La semana pasada quedará grabada a fuego en la mente del Uruguay: un gobierno de izquierda que decreta la esencialidad; una olímpica desobediencia gremial; la ocupación masiva de centros de enseñanza; una marcha nutrida; una ministra de educación que exige la presencia de la fuerza policial; un paro parcial para quedar bien con Dios y […]
La semana pasada quedará grabada a fuego en la mente del Uruguay: un gobierno de izquierda que decreta la esencialidad; una olímpica desobediencia gremial; la ocupación masiva de centros de enseñanza; una marcha nutrida; una ministra de educación que exige la presencia de la fuerza policial; un paro parcial para quedar bien con Dios y con el Diablo; la acentuación del divorcio entre la central y el gobierno; la división interna del FA; la desaparición de la oposición de la escena política; un convenio por el que se levanta el decreto y se vuelve a clases.
Sea lo que fuere que uno piense sobre insoportables paros que irremediablemente perjudican a la educación de los pobres, este decreto fue un atentado contra el derecho de huelga, y en suma, contra la libertad de expresión. Pero el decreto también fue otras cosas, como un anuncio de la crisis que vendrá y una plancha en el pecho del PIT-CNT, que apenas se avive que sus buenos gestos hacia el gobierno no lo salvarán de la intemperie, se preguntará dónde meter el inopinado discurso del 1 de Mayo, donde, tras leer el saludo del Presidente de la República (¡¿?!) se afirmó en tono exultante: «vivimos momentos de transformaciones profundas a favor de los orientales». El decreto fue también un eficaz medio de tirar la pelota a la otra cancha, al colocar una piedra en el camino de la negociación por mejores sueldos.
Una primera lectura de estos acontecimientos dirá que el gobierno salió derrotado y los sindicatos fortalecidos. Vázquez habría perdido su invicto y sacado el arma sin animarse a disparar. Este fin de semana, con certeza existieron intensas negociaciones a la interna del FA, donde el MPP y aliados se pusieron duros, y habida cuenta que el PIT-CNT hacía gestos conciliatorios, se logró un acuerdo político que pretenderá trasladarse a los sindicatos de la enseñanza. Según esta visión, a Vázquez no le habrían dado las fuerzas para torcer la voluntad del FA, o más bien, tiró demasiado de la cuerda. Pero hay una segunda visión a considerar, por la cual uno puede sacar el arma y lograr su objetivo sin necesidad de disparar. La sola visión del arma intimida. La existencia del decreto menguó los días de huelga. El acuerdo firmado dice que el lunes se levanta la esencialidad y que el martes se levantan las medidas de lucha. Los oficialistas dirán que Sanguinetti hubo de soportar 50 días de huelga, Mujica 40, pero ellos, a lo sumo, y gracias al decreto, 10. Mas esta visión no puede olvidar que logró su objetivo a un precio muy alto, pues ante vastos sectores quedó en entredicho la fortaleza del presidente: «a Vázquez le tembló el pulso». En política no sólo se precisa ganar o empatar, sino que los demás entiendan que uno ganó o empató. En cuanto a la reivindicación primitiva de los docentes, el presupuesto, como todos sabemos y recontrasabemos, no tendrá cambios sustanciales. El gobierno destinará ciertos fondos que no se usaban y ahí terminará el asunto. Se supone que las asambleas sindicales acatarán el convenio y que los aparatos políticos cumplirán su tarea en ese sentido. Veremos qué pasa, pues algunos sindicalistas deben estar furiosos con lo firmado. Lo cierto es que ahora hay una brecha en los gremios de la enseñanza.
Sea que estemos ante un nuevo empuje gremial o sea que las aguas empiecen a calmarse, al fin de este asunto el panorama político habrá sufrido leves cambios, pero nada habrá cambiado en el panorama de la educación de los pobres, o en todo caso, habrá empeorado, como siempre. Si se hubiesen detenido las clases y en toda la gresca resultante se discutiera sobre educación, o al menos sobre el vínculo entre gobierno, sindicatos y educación, algo (mucho) hubiésemos ganado. En parte se ha discutido y por eso recomiendo el artículo de Aldo Mazzucchelli (1), que ha sido una nota discordante, por lo centrada e inteligente, en este berenjenal ideológico en que vivimos. La discusión (llamémosla así) en las redes sociales ha sido intensa y ha permitido ver que no sólo el gobierno es intolerante, sino que unos cuántos docentes reproducen el mismo grado de intolerancia y ceguera, sea a críticas a su gestión gremial, sea a críticas a su gestión educativa. Un ejemplo elocuente es la violencia con que respondieron a la propuesta de parar administrativamente pero dando clases, es decir, seguir todo con normalidad, salvo pasar lista, poner notas y sobre todo, aplicando con libertad absoluta nuevas metodologías y nuevas temáticas, incluyendo la libre discusión en clase sobre qué cuernos es la clase y qué diablos será la educación. Podrían parar pero hablando a los estudiantes en clase de lo que ellos desean como docentes, sin un inspector o director que los denuncie, pues precisamente eso es un paro administrativo, y a su vez escuchando lo que los estudiantes tengan para decir. El cerrado y violento rechazo a esta propuesta y a todo otro matiz, lleva a uno a preguntarse si el docente puede llegar a ser un agente del cambio educativo, si es posible que piense en una alternativa que signifique, antes que nada, poner en tela de juicio lo que ha venido haciendo toda su vida. Acaso sí pueda ser un agente del cambio, y un saber acumulado por los docentes en sus discusiones internas y en sus ATDS, pueda filtrarse al resto de la sociedad saltándose los gremios. Ese saber existe arrinconado, de igual forma que existen maravillosos docentes que siempre recordamos, las rara avis que tuvimos la suerte de encontrar, un dulce oasis en un desierto de tedio.
Pero aunque necesitemos oír, con desesperación, lo que han producido esas rara avis, y a sabiendas que el gobierno no tiene mucho que decir (la ministra que se encuentra al frente es una muestra elocuente) todos debiéramos aportar lo nuestro, pues la educación fue una experiencia por la que todos hemos pasado y de una forma u otra hemos reflexionado sobre ella, y resulta que si leemos una autobiografía, sea de Einstein, Trotsky o Henry Miller, se dedica un buen capítulo a esa amarga experiencia (2).
Qué hacer en educación
Supongamos que vivimos un promedio de setenta años. Un 13% de nuestra vida habremos pasado por un proceso educativo. De forma evidente, el principal objetivo en esos años sería generar en nosotros la capacidad de aprender en el resto de los años por vivir. Se nos deberían brindar las herramientas para seguir conociendo, por lo que, al momento de elegir los contenidos, no debería ser tan importante qué materias enseñar, sino qué materias para permitir, en ese proceso, que el estudiante desarrolle sus propias maneras de aprender, que es una forma de decir: su propia manera de pensar. Actualmente, en términos individuales, sucede lo mismo que en términos antropológicos cuando hablamos de aculturación. Las culturas entre sí se alimentan, pero suele ocurrir que una cultura se imponga sobre otra, tal el caso, durante el Renacimiento, de la imposición de las culturas occidentales sobre las aborígenes americanas, donde se destruye la cultura nativa, su forma de pensar el mundo, y se la sustituye con otra forma que de ninguna manera es asimilada. El resultado es un ser aculturado, sin herramientas para pensar y actuar. Cada uno de nosotros va formando, desde niño, su manera de pensar. Cada uno de nosotros tiene su forma exclusiva de resolver problemas, de hallar soluciones a los problemas. Seguramente esas soluciones individuales puedan agruparse en unos cuantos modelos ideales, en los cuales más o menos entraremos cada uno de nosotros sin encontrar un ser que ingrese exactamente en uno solo. Así como funciona nuestra educación, no permitimos que el estudiante desarrolle sus propias herramientas, o eventualmente, en el terreno en que las desarrolle será porque logró resistir esa especie de invasión cultural a sus propias herramientas, o porque sus propias herramientas coincidían con aquellas que le imponían, y en esa área, las matemáticas por ejemplo, será «brillante» y en otras áreas, la literatura por ejemplo, será un queso. Seguramente, el ejemplo más extremo de la brutalidad de imposición de un método de pensamiento sobre el natural del alumno, sea el de los disléxicos y vaya a saber uno si la dislexia no es un resultado de ese proceso, si no es un síntoma de la bestialidad.
Así que nos enfrentamos al delicado problema de la sustitución e invasión de herramientas, para dejar a un ser con pocas herramientas o ninguna, quedando inerme o en todo caso harto funcional para «lo que vendrá». Pero esto sólo es una parte del problema, pues existe un insólito motor de la inteligencia llamado curiosidad, algo que pareciera ser una característica sobresaliente de este primate sin cola que llamamos ser humano. La curiosidad es intrínseca, pero puede ser desarraigada si sometemos al primate sin cola a un adecuado proceso educativo en los mejores y más imaginativos años de su vida, donde un segundo está tan cargado de vida como la hora de un adulto. Si esto que llamamos enseñanza hiciera poco, pero al menos dejara intacta la curiosidad, estaríamos dando un paso notable; pero si además de dejarla intacta la estimuláramos, daríamos, con el tiempo, un gran salto evolutivo. Para esto habría que ser muy cuidadosos en la elección de los temas y las metodologías. Por un lado habría que ver si es necesario que todos los escolares y liceales deban asistir obligatoriamente a ciertas materias o casi desde el principio debería permitirse la posibilidad de elección de aquellas que le son más afines, pues, parafraseando a Einstein «el sistema educativo obligaría a una jaguar, a fuerza de darle carne todo el tiempo, a dejar de comer carne», que en su caso condujo, a fuerza de estudiar física cuando no quería, a abandonar la física por unos cuantos años. Eso no significaría que el estudiante que se incline, entre otras, por literatura, no se interese luego por la música, apenas descubra que la literatura descansa también en el ritmo y la melodía, y que el estudiante de música no estudie matemáticas, apenas descubra que la música rebosa matemáticas por los cuatro costados. En cuanto a la metodología, uno se pregunta qué sentido tiene, en literatura, embutirle «al sujeto del aprendizaje» una serie de escritores preestablecidos ¿El resultado no es una evidente memorización del análisis impuesto por el docente, en aras del objetivo supremo de una buena calificación? El análisis impuesto ¿no suele ser una memorización que el docente hizo del texto de algún crítico no particularmente dotado para tareas creativas? La consecuencia obvia será que el estudiante luego huya del autor que se le impuso, al que asociará a ingratas sensaciones y muy posiblemente huya de cualquier otro tipo de lectura, habida cuenta que la asociará a esos momentos. La lectura, como decía Borges, debe ser un goce y jamás ser impuesta. Una lectura no puede ser obligatoria, ni siquiera de los escritores que amamos. El vehículo de la lectura, como del sexo, es el goce personal, y si se impone, lo único que lograremos es la anulación del goce ¿Pero en literatura será necesario que el estudiante elija qué cosas leer, sea Harry Potter o Stephen King? Ni siquiera eso, o en todo caso, depende del caso y del momento. Lo que debería enseñar literatura, o música, no es a parlotear sobre literatura o música, sino a hacer música y literatura, pues la mejor forma de aprender es haciendo. Así que se trataría de hacer literatura en el liceo a modo de diarios, cuentos, relatos de sueños, ensayos y todo aquello que crea pertinente el estudiante. Llegado el momento, su propia investigación lo llevará a leer autores y acaso esa elección lo lleve a «50 sombras de Grey» y Paulo Cohelo, o acaso lo lleve a Rimbaud y Shakespeare. El niño que pide a su madre un cuento antes de dormir es la viva prueba del interés de todo niño por la literatura. Los cuentos que nos contaban, si tuvimos suerte, de pequeños, como los de Grimm o Las mil y una noches, además de hacernos felices y alimentar nuestra imaginación, nos ayudaron a resolver nuestros conflictos internos, por lo que esos cuentos cumplen, y cumplieron por siglos, una función terapéutica. Es imposible que después de leídos, o de leídas las mitologías que fuese, el niño no quiera luego aprender a leer y escribir.
Cuando una sociedad tiene claras sus metas, tiene claro qué cosas transmitir; cuando una sociedad está sumida en una crisis como la nuestra, no sabe para dónde agarrar y por eso nuestra crisis educativa ha llegado a estos niveles inauditos. Nos empeñamos en transmitir los conocimientos, aunque esos conocimientos sean subsidiarios de un atroz retroceso civilizatorio. En cierto sentido tienen razón aquellos que insisten en transmitir aquello que sabemos, pues no se puede hacer tabla rasa con el pasado y todo salto, toda innovación, parte de la base del conocimiento de aquello que se quiere dejar atrás. Pero en otro sentido pecan al imponer una educación de respuestas y no una educación de preguntas ¿Tan seguros estamos de las virtudes de esta vida que hemos construido? ¿Tan satisfechos nos encontramos al pretender todavía arruinar a los que vienen detrás? Si insistimos en embutirles aquello que creemos verdadero ¿no estaremos arando formas de pensar e ideas que acaso en toda la historia, la suma de acontecimientos permitieron que sólo se manifestaran en un niño específico? El encarar una educación de meras respuestas ¿no se erosiona la necesaria formación de ciudadanos críticos para una Democracia? Juzgamos y aprobamos al estudiante que repite que el 25 de Agosto se declaró la Independencia del Uruguay, un soberano disparate fácilmente demostrable por la propia declaratoria del 25 de Agosto, y juzgamos y castigamos al estudiante que no repite el dogma. Premiamos al estudiante que repite y castigamos al estudiante que duda y piensa. Ese es el ciudadano que formamos. Esa es la República y la Democracia que construimos.
Una educación que dé paso a las preguntas, que parta de la consciencia de la necesidad de revertir la crisis civilizatoria que sufrimos, estimulará la curiosidad del estudiante y permitirá la transmisión de ideas y el descubrimiento del mundo guiados por el goce del conocimiento. Una educación así no precisa pasar lista, no precisa poner una triste nota ni hacer un juicio, ni ejecutar ninguno de los métodos conductistas. Los métodos conductistas son resultado y prueba palmaria del fracaso de una enseñanza.
Las reformas educativas en Uruguay se dieron en medio de intensos debates originados en sociedades fermentales. El debate por la reforma educativa en el siglo XIX enfrentó a José Pedro Varela con Carlos María Ramírez. La funesta separación de la formación docente del ámbito universitario para sujetarla al control del Poder Ejecutivo, enfrentó a Grompone con Vaz Ferreira. La imposición del modelo triunfante exigió, y que cada cual saque de ello sus propias conclusiones, de la dictadura militar en el siglo XIX y de la dictadura terrista en el XX.
La reforma educativa que tarde o temprano se pretenderá imponer, tendrá dos vertientes. En la enseñanza pública formará al sujeto en destrezas necesarias para el mercado omnipotente. En la enseñanza privada formará a la élite gobernante y a la rama de técnicos e intelectuales necesarios para que todos nos sujetemos a los dictados del mercado omnipotente. Quienes nos oponemos a ese futuro lúgubre ni siquiera logramos hacer el fermento para que surja un Vaz Ferreira. Tal vez ciertas ideas de los intelectuales que impusieron el modelo imperante sean harto necesarias. Creo recordar que Grompone proponía un monopolio estatal absoluto de la enseñanza. La enseñanza privada primero conquistó su derecho en los niveles iniciales; luego, con la apertura democrática, en los niveles terciarios y ahora conquista el derecho de formar docentes. Una educación para ricos y otra educación para pobres se encuentra en las antípodas de una educación para la Democracia. Una educación para ricos y otra para pobres reproduce las injusticias sociales y educa en el autoritarismo. El nivel de lo enseñado no está determinado sólo por lo que sabe el profesor, sino también, y sobre todo, por lo que sabe el estudiante. No es lo mismo dar clases de historia del arte allí donde el estudiante vive abarrotado con su familia en una casa de una sola habitación, que enseñar a un colectivo que ha viajado por Europa y visitado las catedrales. Al separarlos se resta a aquellos la posibilidad de aprender lo que ya saben estos, y se le resta a estos la posibilidad de conocer la realidad y visiones generadas por la realidad que viven aquellos. Unos más que otros, todos salimos perdiendo. Un monopolio estatal de la enseñanza vendría de la mano de un nuevo modelo de país, pues no existe ninguna posibilidad de diversificar nuestra producción y salir de la pobreza propia de una economía agroexportadora, sin invertir en innovación y conocimiento, sin apostar a quienes somos los creadores de riqueza. Ese cambio exigiría un mayor presupuesto para la educación y un salario acorde con la imprescindible tarea a desarrollar para beneficio de la República. Ahora bien, un incremento presupuestal que no se acompañe de los cambios necesarios en nuestro sistema educativo, sería como abonar en el cemento. Mejorará algo el nivel de vida de algunos trabajadores, pero volveremos a caer en el círculo vicioso.
Existe sin embargo una esperanza ante esta realidad desoladora, y es que lentamente, no importa el tiempo que lleve y preparándonos para la batalla futura, la Democracia se sumerja para rescatar saberes que como joyas enterradas brillan en la oscuridad.
Notas
(1) https://www.facebook.com/aldo.
(2) No existe un sólo gran artista o científico que haga la famosa excepción que confirme la regla. Hay unanimidad. Desde Bernard Shaw y su «mi educación terminó a los cinco años cuando entré a la escuela», pasando por «El mal estudiante»(3) de Prévert, hasta el mensaje elocuente de Pink Floyd https://www.youtube.com/watch?
(3) «El mal estudiante» http://photomoreliterature.
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