«Como no es nuestro cometido elaborar un plan eterno para el futuro, lo que tenemos que hacer es una evaluación crítica y no tendenciosa de todo lo que nos rodea; no comprometedora, en el sentido de que nuestra crítica no puede temer sus propios resultados, ni temer enfrentarse a los poderes existentes» Karl Marx La […]
«Como no es nuestro cometido elaborar un plan eterno para el futuro, lo que tenemos que hacer es una evaluación crítica y no tendenciosa de todo lo que nos rodea; no comprometedora, en el sentido de que nuestra crítica no puede temer sus propios resultados, ni temer enfrentarse a los poderes existentes»
Karl Marx
La teoría de las relaciones internacionales establece que una política exterior sólo está al alcance de aquellos países que tienen los medios y recursos suficientes para hacerse oír fuera de sus fronteras. Esos medios y recursos son los económicos, políticos, militares, estratégicos, ideológicos y culturales. Se podría añadir, también, los demográficos. Quien cumple todos estos requisitos es una superpotencia y tiene un papel hegemónico en las relaciones internacionales. Pero se da el caso de países que cumplen con algunos de estos requisitos y juegan un papel protagonista, nunca hegemónico, en un aspecto regional. Esas son las potencias medias.
Tras la desaparición de la Unión Soviética, sólo un país cumple todas esas condiciones: los EEUU. Se puede discutir si China entra dentro o no del calificativo de superpotencia -algo aún irrelevante para los chinos que siguen su camino hasta el 2027, año que ellos consideran habrán llegado a la paridad estratégica (política, económica y militar) con EEUU- pero lo que no se puede discutir es que en los últimos años han surgido con fuerza una serie de potencias medias que, en ocasiones, están fuera de los parámetros occidentales y que tienen un peso cada vez mayor en las relaciones internacionales. Es el caso de Brasil (en América Latina), de Alemania (en Europa), de India (en Asia), de Rusia (que habría «bajado» un puesto al perder el rango de superpotencia tras la desaparición de la URSS), o de Sudáfrica (en África). A ellos habría que sumar Irán, Turquía y Arabia Saudita, con un ámbito un poco más reducido: Oriente Próximo. Incluso se podría añadir a Israel, aunque con muchas reticencias y condiciones.
La mayoría de estos países forman parte del denominado BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y han logrado tener cabida en los principales entes económicos del mundo, como el G-20, y logrado mayores cuotas de poder en el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Alguien ha calificado a estos países como «potencias emergentes». Un alguien occidental que utiliza un calificativo claramente colonial porque estos países hace tiempo dejaron de «emerger» para pasar a ser una realidad incuestionable en el ámbito no sólo económico, sino geopolítico e internacional. El caso más claro es el de China.
Quien primero se dio cuenta de la realidad, como casi siempre, fue EEUU y a raíz de cómo se había posicionado el mundo tras la invasión y ocupación neocolonial de Irak en 2003. A pesar de las apariencias, los últimos años de la Administración Bush fueron un intento de amoldarse a la nueva realidad aunque, eso sí, bajo los parámetros imperialistas clásicos -seguidores de la teoría del «realismo político» que impusiese Hans Morgenthau al finalizar la segunda guerra mundial- que dicen que EEUU tiene que luchar de forma «constante y perpetua» por la hegemonía mundial.
La Estrategia de Seguridad Nacional de Obama
Con cada presidente, EEUU impulsa una Estrategia de Seguridad Nacional (ESN) que es en la que se asienta el diseño imperial. Saberlo es interesante, conocerla es obligado. Bush puso en marcha dos en cada uno de sus mandatos, en 2002 (que sirvió de base para la invasión y ocupación neocolonial de Irak) y en 2006 (que se «reorientó» hacia la «lucha global contra el terrorismo»). Ambas tenían como eje central la reivindicación de las «acciones preventivas», aunque la segunda ya más matizada hacia el «terrorismo global».
Barak Obama siguió la tradición. En 2010 presentó su ESN (1) en la que hay más continuidades que novedades respecto a las anteriores. En su preámbulo se define como una ESN «de transición» puesto que se obliga a ocuparse de los problemas y retos contraídos con anterioridad (es decir, las presidencias de Bush) antes que a afrontar «los nuevos retos» que aparecen en el horizonte de EEUU, pero con una consideración que la hace novedosa: una apuesta por el «multilateralismo» siempre que éste sea beneficioso para los intereses de EEUU. Es decir, no es un fin de su política exterior sino un medio de la misma y un instrumento para conseguir sus fines. Por ello, se otorga un respaldo a la ONU «hasta el último momento», dejando la puerta abierta a una intervención militar unilateral si es necesario para sus intereses; se insiste en la nueva estrategia imperialista de barniz humanitario, la denominada «responsabilidad de proteger» bien mediante acuerdos multilaterales o bilaterales, incluyendo el uso de la fuerza (ahí está Libia como ejemplo), y hace un guiño a los defensores del multilateralismo aparentando un acercamiento al Tribunal Penal Internacional aunque sin que ello signifique que tenga jurisdicción alguna sobre los ciudadanos estadounidenses.
En esta ESN de Obama se otorga más importancia a Rusia, China e Indonesia (por este orden) que a Oriente Próximo y aparece por primera vez una mención a Brasil. Esta referencia, muy importante en el devenir de este país latinoamericano, que ya se está acercando a las posiciones estadounidenses en política exterior a cambio de una vaga promesa de apoyar su candidatura como miembro permanente para un Consejo de Seguridad de la ONU renovado, será abordada en un análisis posterior. También hay una mención especial a India. Lo interesante para este artículo es cómo en la ESN de 2010 pierde importancia para EEUU el «Gran Oriente Medio» diseñado con la invasión y ocupación neocolonial de Irak en 2003. Ahora, Irak prácticamente desaparece de escena -con una sola mención a la retirada de tropas y relevo de «responsabilidades»-, Siria ya no es el malo de la zona y como único objetivo queda Irán.
En ello ha tenido mucho que ver el espejismo de la «victoria» militar en Irak y Afganistán -junto a la derrota estratégica de Israel en la guerra contra Hizbulá en 2006 y, en menor medida, la agresión de este país contra Gaza en 2008-, que son las que, en la práctica, han terminado con el orden unipolar y han impulsado la aparición de otro orden nuevo, regional, en la zona que está suponiendo un verdadero quebradero de cabeza para EEUU.
Por ejemplo, es poco cuestionable que la destrucción a gran escala y el elevado número de muertes provocadas en Líbano y Gaza reforzaron claramente a Hizbulá y Hamás hasta hacerles imprescindibles en cualquier ecuación que se plantee para solucionar la situación en Líbano y Palestina. Son dos actores no estatales que pasan a ejercer un papel protagonista casi al mismo nivel que los Estados. Y el miedo que los regímenes reaccionarios árabes tienen a Hizbulá se manifiesta en las acusaciones que se lanzan de estar detrás de casi todas las revueltas bien sea en Gaza o, como ha sucedido recientemente, en Bahrein.
También es poco cuestionable que la extensión de la guerra de Afganistán a Pakistán por medio de los ataques con aviones no tripulados ha provocado la desaparición de Pakistán como Estado soberano. Hay dos ejemplos que visibilizan esta apreciación: la reciente puesta en liberad de un agente de la CIA que mató a dos súbitos pakistaníes en una reyerta (con «dinero de sangre» por medio, el pago a las familias de una cuantiosa suma ofrecida por Arabia Saudita) y la disposición de Pakistán a enviar soldados y policías a Bahrein para «garantizar la supremacía sunní» en este país tras la invasión saudita que puso fin a las protestas democráticas contra la monarquía bahriní. En ambas decisiones, Pakistán ha seguido los dictados no ya de EEUU, sino de Arabia Saudita, convertida en potencia emergente de la zona.
Y tampoco se puede cuestionar con un mínimo de rigor intelectual que la guerra de Afganistán es desde hace mucho tiempo una guerra de liberación nacional -en menor medida la de Irak- con características cada vez más claras de inserción de fuerzas islamistas y nacionalistas en ella y que por esta razón las fuerzas de la resistencia se incrementan día a día, así como su capacidad de acción militar y política.
Pero, además, la guerra de Afganistán y el fiasco de Irak han contribuido a que la política en esa zona sea mucho más «regionalizada» de lo que le gustaría a EEUU, lo que ha llevado, inevitablemente, a una progresiva pérdida de influencia de este país. Por consiguiente, han aparecido nuevos actores que hay que tener en cuenta a la hora de analizar la política internacional de EEUU y que, como tal, está esbozada en la ESN 2010.
De una forma simple, se puede decir que en las relaciones internacionales la riqueza fortalece el poder de una nación, y el poder es un medio para incrementar la riqueza de un país. Cuando se habla de «potencias emergentes», la simple utilización de esta denominación debería ser fundamental para entender el nuevo papel de las potencias medias y las que no lo son tanto en Oriente Próximo.
Turquía
La primera de ellas es Turquía. El error de Israel al atacar la flotilla solidaria a Gaza en mayo de 2010 y la reiterada negativa occidental al ingreso turco en la Unión Europea ha provocado un reposicionamiento internacional de Turquía hacia el mundo árabe y musulmán en detrimento de su tradicional postura prooccidental. Hoy, Turquía es uno de los principales adalides de la solidaridad con Palestina y del rechazo al bloqueo de Gaza, la alianza con Israel está prácticamente rota, ha establecido una alianza estratégica con Siria, se ha acercado a Rusia (convertido el su primer cliente comercial) y, sobre todo, a Irán en aspectos económicos (gas) y políticos (tema nuclear). Con este país, al que ha visitado recientemente el presidente turco, Abdulá Gul, el comercio bilateral ha alcanzado el valor de 8.000 millones de euros sólo en 2010, casi triplicando el volumen de negocios de años anteriores.
Esto, en términos estratégicos, significa que EEUU ha perdido capacidad de influencia en la zona al no contar con la aquiescencia de uno de sus principales valedores y «amigos», por mucho que forme parte de la OTAN y participe en el bloqueo naval a Libia. Sin la participación de Turquía, es muy difícil un hipotético ataque a Irán por la vía tradicional, por lo que sólo quedaría la opción de utilizar el Golfo Pérsico lo que, a su vez, supondría un grave riesgo para la economía capitalista mundial por las reservas energéticas que hay en esta zona del mundo.
Turquía sólo esperaba el momento oportuno para dar este paso. Un país que es considerado la decimoquinta economía del mundo no podía quedarse quieto ante el reiterado desprecio occidental hacia sus pretensiones, más desde que triunfase en las elecciones el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) en 2002, revalidado en las de 2007 y vuelto a ratificar, de manera indirecta, con el triunfo en el referéndum constitucional de 2010. En este tiempo se había venido produciendo un proceso de islamización de la sociedad, de forma sigilosa, a sí sea calificada de «moderada» que ponía una alfombra roja al gobierno para dar este giro en su política exterior. El AKP se ha cuidado mucho de desafiar abiertamente los principios fundamentales del edificio secular instaurado en el país por Kemal Ataturk, pero sí les ha ido puliendo de forma discreta de forma que no le causase rechazo dentro de la clase media.
En contra de la manida visión occidental, circunscrita a Estambul y a los lugares de turismo y veraneo, este proceso se venía gestando desde hace tiempo en Anatolia (un territorio que cubre el 97% del total de Turquía) y, sobre todo, en una visión de «justicia social» de corte islámico que ha hecho de este país uno de los menos afectados por la crisis económica, hasta el punto de ser considerado por el Banco Mundial como uno de los países más solventes de la zona. Las cifras están ahí: en menos de una década, el AKP ha transformado a Turquía en un país económicamente potente, es miembro del G-20 y, coyunturalmente, forma parte del Consejo de Seguridad de la ONU en calidad de miembro no permanente, donde se ha destacado con fuerza: votó en contra de las sanciones a Irán y se abstuvo en la decisión de amparar la guerra contra Libia.
Esto ha sido posible por el apoyo de la clase media al AKP, que no tiene ningún reparo en combinar los valores islámicos con la creación de riqueza. Algo muy similar a lo que los comerciantes calvinistas holandeses hicieron hace 300 años y que lograron con ello convertirse en la columna vertebral de la sociedad. En Turquía está ocurriendo lo mismo. La clase media mezcla con aprecio las raíces islámicas históricas, con referencia a la Turquía otomana, con un sentimiento de orgullo nacional y prestigio internacional. Israel y sus aliados no tuvieron en cuenta este factor con el asalto a la flotilla solidaria ni con el rechazo al ingreso en la UE y ahora están cosechando los resultados.
En el éxito del AKP ha tenido mucho que ver la política de mano dura con los bancos, considerados la principal fuente de corrupción en los gobiernos laicos anteriores, y que, a la postre, ha sido determinante para que este partido «islamista moderado» logre un importante apoyo en las clases medias y no haya «chirriado» socialmente el giro en política internacional.
La política económica turca se puede calificar de keynesiana. En unos momentos en los que se manifiesta la crisis de la agenda capitalista neoliberal y su consiguiente pérdida de «legitimidad», Turquía ha sabido adelantarse a ello diversificando sus exportaciones y mirando no ya hacia Occidente, sino a sus vecinos y a los países en desarrollo. La apuesta por unas relaciones Sur-Sur se ha convertido en el pilar fundamental del comercio exterior de Turquía y, a la postre, en el principal activo para su política internacional.
No es meramente una cuestión táctica. Allana el camino para el regreso de la antigua potencia otomana a la región y boicotea los esfuerzos occidentales y árabes (con la excepción de Siria) para aislar a Irán y desviar la atención del conflicto árabe-israelí hacia uno sunní-shií.
Nacionalismo con tintes islamistas
Turquía se ha dado cuenta que el panorama político en Oriente Próximo ha girado hacia un nacionalismo con tintes islamistas. La devastación humana, física y psíquica que para las masas árabes y musulmanas ha provocado la guerra de EEUU y sus aliados en Afganistán e Irak, así como la matanza de Gaza perpetrada por Israel, ha disminuido significativamente el poder de influencia de esos países en la zona. Si hay que hacer caso de las encuestas, Gallup viene realizando una todos los años en la que se constata la progresiva reducción de las simpatías por EEUU en Oriente Próximo. Por dar un dato, en Turquía el 67% rechaza expresamente el papel de EEUU como potencia mundial.
Con una opinión pública tan abrumadoramente en contra de EEUU no debería extrañar el giro de Turquía, en contraste directo con su tradicional apoyo incondicional a la OTAN e Israel. Para las mentes neocoloniales de siempre, Turquía está poniendo en marcha un «neo-otomanismo», denominación de raíz imperialista con la que se quiere introducir en el subconsciente colectivo que el giro turco en política exterior puede llegar a una colisión con los intereses occidentales. Sería algo así como imperio malo (turco) contra imperio bueno (Occidente). Pero con este giro, Turquía se está convirtiendo en un poder más firme e independiente en Oriente Próximo respecto a EEUU, Israel y las antiguas potencias coloniales (Francia y Gran Bretaña, especialmente).
A parte de las razones aducidas, hay otras. En la OTAN, por ejemplo, el Ejército turco es el más grande después del de EEUU, pero por curioso que parezca no tiene acceso a los documentos relativos a las misiones militares y ni siquiera forma parte de los procesos de decisión (como ha quedado acreditado en el caso de Libia, donde aceptó participar en el bloqueo naval muy a última hora). Turquía es el único miembro de la OTAN que no ha firmado acuerdo de seguridad alguno con la UE (algo que la UE sí ha ofrecido a Israel, que no es miembro formal de la OTAN). Y eso pese a los esfuerzos que ha venido haciendo Turquía por ser aceptado, como el hecho de ser el único país musulmán en participar en las fuerzas de ocupación de la OTAN en Afganistán donde tiene 1.815 soldados, más que España (1.505), por ejemplo. Con ello se pone de manifiesto la falta de voluntad de los países de la OTAN (Europa, más EEUU y Canadá) de incluir a Turquía como uno más en igualdad de derechos, aunque aquí habría que añadir los reiterados vetos que en ese sentido ponen tanto Grecia como Chipre.
Pero, además, en Turquía hay un fuerte resquemor por la actitud europea sobre el ingreso en la UE. Desde que en 2005 comenzaron las negociaciones para la adhesión sólo se han abierto 13 de los 35 capítulos que son necesarios «armonizar» para la integración plena de un país. Un tercio en seis años, mucho tiempo para un país que ha visto cómo desde la UE se aceleraba el proceso de negociación con los países del Este de Europa mientras que con ellos se alarga hasta el infinito. Y cuando desde Alemania o Francia -a raíz de la práctica ruptura de Turquía con Israel tras el asalto a la flotilla solidaria- se ha ofrecido una «asociación privilegiada» ha sido considerado poco menos que una afrenta puesto que no se ha pasado de las palabras a los hechos. Típico de Occidente. Por lo tanto, si en 2009 había un porcentaje del 22% de turcos que consideraban que el país debería estrechar la cooperación con la UE, tras la actitud europea de apoyo a Israel en el asalto a la flotilla solidaria (2010) el porcentaje bajó significativamente hasta el 13% (2). Y eso a pesar que la UE es, con diferencia, el principal socio comercial de Turquía si se la tiene en cuenta como un todo y no país por país.
La cosecha que está recogiendo Turquía con su giro en política exterior no es pequeña. Se ha convertido en un actor influyente en los Balcanes Occidentales, en Oriente Próximo (su ministro de Asuntos Exteriores puede estar mediando en la crisis de Bahrein, el primer ministro está haciendo lo mismo con Siria) y todo ello se manifiesta en que por primera vez en la historia, su candidato ha sido elegido de forma democrática como presidente de la Organización de la Conferencia Islámica, compuesta por 57 países.
Notas:
(1) www.whitehouse.gov/sites/default/files/rss_viewer/national_security_strategy.pdf
(2) Transatlantic Trends 2010.
Alberto Cruz es periodista, politólogo y escritor. [email protected]