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La decisión de bombardear Hiroshima

Eisenhower: «No era necesario atacarlos con esa cosa horrible»

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Hoy [6 de agosto] es el 66 aniversario del bombardeo de Hiroshima. Aunque la mayoría de los estadounidenses ignoran el hecho, cada vez más historiadores reconocen ahora que EE.UU. no necesitaba utilizar la bomba atómica para terminar la guerra contra Japón en 1945. Además, este juicio esencial fue expresado por la vasta mayoría de los máximos dirigentes militares estadounidenses de las tres secciones del ejército en los años siguientes al fin de la guerra: Ejército, Armada y Fuerza Aérea. Tampoco lo pensaban los «liberales» como se dice ahora a veces. De hecho destacados conservadores se mostraron mucho más explícitos en su cuestionamiento de la decisión por injustificada e inmoral que algunos liberales estadounidenses en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

En el verano de 1945 Japón estaba prácticamente derrotado, su ejército hundido; su fuerza aérea limitada por la falta de combustible, equipamiento y otras carencias; estaba ante la derrota en todos los frentes; y sus ciudades sometidas a bombardeos de los que apenas podía defenderse. Alemania estaba fuera de la guerra, EE.UU. y Gran Bretaña estaban a punto de utilizar todo su poderío contra lo que quedaba de las fuerzas armadas japonesas. Además, la Unión Soviética -en ese momento todavía neutral- se preparaba para atacar en el continente asiático: el Ejército Rojo, victorioso después de ganar a Hitler, estaba listo para atacar a través de la frontera manchú.

Mucho antes de los bombardeos de agosto de 1945 -por cierto, ya a finales de abril de 1944, más de tres meses antes de Hiroshima- los servicios de inteligencia estadounidenses avisaron de que los japoneses probablemente se rendirían en cuanto la Unión Soviética entrara a la guerra si eso no implicaba la aniquilación nacional. El 29 de abril un documento del Estado Mayor Conjunto de Inteligencia dijo: «Si en algún momento la URSS entra a la guerra, todos los japoneses se darán cuenta de que la derrota absoluta es inevitable».

Por este motivo -porque acortaría drásticamente la guerra- antes de que la bomba atómica se probase con éxito (el 16 de julio de 1945) EE.UU. había instado enérgica y repetidamente a la Unión Soviética a que se sumara a los combates lo más pronto posible después de la derrota de Hitler. Se acordó una fecha de tres meses después de la rendición de Alemania -lo que fijó la fecha de ataque acordada del Ejército Rojo para aproximadamente el 8 de agosto, al terminar la guerra en Europa el 8 de mayo. (A fines de julio la fecha se postergó temporariamente una semana.)

Tampoco cabía ninguna duda de que la Unión Soviética se uniría a la guerra por sus propias razones. En la Conferencia de Potsdam en julio (antes del exitoso ensayo atómico) el presiente Truman registró lo siguiente en su diario después de reunirse con el primer ministro soviético José Stalin el 17 de julio: «Entrará la guerra japonesa el 15 de agosto. Será el fin de los japoneses cuando suceda.»

Al día siguiente, el 18 de julio, en una carta privada a su mujer, el presidente escribió: «Logré lo que vine a conseguir -Stalin entra a la guerra el 15 de agosto sin condiciones… Diría que eso terminará la guerra un año antes…»

El presidente también había sido instado por muchos altos consejeros -incluido, lo que es importante, el secretario de Guerra, Henry L. Stimson, el hombre que supervisó el desarrollo de la bomba atómica-, a ofrecer garantías de que se permitiría que el emperador japonés permaneciera como alguna forma de figurón impotente. Antes de que se utilizara la bomba insistió explícitamente ante el presidente de que a su juicio la guerra terminaría si se dieran garantías semejantes- sin usar la bomba atómica.

Tampoco existían obstáculos políticos insuperables para esa actitud: Destacados periódicos como el Washington Post, juntos con dirigentes del opositor Partido Republicano solicitaban un camino semejante. (Además el ejército de EE.UU. quería mantener al emperador en algún rol a fin de utilizar su autoridad para que ordenara la rendición y ayudara a administrar Japón durante el período de ocupación después del fin de la guerra, lo que, en los hechos, tuvo lugar: Japón todavía tiene emperador.)

Como indican la anotación del diario del presidente y la carta a su mujer, cabe poca duda de que comprendía el consejo de los expertos en inteligencia en cuanto al probable impacto del inminente ataque ruso. Hay también más evidencia respecto a ese punto central: Los estados mayores conjuntos estadounidense y británico -los máximos dirigentes militares de las dos naciones- también se reunieron en Potsdam para consolidar la planificación de las etapas finales de la guerra en el Pacífico. El general Sir Hastings Ismay, jefe de Estado Mayor del ministro de Defensa británico, resumió la última evidencia de inteligencia combinada (estadounidense-británica) de principios de julio para el primer ministro Churchill como sigue: «Cuando Rusia entre en la guerra contra Japón, los japoneses probablemente desearán terminar bajo casi cualquier condición que no sea el destronamiento del emperador».

El resultado del estudio conjunto de inteligencia de julio, claro está, simplemente volvió a señalar en su mayor parte lo que había sido el punto de vista esencial de la inteligencia estadounidense y de muchos de los principales consejeros del presidente durante todos los meses de primavera y verano antes de la reunión de julio en Potsdam.

Entre los principales motivos por los que se esperaba que el choque de la entrada soviética en la guerra fuera tan poderoso estaban: primero, que desafiaría al ejército japonés en lo que había sido uno de sus más importantes bastiones: Manchuria; segundo, que sería una señal de que no había literalmente ninguna esperanza una vez que la tercera de las tres grandes potencias dejara de ser neutral; y tercero, y tal vez aún más importante, que los dirigentes japoneses estaban temerosos en alto grado de que, con la economía japonesa desorganizada, los grupos izquierdistas podrían sentirse poderosamente alentados políticamente si la Unión Soviética llegara a jugar un papel importante en la derrota de Japón.

Además los servicios de inteligencia de EE.UU. habían descifrado códigos japoneses y sabían que los dirigentes japoneses esperaban desesperadamente, contra todo pronóstico, que se pudiera lograr alguna especie de acuerdo con Moscú como mediador. Ya que su estrategia estaba tan fuertemente concentrada en lo que los rusos podrían hacer, esto subrayaba aún más la opinión de que si el Ejército Rojo atacase, el fin no estaría muy lejos: la esperanza ilusoria de una negociación a través de Moscú quedaría totalmente destruida cuando los tanques soviéticos entraran en Manchuria.

En su lugar, EE.UU. se apresuró a utilizar dos bombas atómicas casi exactamente cuando un ataque soviético estaba originalmente planeado para el 8 de agosto: Hiroshima el 6 de agosto y Nagasaki el 9 de agosto. El momento elegido obviamente ha suscitado las preguntas de muchos historiadores. La evidencia disponible, aunque no concluyente, sugiere fuertemente que las bombas atómicas podrían haberse utilizado en parte porque los dirigentes estadounidenses «prefirieron» -como ha dicho el historiador Martin Sherwin, galardonado con el Premio Pulitzer- terminar la guerra con las bombas en lugar del ataque soviético. También parece que un factor importante fue el deseo de impresionar a los soviéticos durante las primeras riñas que terminaron por convertirse en la Guerra Fría.

Algunos analistas modernos han insistido en que la planificación militar japonesa para frustrar una invasión estaba mucho más adelantada de lo que se había pensado anteriormente, y amenazaba por lo tanto los planes de EE.UU. Otros han argumentado que los dirigentes militares japoneses estaban mucho más comprometidos con una o más de las cuatro ‘condiciones’ propuestas para una rendición de lo que sostiene una serie de expertos y que por lo tanto es probable que hubieran insistido enérgicamente en que se continuara la guerra.

Es imposible, claro está, saber si el consejo de los máximos servicios de inteligencia estadounidenses y británicos de que un ataque ruso probablemente llevaría a la rendición era correcto. Sabemos que el presidente hizo caso omiso de esas opiniones y del consejo de gente como el secretario de Guerra Stimson de que la guerra podría acabarse de otras maneras cuando tomó su decisión. Éste, por cierto, es un hecho importante de por sí al considerar si la decisión fue justificada, ya que se sacrificaron tantas vidas civiles en ambos bombardeos.

Además, muchos destacados historiadores que han estudiado cuidadosamente los antecedentes estadounidenses y japoneses (incluidos, entre otros, Barton Bernstein y Tsuyoshi Hasegawa) han concluido que por cierto Japón estaba en tales dificultades que probablemente -como habían insistido la inteligencia estadounidense y británica mucho antes de los bombardeos- la guerra habría terminado antes de la fecha prevista para la invasión en noviembre, una vez que participaran los rusos.

También es importante señalar que había muy poco que perder si se utilizaba el ataque ruso para terminar la guerra. Las bombas atómicas se lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki el 6 y el 9 de agosto. Quedaban todavía tres meses antes de que pudiera tener lugar el primer desembarco en noviembre. Si el ataque ruso a principios de agosto no hubiera dado los resultados esperados, es obvio que las bombas podrían haberse utilizado en todo caso antes que se perdieran vidas en el desembarco.

(Ya que el uso de las bombas atómicas y la entrada de Rusia a la guerra tuvieron lugar casi exactamente al mismo tiempo, los expertos han debatido  extensamente qué factor influyó más en la rendición. Es, por cierto, un asunto muy diferente de si el hecho de utilizar la bomba atómica se justificaba como la única manera de terminar la guerra. A pesar de todo, es instructivo señalar que hablando en privado con altos oficiales del ejército el 14 de agosto, el emperador japonés declaró de modo terminante: «La situación militar ha cambiado repentinamente. La Unión Soviética entró a la guerra contra nosotros. Los ataques suicidas no pueden competir con el poder de la ciencia. Por ello, no queda ninguna alternativa…» Y el rescripto imperial que el emperador emitió a los oficiales y soldados para asegurarse de que depusieran sus armas señaló: «Ahora que la Unión Soviética ha entrado a la guerra, continuar bajo las condiciones actuales en el interior y el exterior solo llevaría a más daño inútil… Por ello… voy a hacer la paz.»)

La perspectiva más esclarecedora, sin embargo, proviene de los máximos dirigentes estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial. La creencia generalmente aceptada de que la bomba atómica salvó un millón de vidas está tan generalizada (aparte de la inexactitud de esa cifra, como señala Samuel Walker) que la mayoría de los estadounidenses no se han detenido a considerar algo bastante impactante para cualquiera que se preocupe seriamente del tema. No solo la mayoría de los altos dirigentes militares de EE.UU. pensaba que los bombardeos fueron innecesarios e injustificados, muchos se sintieron moralmente ofendidos por lo que vieron como destrucción innecesaria de ciudades japonesas y de lo que eran esencialmente poblaciones no combatientes. Además, hablaron de manera bastante abierta y pública sobre el tema.

El general Dwight D. Eisenhower describe cómo reaccionó cuando el secretario de Guerra Henry L. Stimson le dijo que se utilizaría la bomba atómica:

«Durante su enumeración de los hechos relevantes, fui consciente de un sentido de depresión y por lo tanto le expresé mis graves dudas, primero sobre la base de mi creencia de que Japón ya estaba derrotado y que el lanzamiento de la bomba era totalmente innecesario, y segundo porque pensaba que nuestro país debía evitar el choque a la opinión pública mundial por el uso de un arma cuyo empleo, pensaba, ya no era indispensable como una medida para salvar vidas estadounidenses».

En otra declaración pública, el hombre que después llegó a ser presidente de EE.UU. fue directo: «No era necesario atacarlos con esa cosa horrible».

El general Curtis LeMay, el duro «halcón» de la Fuerza Aérea del Ejército, también se desanimó. Poco después de los bombardeos declaró en público: «La guerra habría terminado en dos semanas… La bomba atómica no tuvo nada que ver en absoluto con el final de la guerra.»

El almirante de la Flota, Chester W. Nimitz, comandante de la Flota del Pacífico, hizo la siguiente declaración: «Los japoneses, en realidad, ya habían pedido la paz… La bomba atómica no jugó ninguna parte decisiva, desde un punto de vista puramente militar, en la derrota de Japón.»

Señalé anteriormente el informe que hizo el general Sir Hastings Ismay, jefe de Estado Mayor del ministro británico de Defensa, al primer ministro Churchill de que «si Rusia entrara a la guerra contra Japón, los japoneses probablemente desearían salirse bajo casi cualquier condición que no fuera el destronamiento del Emperador». Al oír que el ensayo atómico fue exitoso, la reacción privada de Ismay fue de «repulsión». 

Poco antes de su muerte, el general George C. Marshall defendió quedamente la decisión, pero en general consta que dijo repetidamente que no fue una decisión militar, sino más bien política. Aún más importante, mucho antes del uso de las bombas atómicas, documentos contemporáneos muestran que Marshall sentía que «esas armas podrían usarse primero contra objetivos militares propiamente tales como una gran instalación naval y si no se derivaba un resultado total como efecto, pensaba que deberíamos determinar una cantidad de grandes áreas manufactureras donde se pudiera advertir a la gente de que se fuera, diciendo a los japoneses que nos proponíamos destruir esos centros…»

Como sugiere el documento sobre los puntos de vista de Marshall, resulta que la cuestión de si el uso de la bomba atómica era justificado no tiene que ver con si eran posibles otras opciones y si se informó a los máximos dirigentes al respecto. También tiene que ver con que si había que usar las bombas contra un objetivo en su mayoría civil o contra un objetivo estrictamente militar, que, de hecho era la alternativa explícita ya que, aunque había tropas japonesas en las ciudades, ni Hiroshima ni Nagasaki se consideraban vitales desde el punto de vista militar de los planificadores estadounidenses. (Es uno de los motivos por los que ninguna de ellas había sido fuertemente bombardeada hasta ese momento de la guerra.) Además, la selección de objetivos apuntaba explícitamente a instalaciones no militares rodeadas por casas de trabajadores. Esto nos ofrece una perspectiva más profunda de dos dirigentes militares más, igualmente conservadores.

Muchos años después el presidente Richard Nixon recordó que:

«El [general Douglas] MacArthur me habló una vez de modo muy elocuente al respecto, caminando por su apartamento en el Waldorf. Pensaba que era una tragedia haber utilizado la bomba. MacArthur creía que se deberían aplicar las mismas restricciones a las armas atómicas que a las armas convencionales, que el objetivo militar debería representar siempre un daño limitado a no combatientes… MacArthur, vea, era soldado. Creía en el uso de la fuerza solo contra objetivos militares, y es por eso que todo el asunto nuclear lo disgustaba.»

Aunque se podría citar a muchos otros, aquí tenemos, finalmente, la declaración de otro conservador, un hombre que era amigo cercano del presidente Truman, su Jefe de Gabinete (así como el del presidente Roosevelt), y el almirante de cinco estrellas que presidió reuniones del Estado Mayor Combinado de EE.UU. y el Reino Unido durante la guerra –

William D. Leahy:

«El uso de esa arma bárbara en Hiroshima y Nagasaki no sirvió de ninguna ayuda material en nuestra guerra contra Japón. Los japoneses ya estaban derrotados y prestos a rendirse… Al ser los primeros en utilizarla… adoptamos un estándar ético común a los bárbaros de la era del oscurantismo. No me enseñaron a hacer la guerra de esa manera, y no se pueden ganar guerras destruyendo a mujeres y niños».

Gar Alperovitz, profesor Lionel R. Bauman de economía política en la Universidad de Maryland y cofundador de Democracy Collaborative, es historiador y economista. Es autor, recientemente, de America Beyond Capitalism y (con Lew Daly) de Unjust Deserts. Su trabajo sobre la historia de la decisión de utilizar las armas atómicas contra Hiroshima y Nagasaki cubre más de cuatro décadas; su libro de 1995 The Decision to Use the Atomic Bomb sigue siendo uno de los relatos definitivos sobre las acciones y motivaciones de EE.UU. en el último y trágico capítulo de la Segunda Guerra Mundial.

Fuente: http://www.counterpunch.org/alperovitz08052011.html

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