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El Tibet, en peligro de evolución

Fuentes: Rebelión

Se puede decir que en el Tíbet y Palestina se ha producido un fenómeno similar. En ambos lugares los colonos y los ejércitos de ocupación expulsan, exterminan y arrinconan a los habitantes que poblaron esos territorios desde hace milenios. Se sigue una política muy eficaz: lograr, poco a poco, que los colonos se conviertan en […]

Se puede decir que en el Tíbet y Palestina se ha producido un fenómeno similar. En ambos lugares los colonos y los ejércitos de ocupación expulsan, exterminan y arrinconan a los habitantes que poblaron esos territorios desde hace milenios. Se sigue una política muy eficaz: lograr, poco a poco, que los colonos se conviertan en mayoría, y la población originaria, en minoría. Con esa reflexión he decidido volver a publicar un corto testimonio de cómo era Tíbet en 1998, hace 21 años, «cuando China seguía siendo comunista» y no se había convertido aún en el «monstruo capitalista» de hoy día.

Aproveché que vino a visitarme a Pekín, a finales del siglo XX, mi sobrino Eduardo Anievas Cortines, magnífico pintor afincado actualmente en Nueva York, y le dije -ya que yo estaba vigilado las 24 horas del día- que viajara a Lhasa y escribiera una crónica sobre lo que allí pasaba. Este escriba era en aquel entonces Delegado de la Agencia EFE en China (1997-2003), y tenía muchas ganas de plasmar en el papel lo que veían «unos ojos jóvenes y frescos», sin prejuicios ni perjuicios, en el antiguo Reino del Chumulamma (1). Eduardo en 1998 tenía 23 años y, aunque ya había dado muestras de su genio en varias galerías de Berlín, Sofía (Bulgaría), Lisboa, etc., nunca había escrito nada como periodista. Me daba igual, conocía su coraje y espíritu aventurero y sabía que su curiosidad daría fruto. Mi sobrino, quien me hizo un retrato en 1992 (cuando yo tenía cuarenta años) que ha sido utilizado para ilustrar breves biografías, después de pasar dos semanas en Tíbet me trajo la esperada crónica, que lanzamos al mundo hispánico, en octubre de 1992, como «una nota más» de la Agencia EFE. Animo, a los que lean su testimonio sobre el Tíbet, que pinchen en el enlace donde se puede ver una muestra de su extraordinaria producción artística que, sin duda, dejará huella en los tiempos venideros. Hacer clic aquí «Eduardo Anievas».

A continuación, transcribo su crónica, desde una hoja amarillenta que aún conservo entre mis papeles. Me congratulo de haberla encontrado casualmente cuando, buscando una cosa, apareció su testimonio, cual serendipia que refresca el alma y la memoria.

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Lhasa, 24 oct. de 1998 (EFE)- El frenético desarrollo económico de China no respetó el suelo sagrado del Tíbet. Su capital, Lhasa, ha triplicado su población en apenas diez años, contando ahora con 160.000 habitantes de los que entre el 30 y el 40% son chinos «han» (la etnia predominante del gigante asiático), porcentaje que va en aumento.

Hoteles de lujo, karaokes, peluquerías o música de «Back Street Boys» configuran la fachada de las calles centrales de la ciudad del Dalai-Lama.

Lhasa se transforma. Los ingredientes son el turismo, el libre mercado y terreno por explorar, y el resultado un cocktel explosivo, los cambios se suceden a velocidad china: vertiginosa.

La mayoría de los tibetanos continúa con su antiguo estilo de vida, como si no les importaran los cambios o no los entendieran.

Algunos se suben al carro del capitalismo y compiten con los chinos que vinieron a hacer dinero, otros pocos recelan de la situación y mantienen sueños independentistas.

«Maté a siete chinos como francotirador, les acerté justo en mitad de la frente y se posaban suavemente en el suelo», declaró a EFE Kempsun, ex activista de la guerrilla tibetana, mientras paseaba por los alrededores del templo de Jokhang.

«Los militares chinos se llevaron a mis padres en un furgón y los encerraron en la cárcel, sin ninguna razón», explicó Kempsun, añadiendo que «cuando fui a protestar me cortaron el dedo meñique y me lo metieron en el bolsillo de la camisa. Sonriendo me dieron una palmadita en la espalda y me dijeron que me fuera para casa».

«Al día siguiente participé por primera vez en los enfrentamientos militares, conseguí unas granadas y las lancé contra uno de los cuarteles chinos, fue una experiencia maravillosa», agregó Kempsun, mostrando las numerosas cicatrices de machete y de metralla que lleva en el cuerpo.

Kempsun vive refugiado en un monasterio budista en la montaña, impotente y apartado de su ciudad natal, Lhasa, para no presenciar los cambios que están acabando con las tradicionales formas de vida del Tíbet.

Un desarrollo tan rápido que no es fácilmente asimilable y provoca situaciones muchas veces pintorescas como es el caso de Zethenshuzo, un monje budista que se comunica con su monasterio mediante un «talky walky».

Aún así, permanecen muchos oasis en la vieja Lhasa, como la visión de cientos de nómadas que van a rezar a las puertas del templo de Jokhang, o un paseo por el mercado que lo rodea, siempre recorriéndolo en el sentido de las agujas del reloj, como indica la tradición.

Uno se puede perder por callejuelas, donde encontrará hileras interminables de vendedores de mantequilla de yack, gente sacando la lengua en señal de cortesía o viejos sentados tranquilamente en la calle inhalando «piyhá».

Pero lo particularmente maravilloso en el Tíbet son sus habitantes, amistosos, cordiales y con inacabables dosis de generosidad.

Un paseo por la montaña o por las granjas y no será raro que un monje, o una anciana solitaria (2), o una familia, te abran las puertas de su hogar y te ofrezcan té y comida, y si es un poco tarde probablemente te ofrezcan su cama.

Así, cambia la arquitectura, aumenta el nivel económico, comienza la polución de los coches y cambian las costumbres, solo nos queda esperar que no cambie el corazón de los tibetanos, la verdadera magia del Tíbet.

Notas

-1- El «Chumulamma», que suele traducirse como «La Madre del Universo» o «La Diosa Madre de las Nieves» es el nombre tibetano del monte «Everest», vocablo éste último introducido por los anglosajones y que es prácticamente desconocido en China.

-2- Me contó, aunque no lo dice en la crónica, que la anciana del relato vivía en una cueva de una montaña, con la que se encontró por casualidad al perderse al anochecer. En esa caverna había un pequeño altar con un retrato del Dalai Lama, cuya imagen estaba prohibida en Lhasa. Esa mujer mayor causó una profunda impresión a Eduardo.

Blog del autor: http://m.nilo-homerico.es/reciente-publicacion/