de acomodo burgués y provecho personal. Y ello se aplica al director de la escuela, al obispo de la iglesia, al gerente de la empresa, etc.
Es importante tener siempre presente que nuestro cotidiano transita bajo la hegemonía de un determinado proceso civilizatorio, el de la burguesía europea, y de un único sistema económico globalizado, el capitalista, aunque vivamos en un país socialista.
Por tanto, nuestro tiempo cotidiano debe aspirar a incidir en el tiempo coyuntural para poder modificar el tiempo estructural global. Para eso no bastan los principios teóricos y las prácticas colectivas. Es preciso que a los principios y las prácticas los oriente una ética que tenga en su centro los derechos de los pobres, los oprimidos y los excluidos. Sin esa alteridad amorosa, todo proyecto emancipatorio o revolucionario corre el riesgo de congelarse, aprisionado por sus propias estructuras de poder, emitiendo un discurso desvinculado de la práctica, abriéndole paso a la esquizofrenia de crear en el imaginario colectivo, en nombre de la emancipación, la expectativa de un futuro burgués para cada ciudadano y ciudadana…
Comparados con el tiempo veloz de los aspectos coyunturales y el tiempo aparentemente caótico de lo cotidiano, los cambios estructurales son lentos, procesuales, y solo se pueden evaluar debidamente sus avances cuando se ponen lado a lado las conquistas del presente con los atrasos del pasado.
De la educación individualista a la educación cooperativa
Desde Marx hasta la Teología de la Liberación, todos sabemos que no existirá emancipación plena sin la superación del sistema capitalista. Una educación crítica y liberadora no debe perder de vista esa meta. Debe despertar en los educandos una visión crítica que no se limite a consignas repetitivas, que más que profundizar la razón exacerban la emoción.
Aunque se viva en un país socialista como Cuba, todos estamos sometidos a la hegemonía del pensamiento único neoliberal y de la economía capitalista centrada en la apropiación privada de la riqueza. El neoliberalismo, como un virus que se propaga casi imperceptiblemente, se introduce en los métodos pedagógicos y las teorías científicas, en resumen, en todas las ramas del conocimiento humano. Así, instaura progresivamente ideas y actitudes que fundamentan la ética de las relaciones entre los seres humanos y entre los seres humanos y la naturaleza.
En la lógica neoliberal, la inclusión del individuo como ser social se mide por su inserción en el mercado como productor y consumidor. La posesión de mercancías revestidas de valor determina las relaciones humanas. Es el fetiche que denunciara Marx. Esa inversión de la relación -según la cual la mercancía tiene más valor que la persona humana, y la persona humana es valorizada en la medida en que hace ostentación de mercancías de valor- contamina todo el organismo social, inclusive la educación y la religión, como denunciara el papa Francisco el 22 de diciembre de 2014 al señalar las «15 enfermedades» que corroen a la curia romana.
De ello se deriva una ética perversa que subraya como valores la competitividad, el poder de consumo, los símbolos de riqueza y poder, la supuesta mano invisible del mercado. Esa perversión ética debilita a los organismos que fortalecen a la sociedad civil, como los movimientos sociales, los sindicatos, las asociaciones barriales, las ONG, etc. El patrón que se debe adoptar ya no es el de la alteridad y la solidaridad, sino el del consumismo narcisista y la competitividad.
¿Cómo superar hoy ese patrón de vida capitalista que, si no rige nuestro estatus social, muchas veces predomina en nuestra mentalidad? En eso a la educación le corresponde el papel preponderante. Entre otras cosas, porque la actual coyuntura no es proclive a los cambios estructurales por la vía del «asalto» al aparato del Estado. Eso no significa, como supone cierta parcela de la izquierda, que las revoluciones son hechos irrepetibles del pasado y, por tanto, ya no hay alternativa sino adaptarse al nuevo «determinismo histórico»: la hegemonía del mercado.
La historia demuestra que han ocurrido cambios estructurales significativos sin un «asalto» al Estado, como fueron el paso del esclavismo al feudalismo y del feudalismo al capitalismo. Hoy, una de las armas más poderosas para superar el capitalismo es una educación crítica y cooperativa, capaz de crear nuevos parámetros de conocimiento y promover nuevas praxis emancipadoras.
Es mediante la educación que se moldean las subjetividades que le imprimen significado a los fenómenos sociales. Con frecuencia sucede que se vive un antagonismo entre lo microsocial (pautado por la subjetividad) y lo macrosocial (pautado por las estructuras). En Cuba se encuentra un buen ejemplo: en la década de 1950, un grupo de jóvenes revolucionarios (microsocial) se hizo consciente, gracias a la educación política (subjetividad) de la importancia de modificar la estructura del país (macrosocial). Hoy Cuba es un país de estructura socialista, pero no todos los cubanos disciernen lo que eso significa, y algunos sueñan con disfrutar, bajo el socialismo, de un estilo de vida capitalista (microsocial).
La educación crítica y cooperativa es capaz de superar ese antagonismo al formar protagonistas o militantes que reproduzcan las bases materiales y espirituales del socialismo, cuyo sustento es la solidaridad.
Para ello, es necesario que la educación sepa situar a educadores y educandos en relación con el pasado y el futuro. Ello solo es posible a partir del aquí y el ahora, del presente. Es nuestro modo de pensar y actuar en el presente lo que resignifica nuestra manera de encarar el pasado y el futuro.
La educación tiene el poder necesario para destronar una racionalidad dominante e introducir otra, siempre que no sea meramente teórica y se vincule a procesos efectivos de producción material de la existencia. Resulta siempre oportuno recordar la observación de Marx de que no nos diferenciamos de los animales por nuestra capacidad para pensar (tal vez las abejas, por ejemplo, posean una lógica algebraica más depurada que la nuestra…), sino por la capacidad de reproducir nuestros medios de subsistencia.
Una educación crítica, liberadora, es la que aspira a conquistar la hegemonía mediante el consenso, mediante prácticas efectivas, y no mediante la coerción ideológica. Debe abarcar todas las disciplinas escolares, desde las ciencias exactas hasta la educación física, superando las relaciones fundadas en la economía del intercambio en aras de una economía solidaria, cuya base sea la cooperación.
Todos sabemos que las relaciones mercantilistas influyen en las concepciones de quienes las adoptan o se dejan regir por ellas. Para citar solo algunos ejemplos, esas relaciones acentúan el individualismo e inciden sobre los mecanismos de relacionamiento en el trabajo, la física moderna, la biología darwinista de la sección natural, etc. Ni siquiera la concepción mecanicista del marxismo, que profesaba la fe en un «irrefrenable determinismo histórico» logró escapar de su influencia. Es eso lo que índuce a los educandos a creer que el mercado obedece a una «ley natural», y que fuera de él no hay alternativa… Es eso lo que nos lleva, literalmente, a torturar a la naturaleza para que nos suministre sus frutos cuanto antes.
Por tanto, debemos preguntarnos, ¿para qué sirve la educación? ¿Para adaptar a los educandos al status quo? ¿Para transmitir el patrimonio cultural de la humanidad como si fuera el resultado de la acción intrépida de héroes y genios? ¿Para formar mano de obra calificada para el mercado de trabajo? ¿Para adiestrar individuos competitivos?
Una educación crítica y solidaria engloba a todos los actores de la institución escolar: los alumnos, los profesores, los funcionarios y las familias de todos ellos. Y trasciende los muros de la escuela para vincularse participativamente con el barrio, la ciudad, el país y el mundo. Las puertas de la escuela permanecen abiertas a los movimientos sociales, los actores políticos, los artistas, los trabajadores. Y la óptica de su proceso pedagógico enfatiza esta verdad que la lógica mercantilista intenta encubrir: los fundamentos de la evolución de la naturaleza y de la historia de la humanidad están mucho más centrados en la cooperación, en la solidaridad, que en la selección natural, la competitividad y la exclusión.
Una educación crítica y cooperativa es deliberadamente contrahegemónica, y procura ubicar el destino de sus educandos en el destino global de la humanidad. El valor de la escuela se evalúa por su capacidad para insertar a los educandos y los educadores en prácticas sociales cooperativas y liberadoras. Por eso es indispensable que la escuela tenga claridad acerca de su proyecto político pedagógico, en torno al cual debe prevalecer el consenso de sus educadores. Sin esa perspectiva, la escuela corre el peligro de convertirse en rehén de la camisa de fuerza de su currículo, como un mero aparato burocrático de reproducción bancaria del saber.
Si queremos atrevernos a reinventar el futuro, debemos comenzar por revolucionar la escuela, transformándola en un espacio cooperativo en el cual convivan la formación intelectual, científica y artística; la formación de conciencia crítica; la formación de protagonistas sociales éticamente comprometidos con los desafíos de construir otros mundos posibles, fundados en la compartición de los bienes de la Tierra y los frutos del trabajo humano.
Frei Betto es escritor y asesor de movimientos sociales, autor de «Fidel y la Religión», «La Mosca Azul» y «Esa escuela llamada vida» (con Paulo Freire y Ricardo Kotscho), entre otros libros.
Traducción de Esther Perez