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55 años desde la Matanza de My Lai en Vietnam

El último niño de My Lai

Fuentes: CounterPunch - Imagen: Dos niños vietnamitas, Truong Bon y Truong Nam, en la carretera a My Lai momentos antes de ser asesinados. Foto de Ronald Haeberle.

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

Estos días se cumplen 55 años desde la Matanza de My Lai, en la que soldados estadounidenses masacraron a 504 civiles vietnamitas desarmados.

Alrededor de las 11:30 h del 16 de marzo de 1968, el capitán Ernest Medina ordenó el alto el fuego de las tropas estadounidenses bajo su mando en la aldea survietnamita de My Lai 4. Tras casi cuatro horas de disparos, se produjo el silencio. Todo estaba en silencio, aunque la orden solo era para los soldados estadounidenses. Había silencio porque ningún vietcong de la aldea estaba disparando. Había silencio porque el Vietcong no hizo ningún disparo contra las tropas de EE.UU. ese día. Había silencio porque no se encontró a ningún guerrillero del Vietcong en la aldea ese día. Había silencio porque la mayoría de quienes se encontraban ese día en la aldea estaban muertos.

Los disparos dieron inicio a las 7:50 de la mañana, cuando dos helicópteros de combate Huey comenzaron a ametrallar los límites de la aldea para cubrir a los pelotones de Medina. Los helicópteros disparaban a cualquiera que huyera de la aldea, asumiendo que debían pertenecer al Vietcong.

Apenas cinco minutos después, la compañía Charlie ya estaba sobre el terreno, bajo el mando del teniente William «Rusty» Calley. Un informe por radio del pelotón de Calley afirmaba que ya habían matado a 15 vietcong y que aún no habían encontrado resistencia. Siguieron matando durante los 210 minutos siguientes. Sacaron a familias de sus cabañas, las alinearon a lo largo de una zanja y las dispararon. Dispararon a gente que trabajaba en el campo. Dispararon a quienes corrían para ponerse a cubierto. Dispararon a los heridos. Dispararon a quienes intentaban ayudar y consolar a los heridos. Dispararon a jóvenes y ancianos. Dispararon a madres y abuelas. Dispararon a todo aquel que vieron. No dispararon a nadie que les disparara. No dispararon a nadie que tuviera un arma. No dispararon a ningún vietcong.

A las 11:30 de la mañana, cuando Medina dio la orden de alto el fuego, las fuerzas de EE.UU. habían asesinado a 504 personas. Cuando rastrearon los montones de cadáveres y registraron las cabañas, los búnkeres y los túneles, encontraron tres armas, todas ellas de fabricación estadounidense. Ningún soldado estadounidense resultó herido por fuego enemigo en toda la operación. Lo más cerca que estuvieron las tropas estadounidenses de recibir un disparo aquel día fue cuando el suboficial Hugh Thompson y sus dos compañeros de tripulación, Lawrence Colburn y Glenn Andreotti, intervinieron para evitar que los soldados del 2º pelotón mataran a un grupo de mujeres y niños vietnamitas escondidos en un búnker. Otro soldado estadounidense se disparó en el pie para evitar verse obligado a matar a civiles heridos.


Fue Hugh Thompson quien denunció la masacre. Desde su helicóptero, él y su tripulación fueron testigos de la matanza. Vieron lo que parecían ser mujeres y niños vietnamitas que marchaban hacia una zanja y eran fusilados. Lo que no vieron fue fuego enemigo. No vieron a ningún vietcong, ni uno solo. Thompson y su tripulación estaban tan horrorizados que tomaron tierra en la zona de fuego. Inmediatamente después de aterrizar vieron a una mujer vietnamita con una herida abierta en el pecho. Thompson solicitó un helicóptero medicalizado para su evacuación, pero antes de que llegara vio a un soldado con galones de capitán en el casco que se acercaba a la mujer, le daba una patada con la bota, retrocedía unos pasos y la acribillaba con su M-16. «Ella es historia y yo estoy aquí sentado», le dijo Thompson a Colburn. «Dios mío, acaba de matarla». El hombre con galones de capitán y el M-16 era Ernest Medina.

El incendio de My Lai 4 visto desde un helicóptero del ejército estadounidense.

Thompson no fue el único que aquel día observó la masacre desde el aire. También lo hicieron tres de los hombres que ordenaron la incursión en Pinkville, el nombre que el ejército estadounidense había dado a las aldeas de Son My. El espacio aéreo a 1.000 pies estaba reservado para el helicóptero que transportaba al teniente coronel Frank Barker, a 1.500 pies el helicóptero del coronel Oran Henderson rodeaba las aldeas y los arrozales, y por encima de todo volaba el helicóptero que transportaba al general de división Samuel Koster, todos los cuales serían más tarde cómplices de encubrir la matanza que tuvo lugar abajo.

Desde sus puestos de observación en el aire, dando vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj alrededor de las aldeas, los comandantes afirman haber visto cosas que no sucedieron y perderse cosas que sí sucedieron. En primer lugar afirmaron ver una feroz batalla entre el ejército estadounidense y el 48º Batallón de Fuerzas Locales del Ejército Popular de Liberación (Viet Cong); y en segundo lugar, una batalla que se desarrolló según lo previsto. Lo que los comandantes dijeron no haber visto fue los montones de cadáveres de civiles, el asesinato deliberado de mujeres y niños, las violaciones y violaciones en grupo de mujeres de tan sólo 12 años, los heridos pateados, apuñalados con bayonetas y fusilados, los cuerpos mutilados.

Si la “batalla” de My Lai se desarrolló según el plan, ¿cuál era ese plan? ¿Y a quién se le ocurrió?

A nivel operativo, el asalto a las cuatro aldeas de Son My (My Lai 4, My Khe 4, Binh Tay y Binh Dong) fue una represalia por la Ofensiva del Tet de un mes antes, que echó por tierra la propaganda de la administración Johnson de que Estados Unidos había cambiado las tornas y estaba ganando la guerra. En ese sentido los planificadores de la masacre de My Lai llegaron hasta lo más alto: El general Westmoreland, el general Earl Wheeler (jefe del Estado Mayor Conjunto), el secretario de Defensa Clark Clifford y el propio presidente Lindon B. Johnson.

Tanto la CIA como la inteligencia del ejército identificaron Pinkville como la zona donde se concentraban las fuerzas del Viet Cong que se alzaron a través de la provincia de Quảng Ngãi durante el Tet y querían que Pinkville pagara el precio. Normalmente el ejército estadounidense salía a patrullar junto con las tropas del ejército survietnamita (ESV), pero los espías querían que la incursión en Pinkville fuera una operación exclusiva de Estados Unidos. ¿Por qué? La razón oficial era que no confiaban en que las tropas del ESV no filtraran los planes al Viet Cong. Pero la verdadera razón puede haber sido que no confiaban en que las tropas del ESV siguieran adelante con la naturaleza del plan en sí, que consistía en «neutralizar» el pueblo, matar a sus habitantes (que según ellos eran todos vietcong), sacrificar el ganado, quemar las cabañas y envenenar los pozos con cadáveres de animales en descomposición.

La “neutralización” de Pinkville contó con la complicidad del Programa Phoenix de la CIA, que había sido creado un año antes para perseguir, detener, interrogar, torturar y matar a sospechosos del Viet Cong. El hombre de Phoenix sobre el terreno en la provincia de Quang Ngai era Nguen Duc Te, que describió My Lai 4 como una «aldea de combate de los comunistas» y entregó a sus superiores en la CIA una «lista negra» de varios cientos de nombres de aldeanos, muchos de ellos mujeres, sospechosos de ayudar o simpatizar con el Viet Cong. El Programa Phoenix funcionaba con un sistema de cuotas mensuales de vietcongs «neutralizados». Acabar con My Lai supondría un importante número en el recuento de bajas.

Cadáveres de mujeres y niños en la carretera a My Lai.

El plan de batalla de Pinkville no se plasmó en papel, por razones obvias. Pero los objetivos se difundieron de arriba abajo por la cadena de mando. Neutralizar las fuerzas que habían participado en la ofensiva del Tet, acabar con sus suministros y redes de apoyo locales, destruir sus búnkeres y túneles, quemar sus fuentes de alimentos y hacer imposible el regreso de los que sobrevivieran.

Los oficiales de inteligencia responsables de la masacre (Robert Ramsdell, de la CIA, y Eugene Koutuc, del Ejército) dejaron claro a los comandantes Koster, Henderson, Barker y Medina que las aldeas de Pinkville eran bastiones del vietcong y que todos sus habitantes en el momento de las incursiones debían ser considerados vietcong. Ramsdell aseguró a los comandantes que todos los civiles habrían abandonado las aldeas para dirigirse al mercado a las 7 de la mañana y que deberían encontrar alrededor de 450 combatientes norvietnamitas en Pinkville. La estimación de Ramsdell sobre el número de personas no estaba muy lejos de la realidad, pero ninguno de ellos era miembro del 48º Batallón.

Por otra parte, nada de eso parecía tener importancia. No se haría ninguna distinción entre el vietcong y los civiles. No se haría ningún esfuerzo por distinguirlos. Las aldeas se consideraban un bastión del vietcong; por lo tanto, todos y todo lo que había en ellas formaba parte de la red de apoyo del «enemigo». Como Barker le dijo a Medina, sus tropas tenían permiso para «destruir el pueblo, quemar las casas, destruir la cosecha de alimentos que pertenecía al Viet Cong y destruir su ganado».

La noche anterior a la incursión, Medina informó a sus nerviosas tropas. Muchos de los soldados de la compañía Charlie, incluido el subteniente Calley, eran nuevos en Vietnam. Habían visto poca acción y la que habían visto era aterradora: minas, trampas explosivas, emboscadas. Unos días antes, a lo largo del río Song Diem Diem, la compañía Charlie había sufrido 28 bajas, cinco de ellas mortales, y ni siquiera había visto al enemigo.
El discurso de Medina a sus soldados jugó con estos temores y deseos de venganza. Les dijo que las fuerzas que acababan de matar y herir a sus amigos les superarían en número por dos a uno. Les dijo que el desembarco sería en una zona conflictiva y que debían esperar muchas bajas por fuego enemigo. Medina dijo que debían considerar My Lai 4 una zona de fuego a discreción y que todos en el pueblo debían ser considerados vietcong.

Más tarde Calley dijo que las órdenes de Medina eran claras: «Nuestro trabajo era entrar rápidamente y neutralizar todo. Matar a todo». El oficial de radio, John Paul, recordó que Medina dijo que sólo habría vietcong y simpatizantes del vietcong en el pueblo, y «entendí que debían ser aniquilados». El soldado Charles Groover dijo que el mensaje que recibió de Medina fue: «Aniquiladlo. Quemad el pueblo. Todo ser viviente. Matadlos. Exterminar». Herbert Carter afirmó que Medina cerró su charla diciendo: «Cuando entremos en My Lai 4, empezará la temporada de caza. Cuando salgamos, no dejaremos nada vivo».

Las tropas desembarcaron en las afueras de My Lai 4 hacia las 7:50 y, a pesar de no ser recibidos con fuego enemigo, casi inmediatamente empezaron a disparar contra la gente. Uno de los primeros en morir fue un anciano, que a pesar de haber obedecido las órdenes de un soldado de dejar de correr y poner las manos en alto, fue ametrallado. Otro anciano fue encontrado acurrucado en una choza. El sargento David Mitchell gritó: «Disparadle». Y le dispararon. Unos minutos después Mitchell lanzó una granada contra una choza, matando a varias mujeres y niños. Así empezó todo.

Los cuerpos de una madre y su bebé en el exterior de su cabaña.

En el centro del pueblo 20 mujeres y niños recibieron disparos por la espalda mientras rezaban en un santuario budista. A una anciana le dispararon a quemarropa en el estómago con un lanzagranadas. A un anciano le dispararon en la cabeza mientras sus tres nietos se aferraban a él. A otro lo arrojaron a un pozo y lo hicieron estallar con una granada de mano.

Las tropas de Calley atravesaron el pueblo sacando a la gente de las chozas. Hacia las 8,00h Medina le llamó por radio quejándose de la lentitud de la operación. Calley respondió: «Hay muchos vietnamitas». Medina le contestó: «Pues deshazte de ellos».

Calley sabía lo que Medina quería y empezó a mover al grupo de varias docenas de mujeres y niños hacia una zanja, cuando vio a uno de sus soldados rasos al lado de la carretera, agarrando a una mujer por el pelo. Tenía los pantalones por los tobillos. La mujer estaba de rodillas, con un brazo alrededor de su hijo. El soldado raso, llamado Dennis Conti, tenía su rifle encañonando a la cabeza de la niña, mientras exigía sexo oral a su madre. Calley declaró en el juicio que corrió hacia Conti, gritando: «Ponte los malditos pantalones y ve a donde se supone que tienes que estar».
Ese día violaron al menos a nueve mujeres, varias de ellas niñas. Las agresiones sexuales no molestaban a Calley; lo que le molestaba era que las violaciones retrasaran la ejecución del plan. Y el plan era matar. Amontonar muertos. Acumular cadáveres. «Si un soldado recibe una mamada», dijo Calley al periodista John Sack, «no está haciendo su trabajo. No está haciendo aquello para lo que le pagamos. No está destruyendo el comunismo. No es eficaz en combate».

Medina volvió a llamar por radio, furioso por el retraso.
«¿Por qué has desobedecido mis órdenes?».
«Están esos búnkeres…», intentó explicar Calley.
«¡A la mierda los búnkeres!», gritó Medina.
«Y toda esta gente, que no se mueve deprisa…»
«No me cuentes chorradas», ordenó Medina. «¡Joder, acabad con toda esa maldita gente!»
Después de la segunda conversación con Medina, Calley llamó al soldado Paul Meadlo, un granjero de New Goshen, Indiana, y señaló al grupo de unos 80 vietnamitas.
«Sabes lo que tienes que hacer con ellos, ¿verdad?».
«Sí», respondió Meadlo.
Calley se alejó unos minutos y luego volvió gritando a Meadlo.
«Entonces, ¿por qué no los has matado?».
«¡No sabía que teníamos que matar gente!». protestó Meadlo.
«Matémoslos», espetó Calley.

Y así lo hicieron. Un año después, Meadlo, ya retirado del Ejército tras perder un pie a causa de una mina terrestre, se lo contó a William Wilson, investigador de la oficina del Inspector General del Ejército: «Calley abrió fuego primero y luego me uní yo. Estábamos a unos tres o cuatro metros de ellos. Calley empezó a disparar y luego me dijo que disparara yo. Usé más de un cargador. Creo que usé cuatro o cinco cargadores». Había 17 balas en cada cargador.

Mientras Calley y Meadlo ametrallaban a los vietnamitas en la zanja, otro miembro del pelotón, Michael Turner, observaba desde una acequia cercana. Tras dejar de disparar, Calley y Meadlo comenzaron a caminar hacia Turner cuando una joven se les acercó con las manos en alto. «El teniente Calley», declaró Turner en el juicio, «levantó su rifle y le disparó varias veces y ella cayó en un arrozal». Mientras la chica se desangraba, Calley gritó a sus hombres que dejaran de mirar y se pusieran en marcha.

Aproximadamente una hora más tarde, Calley ordenó al jefe de su equipo de artificieros, Ronald Grzesik, que quemara todas las construcciones que quedaban en My Lai 4. Al acercarse a la aldea, Grzesik se encontró con Meadlo de rodillas, llorando cerca de la zanja llena de cadáveres enredados. Grzesik le preguntó a Meadlo qué le pasaba y éste le dijo que Calley le había ordenado matar a esa gente.

Las matanzas de My Lai no fueron indiscriminadas. Los soldados no se limitaron a matar a cualquiera. Mataron a todo el mundo. Mataron todo lo que estaba vivo: gallinas, cerdos, perros, conejos, vacas, búfalos de agua, abuelas y niños. Chicas jóvenes, muchachos heridos, niños pequeños, bebés. Más de la mitad de las 504 personas asesinadas en Pinkville esa mañana eran menores. Los soldados seguían órdenes y las órdenes eran matar. Matar todo lo que respira. Matar todo lo que se mueva.

¿Busca usted un precedente? Recuerde [la masacre de] Wounded Knee. ¿Cree que las cosas han cambiado? Piense en [la masacre de] El Mozote en El Salvador, en Faluya o en Mosul.

La mayoría de los soldados que estaban sobre el terreno aquel día guardaron silencio sobre lo que ocurrió en Pinkville, incluso aquellos -y hubo varios- que no mataron a civiles desarmados, temerosos de que se los cargaran los que sí lo hicieron.

El encubrimiento de los asesinatos de My Lai comenzó en cuestión de horas, o incluso en menos. Comenzó en cuanto Barker se enteró de que una tripulación de helicóptero (la de Ridenhour) estaba acusando a los soldados de matar a civiles desarmados que no se resistieron. Muchos sospechan que Barker llamó por radio a Medina y le ordenó que decretara el repentino alto el fuego. En la investigación realizada posteriormente, los mandos del Ejército se limitaron a revisar la operación que ordenaron, observaron y consideraron victoriosa. La investigación fue tan superficial que el coronel Oran Henderson ni siquiera entrevistó a Calley. Cuando Ridenhour y Hersh expusieron que estaban ocultando los verdaderos hechos, el Ejército tuvo que investigar su propio encubrimiento. Fue un caso en el que los perpetradores investigaron sus propios crímenes.

Aun así, lo que ocurrió en My Lai no fue un misterio. Los únicos que no lo sabían eran los que lo financiaron: los contribuyentes estadounidenses. Todos los que estaban en tierra ese día sabían lo que pasó y por qué pasó. Todos los que estaban en el aire vieron la matanza de abajo y la ausencia de fuego enemigo. Hugh Thompson y sus compañeros de tripulación intentaron detener la matanza y la denunciaron como crimen de guerra a las pocas horas. Ron Haeberle fotografió las atrocidades [las fotos que acompañan este artículo] mientras se cometían. Un reportero del ejército, Jay Roberts, observó cómo se agredía sexualmente a civiles, se les asesinaba y se mutilaban sus cuerpos. Los vietnamitas locales contaron los muertos y enterraron los cadáveres al día siguiente. En cuarenta y ocho horas, el Comité de Quejas del Censo de la ciudad de Quang Ngai informó de que las tropas estadounidenses habían masacrado a civiles «tanto jóvenes como viejos».

Los cuerpos de Truong Nhi y su hijo de 9 años, Truong Cu Ba, en la carretera a My Lai.


Y así estuvieron las cosas durante más de un año, hasta que un antiguo artillero de helicópteros llamado Ron Ridenhour, que más tarde se convertiría en un galardonado reportero de investigación, rastreó los rumores de la masacre de Pinkville, entrevistó a los participantes, redactó sus relatos y envió una carta de cinco páginas detallando sus hallazgos al Pentágono y a los miembros del Congreso. El informe de Ridenhour inició una revisión del baño de sangre por parte de la oficina del Inspector General del Pentágono. El Pentágono cerró filas e hizo de Rusty Calley -un subteniente semianalfabeto en una de sus primeras patrullas- el chivo expiatorio de una atrocidad cuyos artífices últimos llegaban hasta lo más alto de la estructura de mando. Los mandos pensaron que podían controlar los daños y evitar la publicidad del consejo de guerra. Un coronel le dijo a Calley que todo iría bien si mantenía la boca cerrada y guardaba silencio: «No hay necesidad de dar publicidad a este asunto. El Ejército de EE.UU. no lo hará público si usted no lo hace». Pero fue el nombre de Calley el que quedaría unido para siempre a My Lai: sería juzgado por el asesinato premeditado de lo que la acusación llamaba «111 seres humanos orientales», declarado culpable, condenado a cadena perpetua y, después de pasar sólo cuatro meses en el calabozo, su sentencia sería conmutada por Richard Nixon, que dijo de él que era «un buen soldado» que estaba «siendo calumniado» por causa de un «incidente aislado».

Luego, en noviembre de 1969, la historia de My Lai y de su encubrimiento empezaron a hacerse públicos poco a poco: primero, en un artículo de primera plana en el Alabama Journal, escrito por Wayne Greenshaw, que revelaba la investigación del Ejército sobre las acciones de Calley. Un día después, el Dispatch News Service de David Obst distribuyó a periódicos de todo el país el relato más detallado de Seymour Hersh, que incluía una entrevista con Calley.

Nixon se obsesionó con My Lai. No con la masacre, sino con la revelación de los asesinatos masivos que él pensaba, con buen juicio, que desinflaría el poco apoyo que le quedaba a la guerra y condenaría su “paz” mediante una campaña de bombardeos. Estaba obsesionado con los «parlanchines» y ordenó a John Ehrlichman que reuniera un «Grupo de Trabajo My Lai» (Agnew, Kissinger, Herb Klein, Patrick Buchanan y Lyn Nofzinger) para silenciar y desacreditar a Ridenhour («¡ese maldito cómo se llame! «), Haeberle («sus padres eran pacifistas de Cleveland») y Hersh («un hijo de puta inútil»). Sembraron historias negativas en la prensa y Ridenhour y Hersh fueron perseguidos por la banda de «fontaneros» de Ehrlichman que irrumpió en el Watergate. Nixon dijo que quería «desacreditar» a Hugh Thompson, aunque tuvieran que hacer algunos «trucos sucios» a «un nivel no demasiado alto». Quería que el Grupo de Trabajo socavara cualquier juicio militar ocultando o destruyendo pruebas clave, filtrando documentos falsificados y tachando a los posibles testigos de parciales o de estar comprados. «Son los sucios y podridos judíos de Nueva York los que están detrás de esto», insistió Nixon, quizás sin saber que las personas de las que sospechaba que eran judíos de Nueva York, Ridenhour y Hersh, procedían de Oakland y Chicago, respectivamente.


Cuando Medina finalmente ordenó el alto el fuego, se sentó con su pelotón cerca de una pila de cadáveres de mujeres y niños y empezó a almorzar en medio de una nube de humo procedente de una cabaña cercana cuyos habitantes habían sido volados por una granada y el techo de paja incendiado con un encendedor Zippo. El humo hedía a carne quemada.
Mientras comían se hizo el silencio. Hasta que una ráfaga de disparos rompió la tranquilidad.

Había un niño en el camino a la aldea. Un niño de cinco o seis años. Le habían disparado y sangraba por una herida en la pierna. No lloraba. Estaba allí, de pie, con la mirada perdida mientras los soldados pasaban a su lado. El niño los miraba en silencio como si estuviera aturdido o en estado de shock. El fotógrafo Ron Haeberle se le acercó y empezó a hacerle fotos.

Un grupo de niños y mujeres vietnamitas, una de las cuales acababa de ser agredida sexualmente, momentos antes de ser asesinadas.


El propio Haeberle estaba aturdido. Unos minutos antes había tomado la que se convertiría en su fotografía más famosa, una imagen que llegaría a simbolizar los horrores de My Lai. En ella se veía a siete mujeres y niños vietnamitas [foto precedente], con el terror reflejado en sus rostros, agrupados y abrazados en el exterior de una choza. Una de las mujeres acababa de ser violada y se agarraba la blusa rota. Poco después de que disparara el obturador de su cámara, dos soldados abrieron fuego. Las mujeres cayeron al suelo. Cuando Haeberle levantó la vista, sólo quedaba un niño en pie. Entonces le dispararon. Justo delante de un fotógrafo. «Es que no sabían lo que tenían que hacer», dijo el compañero de Haeberle, Jay Roberts, el reportero del Ejército. «Matarlos les pareció una buena idea. Así que lo hicieron». Michael Terry, el mormón con cargo de conciencia entrevistado por Ridenhour, lo expresó con más crudeza: «Fue algo propio de los nazis».

Mientras Haeberle enfocaba con el objetivo de su cámara al joven herido y silencioso que ahora tenía delante, oyó que otro soldado se acercaba por el sendero. El soldado se detuvo, se arrodilló junto al niño tembloroso, sacó su M-16 del hombro, apuntó y le disparó tres veces. El último niño de My Lai. Luego se levantó, dirigió a Haeberle «la mirada más fría y dura» y continuó por el sendero, hacia el silencio.


Fuentes:

  • My Lai: Vietnam, 1968, and the Descent Into Darkness; Howard Jones, Oxford (2017)
  • Four Hours in My Lai; Michael Bilton and Kevin Sim, Penguin (1992)
  • My Lai 4: A Report on the Massacre and Its Aftermath; Seymour Hersh, Random House (1970)
  • Cover-Up: the Army’s Secret Investigation of the Massacre at My Lai 4; Seymour Hersh, 
Random House (1972)
  • The Peers Inquiry of the Massacre at My Lai; Robert Lester, Ed., University Publishers (1997)
  • Medina; Mary McCarthy, Harcourt-Brace-Jovanovich (1972)
  • Lieutenant Calley: His Own Story; John Sack, Viking (1971)
  • After Tet: the Bloodiest Year of the War; Ronald H. Spector, Free Press (1993)
  • The Deaths of Others: the Fate of Civilians in America’s Wars; John Tirman, Oxford (2011)
  • Kill Everything That Moves: the Real American War in Vietnam; Nick Turse, Henry Holt (2013)
  • “My Lai”; Michael Uhl, Mekong Review, Feb-Apr. 2018. Vol.3, No. 2.
  • The Phoenix Program; Douglas Valentine, William Morrow (1990)

Jeffrey St. Clair es editor de CounterPunch. Se le puede seguir en su sitio web [email protected]

Fotografías de Ronald Haeberle (Biblioteca del Congreso).


Fuente: https://www.counterpunch.org/2023/03/19/the-last-child-of-my-lai/


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