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Apuestas y realidades de las izquierdas al sur del río Bravo

El volcán latinoamericano

Fuentes: Rebelión

Traducido para Rebelión por Manuel Talens (www.manueltalens.com)

Desde el final de la guerra fría, algunos intelectuales y hombres políticos no cesan de proclamar que el ideal revolucionario es una rémora del pasado. Sin embargo, los latinoamericanos nos recuerdan con insistencia que el fin de la historia no está al caer [1] y en los últimos tiempos estamos asistiendo a una auténtica revalorización de las izquierdas. En primer lugar las izquierdas políticas, con la conquista electoral de varios gobiernos nacionales, entre ellos el de Hugo Chávez en Venezuela, el del presidente «Lula» (Luis Inacio da Silva) en Brasil y, recientemente, el del líder del Frente Amplio uruguayo, Tabaré Vásquez. Pero también, y sobre todo, lo que inquieta a las elites locales y por extensión a Washington es la nueva radicalidad de las izquierdas sociales. Los grandes levantamientos populares de Argentina, Ecuador, Bolivia y Panamá, la inestabilidad crónica de los gobiernos, las luchas de todo tipo contra las privatizaciones, el proceso participativo de la revolución bolivariana en Venezuela, etc. hacen que la hegemonía neoliberal se vea cuestionada por la creciente ola de una multitud de resistencias. Y todo ello con el telón de fondo de una situación catastrófica, marcada por el aumento de las desigualdades, la presencia de más de 225 millones de pobres y una creciente pérdida de legitimidad de los sistemas políticos establecidos.

 

Las izquierdas latinoamericanas y la renovación de los movimientos sociales

 

No cabe duda de que la «gran patria» de José Martí vive una innovadora dinámica contestataria: «Han surgido nuevas fuerzas sociales -movimientos vecinales de barrios pobres, movimientos de mujeres, de campesinos sin tierra, de desempleados, de indígenas- que imponen nuevas exigencias al orden del día de las luchas sociales, articulados con una crítica actualizada del capitalismo» [2]. Esta renovación pretende conjugar democracia social y política, igualdad y diversidad, y construir «un mundo donde quepan todos los mundos», con el fin de rechazar la uniformidad de la mercantilización globalizada, sin olvidar el internacionalismo. Los repertorios de acción colectiva utilizados son también interesantes, pues hacen hincapié en la autogestión. Sin embargo, ello no significa que las ocupaciones de fábricas argentinas, los medios colectivos de comunicación venezolanos, el Movimiento de los Sin Tierra brasileño o los poblados zapatistas en México son el arquetipo de un movimiento social ideal y totalmente nuevo: creerlo es olvidar lo esencial. En primer lugar porque los diversos procesos se enfrentan a múltiples divisiones y diferencias a causa de sus lógicas intrínsecas y de sus resultados; luego, porque este fenómeno es el producto de una articulación entre un pasado de movilizaciones colectivas (particularmente las del movimiento obrero, que sigue siendo un actor principal) y un presente en el cual el origen común de las resistencias es, tanto hoy como ayer, «el conflicto, directo e indirecto, con la materialidad de las relaciones de poder y de dominación» [3] y, en último lugar, porque el desafío al que hay que enfrentarse -una oposición eficaz al neoliberalismo- está aún por resolver. En efecto, los últimos balances son más bien pesimistas, ya que la experiencia brasileña parece confirmar que la accesión de la izquierda al control del ejecutivo nacional no es sinónimo de conquista del poder, sino más bien de desviaciones, renuncias, incluso de corrupción y, en consecuencia, de un desapego cada vez mayor entre los movimientos sociales y los gobiernos de origen progresista.

Pero para comprender esta evolución hay que regresar a la historia [4]. Cuando a finales de los años cincuenta la revolución cubana le estalló en plenas barbas al Imperio, el objetivo estratégico que entonces compartían los movimientos revolucionarios era el socialismo. Los instrumentos utilizados eran la lucha armada, la inserción en el movimiento de masas, la participación electoral o incluso la tentativa de combinar las tres opciones. Fue el período de las guerrillas, de la teología de la liberación, pero también del fracaso de un intento de transformación pacífica en Chile (1970-1973). Una sucesión de golpes de Estado puso fin a aquellas veleidades. A pesar del retroceso de los años ochenta, las oposiciones a las dictaduras permitían augurar tiempos mejores. Desde 1979, la revolución sandinista en Nicaragua hizo renacer la esperanza. El advenimiento de regímenes parlamentarios y el triunfo de Estados Unidos en la guerra fría coincidieron con una nueva etapa histórica. En 1990, tras haber analizado las relaciones de fuerzas mundiales, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) proclamó el fin del ciclo de las revoluciones antiimperialistas y de la lucha armada. De forma simultánea, el FSLN reafirmó esta orientación al aceptar su derrota electoral, que catapultó a las fuerzas conservadoras hasta el ejecutivo del país. Tras esta opción, los guerrilleros del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) se retiraron del conflicto en El Salvador. En dicha coyuntura, diversos grupos armados (el M-19 en Colombia o los Tupamaros en Uruguay) intentaron un difícil regreso a la vida civil. Paralelamente, en numerosos países pudimos asistir a «transiciones democráticas» parciales, negociadas con las fuerzas militares.

Aquella nueva vía encontró su adaptación lógica en el «Foro de São Paulo», que reagrupó a los partidos de izquierda de acuerdo con dicha táctica [5]. Lo que algunos interpretaron como un entrar en razón con visos socialdemócratas terminó por convertirse para diversas organizaciones en un claro proceso de social liberalización. Al defender la idea de la «tercera vía», sus dirigentes en realidad cayeron en la trampa del sistema neoliberal. Uno de los paradigmas de este fenómeno -visible a escala planetaria- es el gobierno de la Concertación en Chile, cuya gestión suele ser plebiscitada por el Fondo Monetario Internacional. Así, mientras que una minoría de militantes escogieron proseguir la lucha armada (como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o el Movimiento Tupac Amaru peruano), otros se dejaron absorber por lo que Atilio Borón ha denominado «la maldición del posibilismo conservador» [6]. Numerosos actores sociales han contemplado con desconsuelo cómo esta involución también gangrenaba uno de los partidos obreros más importantes del planeta: el Partido de los Trabajadores brasileño (PT). Dos años después de su llegada al gobierno, el presidente Lula es el niño mimado de los medios financieros y del agrobusiness [7]. Y en los últimos meses, a imagen y semejanza de los ejecutivos anteriores (que Lula tanto criticaba cuando todavía su militancia era consecuente), el gobierno brasileño se encuentra inmerso en una vasta red de corrupción. No cabe duda de que esta deriva es el producto de una lenta transformación del PT desde hace más de veinte años. Y si en ese país-continente la izquierda se muestra incapaz de implementar alternativas, cómo asombrarse al ver que el mismo guión se repite en países pequeños… Sucedió en el Ecuador de Gutiérrez, que alimentó las ilusiones del movimiento indígena para luego caer derribado por una rebelión de las empobrecidas clases medias. Kirchner, a menudo calificado de «centro izquierda», promueve en Argentina una gestión conservadora disfrazada de progresista, tras haber conseguido desmovilizar a los que se habían implicado en la insurrección de 2001. En Uruguay, las declaraciones del Frente Amplio muestran una creciente lulificación de la gestión gubernamental, mientras que Tabaré Vásquez abandona poco a poco en manos de las grandes multinacionales cuestiones políticas tan esenciales como la reconquista del agua potable como bien público. Por último, en Bolivia, el Movimiento hacia el Socialismo (MAS) del líder campesino Evo Morales conoce un proceso de institucionalización, que lo llevó a apoyar al presidente Carlos Mesa (destituido) y luego a abandonar precipitadamente la reivindicación de una Asamblea Constituyente (que sin embargo se reclamaba en las calles del país andino) al cabo de más de veinte meses de luchas populares por la recuperación de los recursos naturales. Evo Morales sigue siendo muy popular y es posible que se convierta en el próximo presidente del país andino, pero si no quiere decepcionar y desactivar de nuevo la rebelión, deberá escuchar la voz del pueblo y comprometerse a poner en marcha un programa de ruptura real con el neoliberalismo. Tales constataciones hicieron que un periodista del Wall Street Journal escribiera, hace unos meses, que si bien la izquierda está otra vez en ascensión en América Latina, por el momento lo hace vestida con «nuevos ropajes conservadores» que la mantienen a mucha distancia de las gestas heroicas del Che Guevara o de Camilo Torres [8].

 

Desafíos actuales para la construcción de alternativas

 

De esta manera, la discrepancia no se sitúa entre las «izquierdas gubernamentales», supuestamente responsables o pragmáticas (de hecho, administradoras de los intereses del capital) y las «izquierdas irredentas», es decir, condenadas a estériles protestas sin futuro [9]. Para Schafik Handal, ex guerrillero y candidato derrotado en las elecciones a la presidencia de El Salvador del pasado marzo, el debate actual tampoco es el de la oposición entre lucha armada y vía pacífica, sino más bien el de saber si los procesos electorales pueden realmente «constituir una vía para la accesión de las fuerzas revolucionarias al gobierno» y, con ello, para una verdadera transformación social del capitalismo neoliberal [10]. Según el politólogo Steve Ellner, existen tres grandes estrategias en el seno de la izquierda latinoamericana [11]. La primera es la social-liberal de la «tercera vía», cuyo horizonte ya no sobrepasa el modelo económico actual. Esta opción ha tenido el efecto de un canto de sirena sobre la mayoría de los partidos de izquierda tras su accesión al poder durante los últimos años. La segunda estrategia defiende la constitución de frentes antineoliberales y una táctica de acumulación de fuerza, en particular por medio de gobiernos locales (municipales y regionales) y diversas estrategias electorales. Es la idea defendida por varios partidos comunistas latinoamericanos (y por la socióloga chilena Martha Harnecker), así como en su momento por el PT brasileño, cuando estaba en la oposición. Su objetivo es constituir un bloque social amplio que incluya, además de los sectores populares, a la pequeña y media burguesía [12]. En Chile, el Partido Comunista adoptó esta perspectiva con cierto éxito en las últimas elecciones municipales, pero sin que la coalición de izquierda llegase a sobrepasar el estadio de un simple acuerdo electoral para encarnar una alternativa fuerte, basada en un movimiento social que está aún por reconstruir (desde la base). Como último enfoque, otros reivindican todavía el objetivo del socialismo y una táctica política rupturista, anticapitalista y antiimperialista, que antecede a las luchas sociales [13]. En Brasil, el joven Partido Socialismo y Libertad (PSOL), dirigido por militantes excluidos del PT y por una multitud de militantes sociales, comparte dicha inquietud.

Sea como sea, la actual crisis política mexicana confirma que el objetivo último de las izquierdas no puede ser una táctica simplemente electoralista y que las oligarquías locales están preparadas para utilizar cualquier artificio con tal de oponerse al necesario respeto de las urnas, incluso frente a fuerzas abiertamente reformistas que han dado numerosas pruebas de «buena conducta» [14]. De ahí la importancia de los debates actuales en torno a la problemática del poder. Algunos miembros de la izquierda social, inspirados por el neozapatismo del subcomandante Marcos y por una parte del movimiento antiglobalización, creen que hace falta «cambiar el mundo sin tomar el poder». Eso es también lo que proclama el intelectual inglés John Holloway [15]. Esta teoría, que privilegia los contrapoderes nacidos de la sociedad civil y rechaza cualquier forma de delegación, de filiación partidista o de participación institucional, provoca la polémica. Es cierto, se trata de una reacción comprensible contra las actitudes a menudo verticalistas o autoritarias de los partidos tradicionales. Pero la cuestión fundamental sigue siendo: ¿cómo pretender cambiar el mundo si no se toma el poder, sin organizarse políticamente contra las clases dominantes y eliminando con un revés de la mano la cuestión crucial del Estado? Si de verdad existe una distancia entre el terreno de la política y el espacio de los movimientos sociales ¿no será precisamente la articulación entre ambos lo que estimulará las luchas contra el capitalismo neoliberal? De hecho, esta conciencia está desarrollándose en el seno de las propias filas zapatistas. Tras veinte años de construcción de una autonomía indígena excepcional, pero también frente al debilitamiento de su proyecto y a la represión del poder central, la sexta declaración del Ejército Zapatista de Liberación Nacional acaba de dar un nuevo paso adelante. Tras reconocer la necesidad de unión de los indígenas «con los trabajadores de las ciudades y de los campos», apelan a la elaboración «de un programa nacional de lucha, claramente de izquierda, verdaderamente anticapitalista y verdaderamente antiliberal». Al incorporarse a la discusión política nacional mexicana, proponen también poner las bases de una nueva Constitución, invitando a que se les unan no sólo los actores de la sociedad civil, sino también las organizaciones políticas de la izquierda extraparlamentaria. El futuro dirá cuál es el alcance de tal declaración.

En esta discusión crucial, la revolución cubana -tras décadas de embargo estadounidense- sigue siendo un símbolo indiscutible para numerosos latinoamericanos. Pero a partir de ahora hay otra estrella ascendente: la revolución venezolana. El proceso bolivariano ha acumulado originalidades. A falta de un poderoso movimiento obrero organizado, el presidente de Venezuela supo apoyarse en algunos sectores de las fuerzas armadas y en una fracción de las clases pobres. Por otra parte, Hugo Chávez defiende una dinámica que alía participación popular, elecciones democráticas y ruptura con las antiguas instituciones (gracias a la promulgación de la Constitución de 1999). Desde entonces, a pesar de las tentativas de golpe de Estado y de las maniobras de Washington, la fiesta democrática continúa en ese país, el gobierno acumula éxitos electorales y un programa de urgencia social está dando sus frutos [16]. Pero Venezuela sufre de los mismos males que el resto del continente y, a pesar de la bendición del petróleo, las reformas sociales previstas necesitarán, a corto plazo, transformaciones estructurales y una puesta en entredicho de los privilegios de los grandes grupos industriales y de la aristocracia latifundista, así como de los que siguen gozando una pletórica burocracia civil y militar. La vitalidad de la autoorganización de las clases populares muestra que se trata de un proceso profundamente enraizado, pero que necesita todavía una fuerte estructuración política para poder avanzar. Empujado por esta energía telúrica y colectiva que le llega desde abajo, Chávez ha experimentado una evolución política inversa a la de otras izquierdas gubernamentales: a partir de la idea de una «tercera vía» posible y deseable, ha radicalizado progresivamente sus posiciones. Sus declaraciones en el último Foro Social Mundial dejan esperar una materialización de esa «revolución en la revolución» tan esperada… y tan anunciada. Así, el 30 de enero de 2005, ante de una muchedumbre entusiasta, el presidente venezolano reivindicó la figura del Che Guevara al afirmar que la única salida realista era «el socialismo» y la negación, clara y precisa, de toda forma de capitalismo. De lo que no cabe duda es de que por encima de los discursos de gran líder latinoamericano, esta perspectiva sólo podrá realizarse si se apoya cada vez más en el movimiento social organizado, en el poder popular, y procediendo a un cuestionamiento radical de las prerrogativas, todavía inmensas y poco mermadas, del empresariado venezolano y de sus aliados extranjeros.

El resultado de esta nueva ordenación sociopolítica es también el nacimiento de un nuevo y dinámico eje geoestratégico entre Caracas y La Habana, al mismo tiempo que se acentúan las líneas de fractura política en toda América Latina [17]. En diciembre de 2004, Fidel Castro y Hugo Chávez firmaron un acuerdo que impulsa un importante intercambio de recursos entre ambos países: mientras que Cuba ha enviado a Venezuela decenas de miles de médicos y educadores, ésta envía a la isla caribeña más de 90 000 barriles de crudo al día, a precios preferenciales [18]. Este acuerdo solidario tiene lugar en el marco de la «Alternativa Bolivariana para las Américas» (ALBA), destinada a extenderse a otros países y a contrarrestar el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) que promueve George W. Bush. Venezuela, con la fuerza que le presta su creciente liderazgo y una petrodiplomacia que ha adoptado la ofensiva, piensa así tomar distancias de los Estados Unidos, establecer vínculos de Sur a Sur (particularmente con Brasil y Argentina) y favorecer el gran sueño bolivariano de una integración latinoamericana [19]. Esta política internacional no solamente le da un respiro al pueblo cubano, sino que al oponerse a los cálculos del capital multinacional, crea un contexto favorable en la región para otras políticas antiimperialistas.

¿Logrará la revolución bolivariana sobreponerse a sus contradicciones internas y, sobre todo, contrarrestar la política de injerencia de Washington, que busca por todos los medios aplastar esta rica experiencia? ¿Se prolongará el ejemplo venezolano con otros procesos de transformación social sui géneris en América Latina? Es difícil de predecir. Sin embargo, el panorama actual muestra un abanico de acciones colectivas, pletóricas de posibilidades libertadoras. Pero la construcción de alternativas sólidas frente al capitalismo neoliberal necesitará favorecer -ahora y siempre- la unidad, la participación y, sobre todo, la independencia de las clases populares. Al mismo tiempo, la dinámica actual de los movimientos sociales deberá preservar una discusión política abierta y liberada de las pusilanimidades del sectarismo y también rechazar enérgicamente las opciones social-liberales de izquierda, que pretenden devolverle un rostro humano y angélico a un sistema decadente y opresor. Según el teólogo brasileño Frei Betto, a corto plazo la perspectiva de renovación de las luchas latinoamericanas deberá avanzar simultáneamente en dos planos: la (re)construcción teórica de un «socialismo sin estalinismo, sin dogmatismo, sin sacralización de los líderes y estructuras políticas« y la implicación activa en una praxis radical, destinada «a retomar el trabajo de base, a reinventar la estructura sindical, a reactivar el movimiento estudiantil y a incluir en su orden del día las cuestiones indígenas, raciales, feministas y ecológicas» [20].

 

* Historiador, miembro del colectivo del periódico www.rebelion.org y redactor de la revista Dissidences (Francia). Autor de Poder popular y cordones industriales. Testimonios sobre la dinámica del movimiento popular urbano 1970-1973, LOM, Santiago de Chile, 2004, y de Operación Cóndor. Notas sobre el terrorismo de estado en el Cono sur, SEPHA, Madrid, 2005.

 

 

Notas

 

[1]. J. Castaneda, Utopia Unarmed, Vintage Books, 1994 y P. Monterde, Quand l’utopie ne désarme pas, Montréal, Ecosociété, 2002.

[2]. Véase el editorial de Bernard Duterme y el artículo del sociólogo Hernán Ouviña en Mouvements et pouvoirs de gauche en Amérique latine, Ed. Syllepse-CETRI, Coll. Alternatives Sud, 2005.

[3]. Hernán Ouviña en Mouvements et pouvoirs de gauche en Amérique latine, op. cit.

[4]. Véase S. Ellner, B. Carry, The Latin American left: from the fall of Allende to Perestroika, Westview Press, 1993 y J. Petras, «La izquierda devuelve el golpe», abril de 1997 (en www.rebelion.org/petras/petrasindice.htm).

[5]. Entre otros, la adoptaron los sandinistas, el FMLN, el PT brasileño, el Frente Amplio de Uruguay, la Causa R de Venezuela y el Partido Revolucionario Democrático mexicano.

[6]. A. Borón, «La izquierda latinoamericana a comienzos del siglo XXI», OSAL, Nº 13, agosto de 2004.

[7]. E. Sader, «Rendez-vous manqué avec le mouvement social brésilien», Le Monde diplomatique, enero de 2005.

[8]. D. Luhnow, «Latin America’s left takes pragmatic tack«, Wall Street Journal, 3 de febrero de 2005.

[9]. Como parece sugerir la prestigiosa revista francesa Problèmes d’Amérique latine, N° 55, 2005.

[10]. S. Jorge Handal, «El debate de la izquierda en América latina», Diario Co Latino, 29 de julio de 2004.

[11]. S. Ellner,  « Leftist goals and the debate over anti-neoliberal strategy in Latin America», Science and Society, Vol. 68, N° 1, 2004.

[12]. M. Harnecker, «Sobre la estrategia de la izquierda en América latina», octubre de 2004 (en www.rebelion.org/docs/5771.pdf) y La izquierda después de Seattle, Madrid, Siglo XXI, 2001.

[13]. Tal es asimismo el caso de intelectuales como James Petras o Claudio Katz. Este último es el autor de un libro titulado El porvenir del socialismo (Buenos Aires, Ediciones Herramienta / Imago Mundi, 2004).

[14]. Un pretexto jurídico falaz estuvo a punto de impedir que el alcalde de México, Andrés Manuel López Obrador, del PRD (centro izquierda), se presente a la próximas elecciones presidenciales. La noticia provocó manifestaciones callejeras con cientos de miles de personas en abril de 2005.

[15]. J. Holloway, Change the World without taking power, Londres, Pluto Press, 2002.

[16] Véase, por ejemplo, P. E. Dupret, «Fête démocratique au Venezuela», Le Monde diplomatique, septiembre de 2004.

[17]. M. Lemoine, «Des lignes de fracture en Amérique latine», Le Monde diplomatique, junio de 2005.

[18]. www.LatinReporters.com

[19]. www.alternativabolivariana.org

[20]. La creación de la empresa petrolera Petrosur, en comandita entre Venezuela, Argentina y brasil, constituye en este aspecto un avance significativo.

[21]. F. Betto, «Desafíos a la nueva izquierda», Punto Final, Nº 586, marzo de 2005.