Este 11 de setiembre ha muerto Abimael Guzmán Reynoso, el líder de la agrupación armada Sendero Luminoso, tras 29 años de carcelería.
El gobierno de Pedro Castillo (primer gobierno de izquierda en 200 años de república) se encuentra atrapado en una crisis de conciencia sobre qué hacer con los restos, porque según la oposición derechista, mayoritaria en el Parlamento, pueden convertirse en objeto de veneración.
El estado peruano, desde la dictadura de Fujimori (1992-2000), se prestigió por haber acabado con el terrorismo. Decía haberlo derrotado política y militarmente. Nunca dijo que acabó con las causas estructurales que hicieron posible la violencia, pero cada cierto tiempo sorprendían al público con increíbles noticias de reestructuración del aparato orgánico o de sobrevivencia de los remanentes del terrorismo. Son casi tres décadas de aprovechamiento del tema para obtener fines políticos a través del miedo. El pánico vende, el miedo desmoviliza, la estupidez paraliza y la imbecilidad se multiplica de acuerdo a los titulares de la prensa amarilla y las patinadas de la TV basura. Tiene que suceder algo en la zona cocalera en épocas electorales, sino no hay porcentajes de votos para la derecha y en especial para el partido fujimorista. Las campañas psicosociales son fáciles de manejar, los armatostes desinformadores se crean en las oficinas de DIRCOTE (Dirección contra el terrorismo) y pasan un file o «fail» a los incompetentes que dicen trabajar en la «unidad de investigación» de cada medio de prensa. Ahora le temen a un cadáver.
¿Dónde está el fracaso? El estado no confía en su capacidad de crear consensos contra el terrorismo, no confía en sus mecanismos de control del subconsciente colectivo y le teme aún a Sendero Luminoso. Si hay alguien asustado aquí es el vencedor, no el vencido.
Dice la doctrina penal que la pena sirve para redimir al reo y reincorporarlo a la sociedad. Nótese que la prisión militar de la Base Naval del Callao, donde estuvo recluido Guzmán, no redime, no reeduca, no trabaja para reincorporar a la sociedad al culpable de terrorismo. No se trata de un castigo al sentenciado, sino de una humillante venganza, de la liquidación física y moral del preso. La peligrosidad del reo hizo que convivamos con un régimen penitenciario fuera de la ley. ¿Tanta era su peligrosidad? De haber ido a una prisión común, ¿podía convocar multitudes?
Igualmente pasa ahora con su cadáver al que no saben qué más hacerle. Un cuerpo inerte está jaqueando a un régimen que se autoproclama «estado de derecho». No saben si quemarlo, si esparcir sus cenizas en el mar, si no mancillar el mar de Grau con sus cenizas, si sepultarlo en secreto sin mostrarlo a sus deudos, si desaparecerlo para que su tumba no se convierta en lugar de veneración. Es tan patético el espectáculo que merecería un cuento al estilo Gabo.
Los tres poderes del estado actúan como los tres chiflados dándose tropezones y sin saber en qué dirección correr. Un parlamento hostil dominado por el fujimorismo en varios matices, acusa al ejecutivo por estar repleto de senderistas-terroristas encubiertos. ¡Sendero Luminoso está en palacio!, dicen. La prensa color pus sube las tintas de sus titulares y editoriales para demostrar el senderismo en el gobierno y pedir la vacancia del gabinete ministerial. Pero el cadáver, ay, siguió muriendo. No basta con que el presidente Pedro Castillo deslinde con el terrorismo ni que varios de sus ministros exijan la atomización del cuerpo.
La doble moral de la derecha, incluidas las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional, necesita del cadáver y a la vez quieren desaparecerlo. Lo necesitan en la medida que el pánico antiterrorista es una garantía de gobernabilidad. Reclaman desaparecerlo porque el cadáver puede reclutar simpatías y su tumba será un templo. Dudan en desaparecerlo, porque se convertirá en mito. Al final, la opinión de los militares, que no derrotaron a Sendero Luminoso, prevalecerá y lo han de incinerar para que sus cenizas vayan a destino desconocido.
Lógico es que las víctimas del terrorismo de Sendero Luminoso reclamen el máximo rigor, a menos que crean que les agradecerán por haber matado a sus padres, hijos o familiares cercanos. Nadie puede mofarse del dolor ajeno: no tienen derecho. Igualmente nadie puede mofarse del dolor de las víctimas del terrorismo de estado, ese que perpetraron las Fuerzas Armadas genocidas contra pobladores civiles desarmados.
Por otra parte, los marxistas no podemos rasgarnos las vestiduras por un cadáver. El cuerpo inerte es una porción de materia del universo, nada más. En sí mismo, no merece deificación ni veneración. La «sagrada sepultura» es un concepto cristiano, por lo tanto metafísico. Los que emprenden el camino de la lucha armada están absolutamente convencidos de la insignificancia de sus restos después de haber sido ejecutados o asesinados. Del paradero de la muerte, no hay boleto de regreso, tal como no existe la «resurrección de la carne». En tal sentido, reclamar el cadáver solo tendría efectos en cuanto a la satisfacción de un derecho reconocido en la legislación y para fines criminalistas de investigación de causas del deceso. La pervivencia del mito está muy por encima del destino del cuerpo.
Pero mientras el cadáver siguió muriendo, al decir de César Vallejo, nos preocupa el otro cadáver: el de una democracia que hace medio siglo dejó de respirar porque su legitimidad solo convence a los ilusos, tontos e ingenuos. Esta democracia que no puede aceptar que un maestro de escuela rural haya ganado las elecciones, que un quechua hablante masque hojas de coca en el Parlamento, que no concibe el progreso con justicia social. Ese es el verdadero cadáver putrefacto que cada 5 años sacan de su catafalco para tratar de revivirlo y que en cada ocasión apesta más. Estamos a tiempo de deshacernos de ese cadáver pestilente y suplantarlo por una democracia participativa que integre al pueblo a través del poder popular. Debe meditarse mientras los carroñeros disfrutan de su vocación funeraria y su aliento de cementerio.
¿LA LEY DEL FUEGO REDENTOR ES PARA TODOS?
A SENDERO LUMINOSO se le imputa delitos que realmente cometió y no fue precisamente levantarse en armas contra el estado. Cada atentado que perjudicó a población civil desarmada, a civiles que no eran parte beligerante, es un crimen de lesa humanidad. Pero no se le puede comparar con quienes desde el monopolio del poder, desde la posesión total de la fuerza del estado, y al amparo de una constitución que traicionaron, cometieron violaciones a los DDHH. Significaría que la máquina de matar de Sendero Luminoso fue infinitamente superior a los batallones contrasubversivos de las Fuerzas Armadas. La Comisión de la Verdad y Reconciliación tuvo que inventar un método de cálculo aproximado de muertos con efecto multiplicador, nada verosímil, para sentenciar a Sendero Luminoso como el peor de los agentes de violencia de 1980-1990.
Las víctimas se cuentan con nombres y apellidos, solo así se llega a una cifra verosímil. ¿A qué quiero llegar con esta comparación? A que si se trata de no brindar exequias fúnebres a ningún genocida, el teniente Telmo Hurtado, el comandante Camión, el mayor Santiago Martín Rivas, etc., deberían ser incinerados y echadas sus cenizas al desagüe. Pero voy mejor a los responsables mediatos de la desaparición física de gentes y pueblos. Digo mejor a los jefes de zonas de emergencia y de instalaciones militares o a los estrategas máximos de las Fuerzas Armadas. Tendríamos que quemarlos y desaparecerlos, no entregarles sus restos a sus familiares. Estaríamos siendo como ellos: porque ellos desaparecían personas y restos como el ladrón borra las huellas de sus delitos. Estaríamos instaurando un método en el manual de nuestra emputecida «democracia». Este tema no es para compartir el comentario bufones.
Es un tema bastante delicado porque sienta un precedente para ejecución posterior contra los restos de quienes secundaron a Abimael Guzmán. Y quemarán a Elena Iparraguirre, a Osmán Morote, a Feliciano, etc. etc. La lista es larga si se sienta jurisprudencia y se pontifica un accionar. En el Pentagonito se hallaron los hornos crematorios que usaron los militares para incinerar los restos de estudiantes detenidos-desaparecidos. Los restos de los mártires estudiantes de La Cantuta, por quienes está preso el exdictador Fujimori, fueron incendiados para tratar de desaparecerlos. La praxis es la misma. Reitero aquello que dije antes: a los alzados en armas, a los que optan por la clandestinidad y la ilegalidad, les importa un rábano lo que suceda con sus restos, porque materia son y nada más. Están resignados a sufrir las consecuencias de su accionar. Saben que de ser detenidos pasarán por las más inhumanas torturas, por el asesinato y la desaparición. Esa es una parte ineludible del tour.
El entrenamiento contrasubversivo de la Escuela de las Américas, tutelado por EEUU, hizo el recetario y los monos con uniforme, obedecen, acatan y ejecutan. Pero aparte de los simios, si en tu accionar cometiste violaciones a los derechos humanos no esperes que los deudos de las víctimas te tengan alguna consideración. El problema es el concepto que se pretende incrustar en la agenda de un supuesto estado de derecho. Ese mismo estado de derecho se pisa los cordones de los zapatos, se enreda en su propio laberinto, contradice convenios internacionales con fuerza de ley y está haciendo el más grande ridículo ante la comunidad mundial.
LA NUEVA GUERRA
Bajo el imperio del pensamiento único y de la tiranía ideológica neoliberal, se persigue cualquier manifestación de pensamiento alternativo y uno está obligado a repetir las consignas que impone el monopolio mediático. El lavado cerebral se da por mínimas cuotas de estupidez en cada titular de la prensa escrita y en cada noticia de la TV basura. Conforme pasan los días se convierte en habitual el lenguaje y los códigos que subrepticiamente se han empoderado del imaginario popular. La relación significante-significado poco importa, a ellos les importa más instaurar la presencia constante de significantes. La palabra «terrorismo» carece de significado explícito, pero se usa a menudo. Se abusa de ella para descalificar y estigmatizar a todo aquel que no se demuestre fanático de la economía de mercado y más abajo de la escala social a quienes pretendan un cambio de sociedad.
El homicidio y el asesinato están diferenciados en el derecho penal, mas no el delito de terrorismo. Eugenio Raúl Zaffaroni dictó una conferencia en la PUCP en pleno auge de la guerra interna, en 1983 y puso énfasis en no diferenciar el hecho punible por descalificar al delincuente. Me explico: un asesinato es un asesinato, así lo cometa un feminicida, un ratero o un subversivo. Para crear la ilusión de «terrorismo» tiene que añadirse el agravante de quién cometió el crimen y por qué finalidad u objetivo. Igual sucedería con la figura de genocidio: matar a mil no es lo mismo que matar a uno, pero tal vez la muerte de mil sea una estadística y pase a engrosar un libro de historia, mientras que un homicidio por emoción violenta solo pase a ser sentenciado por un tribunal. Los grupos irregulares que operan al margen de la ley no están en plano de igualdad con las instituciones que se rigen por la constitución y la legislación de un estado.
La matanza de Lucanamarca fue aceptada por Guzmán en la entrevista del siglo e incluso quiso darle una explicación dentro de la lógica de la guerra. La matanza de Putis fue perpetrada por el Ejército, al igual que Accomarca, Umaru, Bellavista, Cayara, etc. Ambas son condenables, son punibles, son repudiables. Ambas no diferenciaron hombres, mujeres, niños o ancianos. El agravante de la primera es que fue perpetrada por una organización que atenta contra el sistema de gobierno y los intereses de un estado, mientras que el agravante de la segunda es que fue perpetrada por quienes supuestamente defienden el estado de derecho.
Si tuviésemos que aceptar el indescifrable término «terrorismo», hubo un terrorismo subversivo y un terrorismo de estado. A este último se pretende pasarlo por alto, no es objeto de los ataques de la prensa mermelera y a lo más se justifican como «excesos». La estrategia contrasubversiva de las Fuerzas Armadas se centró en involucrar a la población civil en el enfrentamiento a Sendero Luminoso y así sacar un precioso dividendo que es el saldo de violaciones a derechos humanos compartida con su enemigo. Se resume así: tú matas civiles, como yo también mato civiles. En un momento de la guerra la disputa no era territorial sino poblacional. Cuántos indios, cholos, pobres, marginales y miserables matan ustedes y cuántos matamos nosotros. Los muertos son los Nadies, según el poema de Eduardo Galeano, no existen oficialmente ni socialmente, no son gente, no son ciudadanos. Las mujeres violadas por los militares no son mujeres, son indias. Los campesinos que no acataban los mandatos de Sendero Luminoso son menos que una estadística.
Cuando se pretende hacer la guerra popular al margen de las condiciones objetivas y estructurales, se corre el riesgo de la impopularidad; la violencia que se creía libertadora, no libera: somete y obliga. Cuando las condiciones objetivas están dadas, la guerra se masifica, cosa que jamás logró Sendero Luminoso. El terrorismo de estado pretendió masificar por la fuerza su peculiar campaña contrasubversiva y nunca derrotó a Sendero Luminoso. Ninguna matanza o genocidio frenó a Sendero Luminoso. Más bien creció gracias a esa mortal propaganda gratuita que les hicieron los militares. Sendero Luminoso, como todos saben, fue derrotado por un operativo policial (GEIN, 1992), no por una victoria militar.
Hoy ese terrorismo militar o terrorismo de estado ha pasado a ser patrimonio ideológico de un público intensamente trabajado por los medios de comunicación y que cree a Fujimori un «libertador» cuando en realidad fue sorprendido por la noticia de la “captura del siglo”. Ese terrorismo de ultraderecha, que ya no duda en pasar a la acción, no es perseguible ni investigable por la DIRCOTE. La complicidad de toda la Policía Nacional con el fujimorismo armado, es evidente. Las órdenes emanan de una jefatura que debería ser responsable ante el presidente de la república y a la cual no nos consta que Pedro Castillo le pida explicaciones. Estamos entonces bajo un gobierno de izquierda que permite a DIRCOTE y a la Policía Nacional que siga gozando de un cheque en blanco con mucho mayor crédito que aquel que le dieron los gobiernos anteriores.
En ese clima irrespirable prospera el calificativo «terrorista» contra toda organización de izquierda, personaje progresista o sujeto democrático. La agresión al ex -fiscal Avelino Guillén, quien llevó a prisión a Fujimori, es solo un botón de muestra de lo que puede hacer la prensa basura para polarizar a una sociedad y propiciar que esto culmine en un enfrentamiento entre peruanos. ¿Otra vez se pretende utilizar a la población civil en una supuesta campaña antiterrorista? ¿Quiénes saldrían beneficiados de un nuevo baño de sangre? Los grandes grupos económicos que controlan al Perú: Grupo Romero, Grupo Oviedo, Grupo Gloria, Club de la Construcción, Graña y Montero, etc. Los mismos que le deben al estado una fortuna en impuestos. Y esto no tiene que ver con la muerte de Abimael Guzmán ni con el traslado de Fujimori y Montesinos a una prisión común. Sigue el camino del dinero y llegarás a la verdad.