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El hambre nos va a matar antes que el coronavirus

Fuentes: Tricontinental

Ilustración Baasanjav Choijiljav (Mongolia), Promise [Promesa], 2018.

Estimados amigos y amigas,

Saludos desde las oficinas del Instituto Tricontinental de Investigación Social.

En abril de 2020, un mes después de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara la pandemia, el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de la ONU advirtió que el número de personas que viven con hambre aguda en el mundo se podría duplicar a fines de 2020 debido al coronavirus “a menos que se tomen medidas rápidas”. Un informe de la Red Mundial Contra las Crisis Alimentarias —que está compuesta por el PMA, la FAO y la Unión Europea— dijo que la pandemia producirá los niveles más altos de inseguridad alimentaria desde 2017.

Ninguno de estos informes ha llegado a la portada de los diarios. Poco se dice del hecho de que esta no es una crisis de producción de alimentos —ya que hay suficiente comida en el mundo para alimentar a todas las personas—, sino una crisis de desigualdad social. Esta crisis —la pandemia del hambre— debiera haber llamado la atención de todos los Estados. Pero no ha sido así. Más allá de algunos países —como China, Vietnam, Cuba y Venezuela—, se ha hecho muy poco para crear programas masivos de alimentación para prevenir condiciones de hambruna (como advirtió la FAO en mayo).

Cuando llevamos seis meses de pandemia, la cuestión del hambre sigue siendo un asunto urgente. En septiembre, la Red Mundial Contra las Crisis Alimentarias publicó un nuevo informe sobre la profundización de la crisis. El director general de la FAO, Qu Dongyu, advirtió sobre “la hambruna que se avecina” en muchas partes del mundo, especialmente en Burkina Faso, Sudán del Sur y Yemen. Actualmente se estima que una de cada dos personas en el mundo lucha contra el hambre. Nadie debiera irse a dormir con hambre por la noche.

Yemen, que ha enfrentado una guerra sin tregua emprendida por Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos (completamente respaldados por Occidente y por los fabricantes de armas), ha luchado contra la hambruna y las langostas del desierto, y ahora debe luchar contra la enormidad de la pandemia. Dos días después de que Qu Dongyu hiciera esos comentarios, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, hizo un llamado por el fin de la guerra en Yemen. La guerra ha destruido las instalaciones sanitarias del país, dijo Guterres, que no son capaces de recibir los cerca de un millón de casos de covid-19 en el país. La guerra “ha devastado las vidas de decenas de millones de yemeníes”, dijo.

Es importante comprender que la población de Yemen antes de que comenzara la guerra de Arabia Saudita y los Emiratos Árabes en 2015 era de solo 28 millones, o sea que “decenas de millones” significa casi todo el pueblo yemení. Un nuevo informe de la ONU muestra que Canadá, Francia, Irán, Reino Unido y Estados Unidos siguen impulsando este conflicto con la venta de armas. El foco de atención debiera estar en la presión sobre los vendedores de armas saudíes y emiratíes, así como sobre los occidentales, para poner fin a la guerra contra el pueblo yemení. Es una guerra que produce hambruna en Yemen.

Igualmente ausente en la conciencia mundial está la guerra en curso en la República Democrática del Congo (RDC), impulsada en gran medida por la inconmensurable presencia de recursos en el país (como cobalto, coltán, cobre, diamantes, oro, petróleo y uranio). La guerra, las dificultades económicas y las fuertes lluvias habían llevado al hambre aguda a 21,8 millones de personas (de una población total de 84 millones) en diciembre de 2019, situación que se ha exacerbado desde la emergencia por la covid-19. Los indicadores sociales de la RDC son miserables: el 72% de la población vive por debajo de la línea de pobreza nacional, mientras el 95% vive sin electricidad. Estas son solo dos cifras, pero quizás la más impactante es que el valor estimado de los recursos del país es de 24 billones de dólares. Muy poco de esta riqueza va hacia el pueblo del Congo.

El 30 de junio de 1960, cuando el primer ministro Patrice Lumumba declaró la independencia de la RDC de Bélgica, dijo que “la independencia del Congo es un paso decisivo hacia la liberación de todo el continente africano” y que el nuevo gobierno “servirá a su país”. Esa era la promesa del país y el continente, pero Lumumba fue asesinado por el bloque imperialista el 17 de enero de 1961, y el país fue entregado a las empresas multinacionales occidentales. Antes de morir, Lumumba escribió un poema, con una esperanza que sigue viva:

¡Deja que el feroz calor del implacable sol de mediodía

queme tu dolor!

Deja que se evaporen en eternos rayos de sol,

esas lágrimas derramadas por tu padre y tu abuelo

Torturados hasta morir en estos campos de luto.

A ratos es difícil sentir esa esperanza, cuando al norte de Nigeria se ve un aumento de 73% de la población que sufre hambre durante la pandemia, Somalia ve un aumento de 67%, y Sudán uno de 64% (un cuarto de cuya población actualmente sufre hambre aguda). Mientras tanto, Burkina Faso, que significa “tierra de la gente honrada”, ha visto un aumento de 300% en los casos de hambre aguda. Cuando Thomas Sankara dirigió Burkina Faso por cuatro años a partir de 1983, su gobierno nacionalizó la tierra para garantizar el acceso a quienes la trabajaban e inauguró proyectos de plantación de árboles e irrigación para aumentar la productividad y combatir la desertificación. Después de que el gobierno aprobara la ley de reforma agraria en 1984, Sankara fue a Diébougou, donde se dirigió a un mitin campesino con la promesa de “mejorar nuestra tierra y cultivarla en paz. Se acabó el tiempo en que la gente podía, sentada en sus salones, especular comprando y revendiendo tierras”. Todo esto terminó cuando Sankara fue asesinado en 1987.

La hambruna que arrasa estos países no es por falta de recursos. La RDC tiene 33 millones de hectáreas de tierra cultivable, que podrían alimentar a dos mil millones de personas si fueran cultivadas con alimentos de un modo agroecológico; sin embargo, actualmente solo el 10% de la tierra fértil del país está cultivada. Mientras tanto, el país gasta 1.500 millones al año en alimentos importados, dinero que podría utilizarse para invertir en el sector agrícola, donde el principal trabajo lo realizan mujeres agricultoras de subsistencia (que poseen menos del 3% de la tierra cultivable). La falta de poder entre lxs trabajadorxs agrícolas y lxs campesinxs genera un sistema torcido que privilegia a un puñado de conglomerados de agronegocios en vez de a cooperativas y familias agricultoras.

Esto nos lleva a India. El gobierno de ultraderecha de Narendra Modi logró aprobar tres proyectos de leyes agrícolas en la cámara alta del parlamento por votación oral, los más ruidosos gritando su aprobación mientras no se permitía debatir los problemas de las leyes. Esos proyectos de ley tienen nombres que sugieren una orientación hacia lxs pequeñxs agricultorxs, pero implementarán políticas que favorecen a los agronegocios: Ley de comercio y productos agrícolas (promoción y facilitación), Ley de acuerdo de garantía de precios y servicios agrícolas (empoderamiento y protección), y Ley de productos básicos esenciales (enmienda). Estas leyes ponen todo el sistema agrícola en manos de los “comerciantes”, es decir, las grandes empresas, quienes ahora establecerán los términos de los precios y las cantidades. La ausencia de una intervención del gobierno deja a las familias agricultoras a merced de las grandes corporaciones, cuyo poder ahora prácticamente no será supervisado. Esto tendrá un impacto negativo en la producción de alimentos y ciertamente contribuirá a profundizar el empobrecimiento de lxs pequeñxs campesinxs y trabajadorxs agrícolas en India.

A medida que aumenta el hambre, también aumenta el ataque contra quienes trabajan la tierra. No sorprende que lxs campesinxs y trabajadorxs agrícolas en toda India digan que el hambre lxs va a matar antes que el coronavirus. Esta consigna resulta familiar para lxs campesinxs y trabajadorxs agrícolas de Brasil, quienes —como demostramos en nuestro dossier 27, Reforma agraria popular y lucha por la tierra en Brasil— hace mucho tiempo que luchan para democratizar las tierras. Como la Burkina Faso de Sankara, lxs valientes sem terra (‘sin tierra’) de Brasil tienen su propio proyecto: reforestar la tierra que fue saturada con agrotóxicos, ocupar las tierras no utilizadas para luego cultivarlas con prácticas agroecológicas, y forjar “una demanda amplia por una nueva visión de país como totalidad”.

Cordialmente, Vijay.

Fuente: https://www.thetricontinental.org/es/newsletterissue/39-hambre/