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El culto de la nación indispensable

El 11-S más siete

Fuentes: Tomdispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens


Introducción del editor de Tomdispatch

¿Hay quien se pueda sorprender de que, una vez más, los ataques del 11-S-2001 se conviertan de modo reflexivo en zona cero para republicanos asediados por problemas? George W. Bush mostró el camino en la Convención Nacional Republicana, hablando de John McCain: «Necesitamos un presidente que comprenda las lecciones del 11 de septiembre de 2001.» Rudy Giuliani siguió su ejemplo, hostigando a Obama y sus partidarios: «Los demócratas mencionaron pocas veces los ataques del 11 de septiembre. Están en un estado de negación ante la amenaza que nos enfrenta ahora y en el futuro.» Después de la convención, es evidentemente hora de asegurar a la nación que Sarah Palin es exactamente el pitbull requerido para afrontar el próximo 11-S. Ahora llega la noticia de que este jueves, la interminable campaña electoral presidencial llegará – de modo bastante literal – a Zona Cero. Barack Obama y John McCain «dejarán de lado la política» y aparecerán juntos en las ceremonias de todos los años. A estas alturas, sin embargo, ya es demasiado tarde para «dejar de lado» el 11-S, y mucho menos extraerlo de la política estadounidense. Nuestro mundo ha sido profundamente cambiado, después de todo, por las decisiones que sus máximos funcionarios tomaron después de esos ataques.

A pesar de todo, retomando la pregunta implícita del presidente ¿qué «lecciones» exactamente debieran aprenderse, siete años después, fuera de que se obtiene una probabilidad razonable de ganar elecciones invocando hasta la saciedad el 11-S? Como indica a continuación Andrew Bacevich, autor del éxito de ventas del New York Times: «The Limits of Power: The End of American Exceptionalism,» hay ciertamente lecciones que aprender. Son, de hecho, devastadoras para el gobierno de Bush, y a menos que se lleguen a comprender, hay indudablemente más desastres en perspectiva. (Para ver un vídeo [en inglés] de Bacevich discutiendo esas lecciones posteriores al 11-S, pulse aquí. Tom

El 11-S más siete

Andrew J. Bacevich

Los eventos de los últimos siete años han llevado a un veredicto definitivo sobre la estrategia que el gobierno de Bush concibió después del 11-S para librar su así llamada Guerra Global contra el Terror. Esa estrategia ha fracasado, masiva e irrevocablemente. Reconocer ese fracaso significa enfrentar una urgente prioridad nacional: desechar el enfoque de Bush a favor de una nueva estrategia nacional de seguridad que sea realista y sostenible – una tarea que, lamentablemente, ninguno de los candidatos a presidente parece capaz de reconocer o dispuesto a adoptar.

El 30 de septiembre de 2001, el presidente Bush recibió del Secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, un memorando delineando los objetivos de EE.UU. en la Guerra contra el Terror. Redactado por el estratega jefe de Rumsfeld, Douglas Feith, el memorando declaraba efusivamente: «Si la guerra no cambia significativamente el mapa político del mundo, EE.UU. no logrará su objetivo.» Ese objetivo, tal como lo explicó Feith en una misiva subsiguiente a su jefe, era «transformar Oriente Próximo y el mundo del Islam en general.»

Rumsfeld y Feith eran correligionarios. Junto con otros altos responsables del gobierno de Bush, adoraban en la Iglesia de la Nación Indispensable, una secta pequeña, pero intensamente devota, basada en Washington, formada inmediatamente después de la Guerra Fría. Miembros de esa iglesia compartían un aprecio exaltado de la eficacia del poder estadounidense, en especial del poder duro. La estrategia de transformación emergió como expresión directa de su fe.

Los miembros de esa iglesia también estaban unidos por una estimación igualmente exaltada de sus propias capacidades. ¡Bienhadada la nación dotada de funcionarios del Estado tan sabios y sofisticados cuando más falta le hacen!

El objetivo de transformar el mundo islámico era absolutamente audaz. Implicaba trascendentales ajustes políticos, económicos, sociales e incluso culturales. En una conferencia de prensa el 18 de septiembre de 2001, Rumsfeld habló de modo terminante de la necesidad de «cambiar la forma en que viven.» Rumsfeld no especificó quienes eran «ellos.»No era necesario. Sus oyentes comprendieron sin necesidad de que se les dijera: «Ellos» eran musulmanes que habitaban un vasto arco de territorio que iba desde Marruecos en el oeste hasta los territorios moro del sur de las Filipinas en el este.

Sin embargo, la acción audazmente concebida, si era ejecutada con éxito, ofrecía la perspectiva de solucionar una multitud de problemas. Una vez pacificado (o «liberado»), Oriente Próximo dejaría de engendrar o albergar terroristas anti-estadounidenses. Podrían declinar los temores posteriores al 11-S de que armas de destrucción masiva cayeran en manos de malhechores. Regímenes locales, tristemente célebres por ser venales, opresores, e ineptos, podrían finalmente tomar en serio la limpieza de su comportamiento. Florecerían valores liberales, incluidos los derechos de las mujeres. Una parte del mundo perpetuamente presionada por la violencia, gozaría de una cierta estabilidad, y la estabilidad prometería, como si fuera por casualidad, que se facilitara la explotación de las reservas de petróleo de la región. Incluso existía la posibilidad de realzar la seguridad de Israel. Como un poderoso antibiótico, la estrategia de transformación del gobierno de Bush prometía eliminar más que una sola infección, sino varias; o para cambiar de metáforas, una estrategia de transformación significaba ganar todos los juegos.

Cuando llegó la hora de la puesta en marcha, el imperativo del momento fue pensar en grande. Sólo días después del 11-S, Rumsfeld encargó a sus subordinados que imaginaran un plan de acción que tuviera «tres, cuatro, cinco pasos.» Al llegar diciembre de 2001, el Pentágono se había convencido de que el primer paso – hacia Afganistán – había tenido éxito. El gobierno de Bush perdió poco tiempo antes de embolsarse su aparente victoria. La atención se concentró rápidamente en el segundo paso, visto por los que estaban informados como clave para el éxito definitivo: Iraq. Si se liquidaba Iraq, los pasos tres, cuatro y cinco prometían ser fáciles. Escribiendo en el Weekly Standard, William Kristol y Robert Kagan lo entendieron a la perfección: «En los próximos meses, la visión del presidente, será lanzada exitosamente en Iraq, o morirá en Iraq.»

Es imposible exagerar al respecto: Las armas de destrucción masiva (inexistentes) de Sadam Husein y sus lazos (imaginarios) con al-Qaeda nunca constituyeron la verdadera razón para invadir Iraq – tal como el imperativo de defender a los «mantenedores de la paz» rusos en Osetia del Sur tampoco explica la decisión del Kremlin de invadir Georgia.

Iraq simplemente ofreció un sitio conveniente para lanzar un proyecto mucho mayor e infinitamente más ambicioso. «Después de alejar a Husein,» proclamó enardecido Max Singer, analista del Hudson Institute: «habrá un terremoto en toda la región.» El éxito en Iraq prometía dotar a EE.UU. de un poder sin precedentes. Una vez que EE.UU. hubiera impuesto un castigo ejemplar a Sadam Husein, como lo describió el influyente neoconservador Richard Perle, sería simple enfrentar a los otros imprudentes: «Podríamos hacerles llegar un breve mensaje, un mensaje en cinco palabras: ‘Ahora te toca a ti.'» Enfrentados a la perspectiva de compartir la suerte de Sadam, sirios, iraníes, sudaneses, y otros regímenes recalcitrantes verían que la sumisión era el camino más sabio – por lo menos eso creían Perle y otros.

Miembros del gobierno trataron de imbuir esa visión estratégica con un barniz ideológico más suave. «Durante 60 años,» explicó Condoleezza Rice a un grupo de estudiantes en El Cairo, «mi país, EE.UU., buscó la estabilidad a costas de la democracia en esta región, aquí en Oriente Próximo – y no logramos ni lo uno ni lo otro.» Ya no. «Ahora, estamos adoptando un camino diferente. Estamos apoyando las aspiraciones democráticas de toda la gente.» Los musulmanes del mundo debían saber que los motivos tras la incursión de EE.UU. en Iraq y sus acciones en otros sitios en la región, eran (o, por lo menos, se habían convertido rápidamente en) totalmente generosos. ¿Quién sabe? Tal vez Rice llegó a creer lo que decía.

En ambos casos – si la estrategia de transformación apuntaba a la dominación o a la democratización – hoy en día, siete años después de que fuera concebida, podemos evaluar exactamente lo que ha producido. La respuesta es clara: casi nada, aparte de dilapidar vastos recursos y de exacerbar la caída hacia la deuda y la dependencia, que representa una amenaza estratégica mucho mayor para EE.UU. que la que jamás fuera Osama bin Laden.

En realidad, apenas había iniciado el Pentágono su segundo paso, su invasión de Iraq, toda la estrategia comenzó a deshacerse. En Iraq, murió la visión del presidente Bush de transformación regional, tal como habían temido Kagan y Kristol. Por más que pretendan que la resucitó la así llamada ‘oleada’, no lo logrará. Incluso si mañana Iraq fuera a lograr estabilidad y se convirtiera en un miembro responsable de la comunidad internacional, ninguna persona sensata podría sugerir que la Operación Libertad Iraquí sea un modelo para aplicarlo en otros sitios. El senador John McCain dice que mantendrá tropas de combate de EE.UU. en Iraq durante todo el tiempo necesario. Pero ni siquiera él propone «solucionar» cualesquiera problemas planteados por Siria o Irán (mucho menos Pakistán) empleando los métodos utilizados por el gobierno de Bush para «solucionar» el problema planteado por Iraq. Puede que la Doctrina Bush de guerra preventiva siga siendo nominalmente válida. Pero como algo práctico, ha fallecido.

EE.UU. no cambiará el mapa político del mundo de la manera soñada otrora por altos responsables del gobierno. No habrá un terremoto que reajuste Oriente Próximo – a menos que la creciente influencia de Irán, Hezbolá y Hamás en los últimos años pueda ser calificada de terremoto. Ante los actuales compromisos del Pentágono, no habrá tampoco amenazas de «Ahora te toca a ti» – por lo menos ninguna que preocupe a nuestros adversarios, como lo demostraron claramente los rusos. Tampoco habrá una ola de reforma democrática – hasta Rice ha cesado su parloteo al respecto. El Islam seguirá siendo obstinadamente resistente al cambio, excepto si tiene lugar según sus propios términos. No cambiaremos la forma en la que «ellos» viven.

En un libro que escribió en co-autoría durante los preparativos para la invasión, Kristol declaró, confiado: «La misión comienza en Bagdad, pero no termina allí.» De hecho, la estrategia de transformación del gobierno de Bush ha terminado. Ha fracasado miserablemente. Mientras antes encaremos ese fracaso, más pronto podemos comenzar a reparar el daño.

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Andrew J. Bacevich es profesor de historia y relaciones internacionales en la Universidad de Boston. Su nuevo éxito de ventas es «The Limits of Power: The End of American Exceptionalism.»

Copyright 2008 Andrew J. Bacevich

http://www.tomdispatch.com/post/174974/andrew_bacevich_worshiping_the_indispensable_nation