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Una guía para desconcertados

Falacias intelectuales sobre la guerra contra el terror

Fuentes: Tomdispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Chalmers Johnson, 12 libros en busca de una política

Introducción del editor de Tomdispatch

Llegaron como incorregibles guerreros de la Guerra Fría, que sólo carecían de una guerra fría – y que buscaban un enemigo: una Rusia a la que hacer retroceder aún más. Estados delincuentes como la tambaleante dictadura de Sadam para aplastarlos. Perseveraban en el viejo combate, ansiosos de asegurarse de que el «Imperio del mal,» hace tiempo fuera de combate, permaneciera postrado para siempre, ansiosos de asegurarse de que ningún nuevo imperio del mal como, digamos, China, jamás pueda sentirse suficientemente seguro como para llegar a constituir un reto. Vieron oportunidades de penetrar a áreas que antes estaban fuera del alcance del poder imperial estadounidense como las antiguas repúblicas socialistas soviéticas de la URSS en Asia Central, con yacimientos de energía subdesarrollados potencialmente fabulosos; o más lejos en Oriente Próximo aún más fabulosamente rico en energía, donde el Iraq de Sadam, plantado sobre las terceras reservas de petróleo por su tamaño del planeta, parecía tan maduro para su caída – y obviamente otros Estados de la región no estaban tan lejos de sufrir la misma suerte.

Parecía una fiesta de debut en sociedad para uno solo – el baile de debutante de la temporada. Sería, en realidad, como la Guerra Fría sin la Unión Soviética. ¡Qué desmadre! Y todavía podían invertir sus energías en su fabulosamente caro sistema antimisiles a prueba de fallas, un tema en el que se concentraron regularmente desde enero de 2000 hasta el 10 de septiembre de 2001.

Eran guerreros de la Guerra Fría en busca de un enemigo – pero no el que encontraron. Cuando los clintonistas, en camino a la salida de la Casa Blanca, les advirtieron sobre al Qaeda, casi no les prestaron atención. Los actores no-estatales eran buenos para mariquitas. Cuando la CIA presentó con esmero al presidente una advertencia alucinante de una página el 6 de agosto de 2001, con el estridente título: «Bin Laden determinado a atacar en EE.UU.,» la ignoraron. Bush y sus máximos responsables se mostraron, da la casualidad, extrañamente desorientados hasta el 11 de septiembre de 2001; entonces, entraron en pánico y se aterrorizaron – hasta que se dieron cuenta de que se les ofrecía la oportunidad de secuestrar el avión del Estado; así que se subieron a bordo y, como buenos guerreros de la Guerra Fría, se lanzaron contra Sadam.

El propio Chalmers Johnson fue otrora guerrero de la Guerra Fría. A diferencia de los máximos responsables del gobierno de Bush, sin embargo, conservó una mente notablemente flexible. También tenía una capacidad asombrosa de ver el mundo como era en realidad – y una visión profética de lo que vendría. Escribió el casi profético y ahora clásico libro: «Blowback. Costes y consecuencias del imperio americano», publicado mucho antes de los ataques del 11-S, y seguido después por una anatomía del imperio militar de bases de EE.UU. «The Sorrows of Empire,» y finalmente, para terminar su Trilogía Blowback [contragolpe] una vívida receta para la catástrofe estadounidense: «Nemesis: The Fall of the American Republic» [Las desgracias del imperio: militarismo, espionaje y fin de la república]. Los tres son volúmenes simplemente indispensables en cualquier biblioteca razonable posterior al 11-S. Lo que sigue es su última consideración de ese desastroso momento y sus consecuencias como parte de una serie de reseñas de libros que escribe periódicamente para Tomdispatch.
Tom

Una guía para desconcertados
Falacias intelectuales sobre la guerra contra el terror

[Este ensayo es una reseña de «The Matador’s Cape, America’s Reckless Response to Terror» [La capa del torero, la respuesta atolondrada de EE.UU. al terrorismo] de Stephen Holmes (Cambridge University Press, 367 pp., $30).]

Hay numerosos libros con el título «Una guía para desconcertados,» incluyendo el tratado de Moisés Maimónides del Siglo XII sobre la ley judía y el libro de E. F. Schumacher de 1977 sobre cómo pensar en la ciencia. No hay copyright para los títulos de libros. Una Guía para desconcertados podría por lo tanto ser un mejor título para el nuevo libro de Stephen Holmes que el que escogió: The Matador’s Cape: America’s Reckless Response to Terror.» En su concepto, que tal vez sea demasiado ingenioso, el torero es el liderazgo terrorista de al Qaeda, provocando a un EE.UU. enloquecido hacia una reacción fatal en última instancia. Pero no deje que el título le impida leer el libro. Holmes ha escrito un estudio poderoso y filosóficamente erudito sobre lo que creemos comprender sobre los ataques del 11-S, y cómo y por qué EE.UU. ha exagerado demasiado el daño inicial causado por los terroristas.

Stephen Holmes es profesor de derecho en la Universidad de Nueva York. En «The Matador’s Cape,» se propone forjar un entendimiento – en un sentido intelectual e histórico, no como un tema de periodismo o de política partidaria – de la guerra de Iraq, que llama «uno de los peores (y menos comprensibles) disparates de la historia de la política exterior estadounidense.» (p. 230). Su modus operandi es estudiar en profundidad aproximadamente una docena de libros influyentes sobre la política internacional posterior a la Guerra Fría para ver qué luz lanzan sobre los traspiés de EE.UU. Trataré brevemente los libros que escoge para diseccionarlos, subrayando sus pensamientos esenciales sobre cada uno de ellos.

La selección de libros de Holmes es interesante. Muchos de los autores en los que se concentra son conservadores o neoconservadores estadounidenses, lo que es razonable ya que son los que causaron la debacle. Evita a escritores progresistas o izquierdistas, y ninguno de los elegidos pertenece al Metropolitan Books’ American Empire Project. (Revelación: Esta reseña fue escrita antes de haber leído la reseña por Holmes de mi propio libro («Nemesis: The Last Days of the American Republic» en la edición del 29 de octubre de The Nation.)

Concluye diciendo: «A pesar de un montón de libros cuidadosamente investigados e intuitivos sobre el tema, el motivo por el que EE.UU. reaccionó al ataque de al Qaeda invadiendo Iraq sigue siendo en cierta medida un enigma» (p.3). No obstante, sus críticas de los libros que ha escogido están tan bien hechas y son tan justas que constituyen una de las mejores introducciones al tema. También tienen la ventaja en varios casos de hacer innecesaria la lectura del original.

Holmes interroga inteligentemente a sus sujetos. Sus principales preguntas y los libros esenciales que disecciona para cada uno de ellos son:

* ¿Causó el extremismo religioso islámico el 11-S? Para esto suministra su propio análisis y conclusión independientes (a los que me refiero a continuación)

* ¿Por qué alimentó la preeminencia militar estadounidense ilusiones de omnipotencia, como son ilustradas en «Of Paradise and Power: America and Europe in the New World Order [Del paraíso y el poder: EE.UU. y Europa en el Nuevo Orden Mundial] de Robert Kagan (Knopf, 2003)? Aunque no lo persuade la representación de EE.UU. por Kagan como «Marte» y de Europa como «Venus,» Holmes utiliza el libro de Kagan como ilustración del pensamiento neoconservador sobre el uso de la fuerza en la política internacional: «Lejos de garantizar una visión desprejuiciada y lúcida de la amenaza terrorista, como pretende hacerlo Kagan, la superioridad militar estadounidense ha sesgado irreparablemente la visión del enemigo en perspectiva, llevando a EE.UU., con consecuencias espantosas, a un conflicto infundado, cruel y en el que no puede vencer en Oriente Próximo» (p. 72).

* ¿Cómo se perdió la guerra, tal como es analizado en «Cobra II: The Inside Story of the Invasion and Occupation of Iraq» de Michael Gordon y Bernard Trainor (Pantheon, 2006)? Holmes considera este libro de Gordon, corresponsal militar del New York Times, y de Trainor, teniente general en retiro del Cuerpo de Marines, como la mejor discusión de los aspectos militares del desastre. hasta e incluyendo la disolución por el enviado de EE.UU., L. Paul Bremer, de las fuerzas armadas iraquíes. Yo argumentaría que «Fiasco» (Penguin 2006) de Thomas Ricks del Washington Post es más exhaustivo, lúcido y más crítico.

* ¿Cómo exacerbó imprudentemente un ínfimo grupo de individuos, con teorías y reacciones excéntricas la pesadilla de seguridad del país después del 11-S? Aquí Holmes considera «Rise of the Vulcans: The History of Bush’s War Cabinet» (Viking, 2004). Una de las perspectivas más originales de Mann es que los neoconservadores en el gobierno de Bush estaban tan embrujados por la forma de pensar de la Guerra Fría que simplemente fueron incapaces de comprender las nuevas realidades del mundo posterior a ésta. «En Iraq, ¡ay!, la falta de un rival militar importante excitó a algunos envejecidos partidarios de la línea dura a derrocar un régimen que no tenían la menor idea de cómo reemplazar… Sólo hemos comenzado a presenciar las consecuencias a largo plazo de su atroz abuso del poder libre de responsabilización (p. 106).

* ¿Qué papeles tuvieron el vicepresidente Dick Cheney y el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld en el gobierno de Bush, como lo describe «Incoherent Empire» de Michael Mann (Verso, 2003)? Según Holmes, el trabajo de Mann «justifica un estudio riguroso, incluso por lectores que no considerarán en nada que su perspectiva sea agradable o convincente.» Argumenta que tal vez la contribución más importante de Mann, aunque sea expresada de un modo algo mecánico, es subrayar el elemento de política burocrática en la manipulación por Cheney y Rumsfeld del neófito Bush: «El resultado de batallas entre y dentro de agencias en Washington, D.C., otorgó una influencia desproporcionada al entendimiento fatalmente confuso de la amenaza terrorista compartido por unos pocos luchadores burocráticos intestinos. Rumsfeld y Cheney controlaban a los militares, y cuando se les dio la oportunidad de jerarquizar las prioridades del país en la guerra contra el terror, asignaron una importancia primordial a las amenazas específicas que sólo podían ser contrarrestadas efectivamente por la agencia gubernamental que presidían en ese momento» (p. 107).

* ¿Por qué decidió EE.UU. buscar un nuevo enemigo después de la Guerra Fría, como argumentó un viejo guerrero de la Guerra Fría, Samuel Huntington, en «El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial» (Simon and Schuster, 1996)? No es claro por qué Holmes incluyó el rancio tratado de hace once años de Huntington sobre «Alá los hizo hacerlo» en su colección de libros sobre la política internacional posterior a la Guerra Fría, excepto como un acto de reverencia hacia el pensamiento de los círculos dominantes – y especialmente del Consejo de Relaciones Exteriores. Holmes considera el trabajo de Huntington como un «patrón falso» y lo llama engañoso. Mucho antes del 11-S, numerosos críticos del concepto de «civilización» de Huntington habían señalado que existe insuficiente homogeneidad en el cristianismo, el Islam, o las otras grandes religiones como para que alguna de ellas reemplace la posición dejada vacante por la Unión Soviética. Como observa Holmes, Huntington «encuentra homogeneidad porque busca homogeneidad.» (p. 136).

* ¿Qué rol jugó la ideología de izquierdas en la legitimación de la guerra contra el terror, tal como lo ve Samantha Power en «Problema infernal. Estados Unidos en la era del genocidio» (Fondo de Cultura Económica, 2005)? Como reconoce Holmes: «Los intervencionistas humanitarios lograron una prominencia superficial en los años noventa en gran parte por un vacío en el pensamiento de política exterior de EE.UU. después del fin de la Guerra Fría… Su influencia, sin embargo, era pequeña, y después del 11-S, esa influencia se evaporó por completo.» No obstante retoma a los activistas anti-genocidio porque sospecha que, al presentar una justificación poderosa desde el punto de vista retórico para que se dejen de lado las reglas y protocolos para la toma de decisiones, pueden haber envalentonado al gobierno de Bush para que siguiera su ejemplo y combatiera el «mal» del terrorismo afuera de la constitución y de la ley. La idea de que Power haya sido una influencia sobre Cheney y Rumsfeld podrá parecer ir demasiado lejos – después de todo estaban haciendo lo que siempre quisieron hacer – pero vale la pena considerar el argumento de Holmes de que «un partido conocedor a favor de la guerra puede emplear exitosamente el habla humanitaria tanto para engañar al público en general como para silenciar a críticos potenciales del lado liberal» (p. 157)

* ¿Cómo ayudaron los liberales favorables a la guerra a silenciar el debate nacional sobre la cordura de la guerra de Iraq, como lo ilustra Paul Berman en «El Poder y los Idealistas: O la Pasión de Joschka Fischer y su Epílogo» (Soft Skull Press, 2005)? Exagerando terriblemente su influencia, escribe Holmes, Berman, columnista regular de The New Republic: «Trató primero de convencernos de que el conflicto israelí-palestino, lejos de ser una guerra tribal por la escasez de tierra y agua, forma parte de la guerra espiritual más amplia entre el liberalismo y el irracionalismo apocalíptico, que no vale la pena distinguir demasiado del conflicto entre EE.UU. y al Qaeda. Luego intentó mostrar que Sadam Husein y Osama bin Laden representaban dos «ramas» de un extremismo esencialmente homogéneo» Berman, señala Holmes, mezcló el antiterrorismo con el antifascismo a fin de crear un fundamento para el neologismo «islamo-fascismo.» Su razón principal para incluir a Berman es que Holmes quiere encarar los puntos de vista de los fundamentalistas religiosos en su apoyo a la guerra contra el terrorismo.

* ¿Cómo se convirtió la democratización en el cañón de un rifle de asalto para la misión de EE.UU. en el mundo, como lo ve el neoconservador apóstata Francis Fukuyama en «Después de los neoconservadores» (Yale University Press, 2006)? Holmes se interesa por Fukuyama, el perenne estudiante de segundo año de los neoconservadores, porque ofrece una perspectiva de conocedor en el quimérico proyecto de «democratización» neoconservador para Oriente Próximo.

Fukuyama argumenta que la democracia es el antídoto más efectivo para el tipo de radicalismo islámico que atacó a EE.UU. el 11 de septiembre de 2001. Afirma que la raíz de la rebelión islámica se encuentra en la salvaje y efectiva represión de los manifestantes – muchos de los cuales han sido llevados al exilio – en sitios como Egipto, Arabia Saudí y Pakistán. El terrorismo no es el enemigo, sólo una táctica que los radicales islámicos han valorado como excepcionalmente efectiva. Holmes escribe sobre el argumento de Fukuyama: «Reconocer que el problema fundamental es el radicalismo islámico, y que el terrorismo es sólo un síntoma, es invitar a una solución política. La promoción de la democracia es precisamente una solución política semejante.»

El problema es, desde luego, que ni siquiera los neoconservadores están unidos en la promoción de la democracia; e, incluso si lo estuvieran no sabrían como hacerlo. El propio Fukuyama aboga por «una desmilitarización dramática de la política exterior estadounidense y un nuevo énfasis en otros tipos de instrumentos políticos.» El Pentágono, además de sus otras deficiencias, está mal ubicado e incorrectamente dotado de personal para promover transiciones democráticas.

* ¿Por qué es tan anémico el movimiento estadounidense contra la guerra, tal como lo ve Geoffrey Stone a través del prisma de la historia en «Perilous Times: Free Speech in Wartime from the Sedition Act of 1798 to the War on Terrorism» [Tiempos peligrosos] (W. W. Norton, 2004)? Holmes sólo tiene elogios para la historia de Stone de discreción ejecutiva expandida en tiempos de guerra. Una cuestión crucial presentada por Stone es por qué el público estadounidense no se ha preocupado más por lo que sucedió en Iraq en la prisión de Abu Ghraib y en la destrucción generalizada de la ciudad suní de Faluya. Desde el punto de vista de Holmes, el gobierno de Bush, por lo menos en esta área, se mostró adepto a socavar las bases de la protesta pública. Entre las lecciones más importantes que George Bush, Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Karl Rove, y otros, aprendieron del conflicto en Vietnam, escribe, fue que si se quiere suprimir el cuestionamiento en el interior de aventuras militares en el extranjero, hay que eliminar el servicio militar obligatorio, crear una fuerza enteramente compuesta de voluntarios, reducir los impuestos en el interior, y mantener una falsa prosperidad basada en empréstitos en el extranjero.

* ¿Cómo elevó la adopción del unilateralismo estadounidense a la Oficina del Secretario de Defensa por sobre el Departamento de Estado, como lo pone en perspectiva John Ikenberry en «After Victory: Institutions, Strategic Restraint, and the Rebuilding of Order After Major Wars» [Después de la victoria; Instituciones, circunspección estratégica, y la reconstrucción del orden después de grandes guerras» (Princeton University Press, 2001)? Este libro es la selección más extraña de Holmes – una historia anticuada desde el punto de vista de los círculos dirigentes de las instituciones internacionales creadas por EE.UU. después de la Segunda Guerra Mundial, incluyendo el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, y la OTAN, todas aplaudidas por Ikenberry, un destacado especialista académico en relaciones internacionales. Holmes está de acuerdo en que, durante la Guerra Fría, EE.UU. dirigió en gran parte indirectamente, utilizando instituciones internacionales imparciales en apariencia, y evocando la cooperación de otras naciones. Lamenta que no se haya seguido esta fórmula acreditada en la era posterior al 11-S, que condujo al eclipse del Departamento de Estado por el Departamento de Defensa, una institución desesperanzadamente poco adecuada para misiones diplomáticas y de construcción de naciones.

* ¿Por qué combatimos la ilegalidad con la ilegalidad (por ejemplo, torturando a prisioneros) y concentramos más autoridad extra-constitucional en manos del presidente, como lo expone John Yoo en «The Powers of War and Peace: The Constitution and Foreign Affairs After 9/11» [(Los poderes de guerra y paz: La Constitución y las relaciones exteriores después del 11 de septiembre) (University of Chicago Press, 2005)? En esta sección final Holmes habló como profesor de derecho y se enfrenta al asesor legal interno de George Bush y Alberto Gonzales, el profesor de derecho de Berkeley, John Hoo, que les escribió sus «memorandos sobre la tortura», negó la legalidad de las Convenciones de Ginebra, y elaboró una visión grandiosa del poder bélico del presidente. Holmes se pregunta: «¿Por qué iba a esforzarse durante años un ambicioso erudito legal para desarrollar y defender una tesis histórica que es manifiestamente falsa? ¿Qué sentido tiene y cuál es el pago? Es el misterio principal del singular libro de Yoo. Características de «The Powers of War and Peace» son las anémicas relaciones entre la evidencia aducida y las conclusiones extraídas» (p. 291).

Holmes pasa entonces a señalar que Yoo es un destacado miembro de la Sociedad Federalista, una asociación de abogados republicanos conservadores que está comprometida con la recuperación del entendimiento original de la Constitución y que incluye a varios elegidos republicanos para la actual Corte Suprema. Su conclusión respecto a Yoo y a sus asociados neoconservadores es devastadora: «Si la espuria guerra de Iraq prueba algo, es la temeridad de permitir que una camarilla autista que lee sus propios periódicos y ve sus propias noticias en la televisión por cable decida, sin contribución externa, donde gastar la sangre y el tesoro estadounidenses – es decir, que decida cuáles amenazas subrayar y cuáles minimizar o ignorar» (p. 301).

¿Es el Islam el culpable o sólo una distracción?

Aparte de esos temas generales, Holmes investiga agendas ocultas y sus efectos deformadores sobre la formulación racional de políticas. Algunas de éstas son: el deseo de Cheney de expandir el poder del ejecutivo y debilitar la supervisión por el Congreso; las argucias de Rumsfeld para probar sobre el terreno su teoría de que en la guerra moderna la velocidad es más importante que la masa; los planes de algunos de los consejeros de Cheney y Rumsfeld para mejorar la situación de la seguridad de Israel; el deseo del gobierno de crear un nuevo conjunto de bases militares permanentes de EE.UU. en Oriente Próximo para proteger el suministro de petróleo a EE.UU. en caso de un colapso de la monarquía saudí; y el deseo de invadir Iraq y evitar con ello la atribución de toda la culpa por el 11-S a al Qaeda – porque hacerlo habría significado la admisión de la negligencia y la incompetencia del gobierno durante los primeros nueve meses de 2001 y, lo que sería aún peor, que Clinton tuvo razón al advertir a Bush y a sus máximos responsables de que la principal amenaza a la seguridad de EE.UU. era un ataque, o ataques potenciales de al Qaeda.

Este no es el lugar para intentar una recensión exhaustiva de las críticas detalladas de Holmes. Para eso, habría que comprar y leer su libro. En su lugar quisiera discutir tres temas que a mi juicio ilustrar su visión y originalidad.

Holmes rechaza toda conexión directa entre el extremismo religioso islámico y los ataques del 11-S, aunque reconoce que el vilipendio islámico de EE.UU. y de otras potencias occidentales es expresado a menudo en un lenguaje religioso apocalíptico. «Subrayar el extremismo religioso como la motivación de la conspiración del 11-S, revele lo que revele,» argumenta, «… termina la indagación prematuramente, alentándonos a ver el ataque como si no perteneciera a la historia, como una expresión de ‘salafismo radical,’ un movimiento fundamentalista dentro del Islam que supuestamente lleva a sus adherentes a la violencia homicida contra los infieles (p. 2). Este enfoque, señala, es claramente tautológico: «Llamados a las normas sociales o una cultura del martirologio no son muy útiles… Equivalen a decir que el terrorismo suicida es causado por una inclinación al terrorismo suicida» (p. 20).

En su lugar, sugiere: «La ideología movilizadora detrás del 11-S no fue el Islam, ni siquiera el fundamentalismo islámico, sino más bien una narrativa específica de culpa» (p. 63). Insiste en concentrar el enfoque en los perpetradores reales, los 19 hombres que ejecutaron los ataques en Nueva York y Washington – 15 saudíes, dos ciudadanos de los Emiratos Árabes Unidos, un egipcio, y un libanés. Ninguno de ellos era particularmente religioso. Tres vivían juntos en Hamburgo, Alemania, donde parecieron haber llegado a interesarse más por el Islam de lo que habían estado en sus países. Mohamed Atta, el líder del grupo, de 33 años el 11-S, tenía títulos egipcios y alemanes en arquitectura y planificación urbana y llegó a politizarse considerablemente a favor de la causa palestina contra el sionismo sólo después de su partida al extranjero.

Holmes señala: «Según el estudio clásico del resentimiento [«La genealogía de la moral» de Friedrich Nietzsche (1887)]: ‘cada sufriente busca instintivamente una causa para su sufrimiento; de modo más específico, un agente, un agente «culpable» que sea susceptible de dolor – en breve, algún ser viviente u otro sobre el cual pueda descargar sus sentimientos directamente o en efigie, bajo uno u otro pretexto.’ Si el sufrimiento es visto como natural o no causado será codificado como desgracia en lugar de injusticia, y producirá resignación en lugar de rebelión. El modo más eficiente de incitar es, por ello, acusar» (p. 64).

El papel de bin Laden fue, y sigue siendo, suministrar una semejante acusación hiperbólica – de la que gente como Atta nunca habrían oído hablar en el Egipto autoritario pero que le llegó claramente en su exilio alemán. Bin Laden satanizó a EE.UU., acusándolo de genocidio contra musulmanes y afirmando repetidamente que la presencia de tropas de EE.UU. en Arabia Saudí desde la primera Guerra del Golfo en 1991 constituía una ofensa mucho más grave que la invasión soviética de Afganistán, a pesar de que esta última había llevado a la muerte de un millón de afganos y enviado a cinco millones más al exilio.

El hecho de que el complot del 11-S haya involucrado la propia autodestrucción de los atacantes sugiere una posible irracionalidad de su parte, pero Holmes argumenta que esto fue en realidad parte integrante de la narrativa específica de la culpa. Los estadounidenses sienten desdén hacia los musulmanes y atribuyen poco o ningún valor a las vidas musulmanas. Por lo tanto, ser capturado después de un ataque terrorista involucraba una alta probabilidad de que los estadounidenses torturarían al perpetrador. El suicidio eliminó esa preocupación (y aseguró varias ventajas adicionales que discutimos a continuación).

EE.UU. como la «única superpotencia restante»

Otro tema sobre el que Holmes es increíblemente original es la manera sutil como plantea que el colapso de la antigua Unión Soviética y la autopromoción de EE.UU. como la única superpotencia restante ofuscaron nuestra visión y virtualmente garantizaron la catástrofe que sobrevino en Iraq. «Porque los estadounidenses… han invertido una parte tan importante de su tesoro nacional en círculos dirigentes militares adecuados para disuadir y tal vez combatir a un enemigo que ahora ha desaparecido,» argumenta, «tienen una inclinación casi irresistible a exagerar el carácter central de Estados delincuentes, excelentes objetivos para la destrucción militar, por sobre la amenaza terrorista general. Sobreestiman la guerra (que nunca se desarrolla como se espera) y subestiman la diplomacia y la persuasión como instrumentos del poder estadounidense» (pp. 71-72).

Holmes extrae algunas implicaciones interesantes de esta sobreinversión estadounidense en el poder militar del tipo de la Guerra Fría. Una es que la naturaleza misma de los ataques del 11-S destruyó la base de axiomas cruciales de la doctrina de seguridad nacional estadounidense. De un modo mucho más significativo que en el ataque de 1993 contra el World Trade Center, un actor no-estatal en la escena internacional atacó con éxito a EE.UU., contrariamente a una creencia bien establecida en los círculos del Pentágono de que sólo Estados tienen la capacidad de amenazarnos con medios militares. Igualmente alarmante es que al emplear un estrategia que requería sus propias muertes, los terroristas aseguraron que la disuasión ya no prevalecería. La fuerza armada abrumadora no puede disuadir a actores no-estatales que aceptan la propia muerte en sus ataques contra otros. El día después del 11-S, dirigentes estadounidenses en Washington D.C. se sintieron repentinamente desprotegidos e indefensos contra una nueva amenaza que sólo comprendían imperfectamente. Respondieron de diferentes maneras.

Una fue la reformulación de lo que había sucedido en términos del pensamiento de la Guerra Fría. «Para reprimir sentimientos de indefensión asociados con una amenaza poco familiar, la mirada de los responsables de las decisiones se apartó incontrolablemente de al Qaeda y se fijó en una amenaza reconocible que sin duda podía ser desglosada (p.312). Holmes llama esta fusión de bin Laden y Sadam Husein una «alquimia mental, la ‘reconcepción’ de un enemigo impalpable como enemigo palpable.» Apoya la tesis de James Mann de que Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, y otros, no cambiaron los principios subyacentes que guiaban la política exterior de EE.UU. como reacción a los ataques del 11-S; que, de hecho, hicieron lo exactamente opuesto: «El gobierno de Bush ha dirigido los asuntos exteriores con tanta ineptitud porque ha estado implementando de forma reflexiva fórmulas anticuadas en un entorno de seguridad que ha cambiado radicalmente» (p. 106).

Consecuencias no intencionadas también tuvieron un papel, argumenta Holmes; «Si los congresistas conservadores no hubieran bloqueado la nominación de Tom Ridge [gobernador de Pensilvania] como Secretario de Defensa [en 2000] por la razón ridículamente intrascendente de que vacilaba ante el tema del aborto, el grupo Cheney-Rumsfeld, incluyendo a Wolfowitz y [Douglas] Feith, no habría estado en condiciones de apropiarse de la reacción del gobierno al 11-S» (pp. 93-94). Rumsfeld apoyó con entusiasmo la descripción de Bush de sus «nuevas» políticas como una «guerra» porque la Oficina del Secretario de Defensa pasó a convertirse en la principal agencia para el diseño y la realización de la reacción de EE.UU.

Hubo poca o ninguna influencia contrapuesta. «Por pura suerte,» escribe Holmes, «Rice y Powell – sin duda administradores metódicos – tienen mentes prosaicas y tal vez personalidades respetuosas. Ninguno de los dos suministró una visión apasionante y persuasiva del papel de EE.UU. en el mundo que pudiera haber servido de contrapeso para la megalomanía de los neoconservadores, y ninguno de los dos fue capaz de superar a los partidarios de la línea dura en una lucha por el poder entre agencias» (p. 94).

Los costes de identificar a al Qaeda con Iraq y de concentrarse en una reacción militar fueron elevados. «Significó que algunos de los soldados enviados a Iraq en la primera ola creyeron, ignominiosamente, que estaban vengando a los 3.000 muertos del 11 de septiembre… Una conducta cruel y arbitraria por parte de las fuerzas de EE.UU. avivó la violenta insurgencia que sobrevino» (p. 307).

La confusión estadounidense sobre la naturaleza del enemigo – Estados delincuentes contra organización terrorista no-estatal – produjo dos diferentes contraestrategias, y es casi seguro que ambas empeoraron la situación. Primero, al concentrarse en un Estado delincuente (Iraq), en lugar de un participante no-estatal (al Qaeda), el Pentágono atrajo la atención a lo que llegó a llamar el «escenario de no-interferencia» en el que un Estado delincuente con armas nucleares podría entregar armas de destrucción masiva a terroristas que las utilizarían contra EE.UU. Para contrarrestar esta amenaza, el Pentágono desarrolló una estrategia de guerra preventiva contra Estados delincuentes con el objetivo de producir cambios de régimen en ellos. La única manera de impedir la proliferación nuclear a grupos terroristas – decía el argumento – era democratizar por la fuerza los regímenes autoritarios de Oriente Próximo, algunos de los cuales han sido desde hace tiempo aliados de EE.UU.

La otra estrategia era volver a lo que parecía ser una forma de disuasión: «una campaña para «asustar a los musulmanes.» Esto involucraba el recurso a ataques aéreos masivos de «choque y pavor» contra Bagdad con la intención de demostrar la futilidad de desafiar a EE.UU.

Al reaccionar ante la amenaza del terrorismo moderno con un ataque contra un objetivo sustituto, sin preocuparse siquiera de calcular los enormes costes potenciales involucrados – el Pentágono sobreestimó considerablemente lo que podría lograr la fuerza militar. Tanto los enfoques de cambio de régimen como el de intimidar a los musulmanes conllevaban consecuencias no-intencionadas potencialmente devastadoras – particularmente si alguna de las premisas – como la relacionada con la posesión de Armas de Destrucción Masiva, eran erróneas. Se reemplazó el conocimiento empírico de, y las reacciones lógicas ante, las capacidades del enemigo por ideas exageradamente abstractas. Por lo tanto, las insurgencias en Iraq y Afganistán, dos países devastados y pobres, han logrado enfrentar a una de las fuerzas expedicionarias estadounidenses más poderosas de la historia hasta llevarlas a un virtual punto muerto. En breve: «La reacción belicosa de EE.UU. a la provocación del 11-S no sólo fue deshonrosa e inmoral, considerando los crueles sufrimientos que ha infligido a miles de inocentes, sino también extremadamente imprudente porque tenía que generar odio y miedo, tanto un deseo ardiente de represalias como una parálisis y una docilidad estremecedoras. Algunos de los efectos repulsivos se desarrollan ante nuestros ojos. Las consecuencias más malignas nos esperan como una aciaga posibilidad de la que no nos podremos librar» (p. 10).

La complicidad de la izquierda en el imperialismo estadounidense

También interesa Holmes al referirse al motivo por el cual la izquierda estadounidense ha sido tan poco efectiva en la tarea de contrarrestar los esfuerzos del partido favorable a la guerra en Washington. Profundamente atormentados por los remordimientos porque el gobierno de Clinton no detuvo el genocidio en Ruanda y frustrados por las restricciones del derecho internacional y los procedimientos de Naciones Unidas, algunos progresistas influyentes en EE.UU. ya habían propugnado un giro preventivo y unilateralista en la política extranjera estadounidense que del que se apoderó el gobierno de Bush. Activistas de los derechos humanos habían promovido enérgicamente la intervención en Bosnia y Kosovo para detener la limpieza étnica – y lo hacían sin ninguna sanción internacional de algún tipo. Algunos de ellos se entusiasmaron tanto por el uso de las fuerzas armadas estadounidenses para lograr objetivos limitados de política exterior como numerosos neoconservadores. Incluso la embajadora de EE.UU. ante la ONU, Madeleine Albright se hizo tristemente célebre por su comentario sarcástico al jefe del Estado Mayor Conjunto de EE.UU., Colin Powell: «¿Qué sentido tiene tener esas formidables fuerzas armadas de las que usted habla todo el tiempo si no podemos utilizarlas?»

Aunque Holmes trata de no exagerar su caso, sospecha que el intervencionismo humanitario de los años noventa – en un momento habla de «derechos humanos como ideología imperial» (p. 190) – puede haber jugado por lo menos un pequeño papel en la aceptación por el público de la intervención de Bush en Iraq. Si es así, es difícil imaginar un mejor ejemplo de los desastres que a veces pueden producir las buenas intenciones. El resultado en Iraq, por su parte, ha silenciado más o menos los llamados de la izquierda a favor de más campañas de intervención militar con propósitos humanitarios. EE.UU. está visiblemente ausente en la participación en la intervención de la ONU en la región de Darfur de Sudán.

El imperio de la ley

Como experto legal, Holmes está comprometido con el imperio de la ley. «La ley se comprende mejor,» escribe, «no como una serie de reglas rígidas sino más bien como una serie de mecanismos y procedimientos institucionales elaborados para corregir los errores que responsables ejecutivos, incluso aquellos excepcionalmente talentosos, cometerán inevitablemente y para facilitar reajustes a medio camino y correcciones de curso. Si comprendemos la ley, el constitucionalismo, y el debido proceso de esta manera, queda en claro el motivo por el cual la guerra contra el terrorismo tendrá que fracasar si es conducida, como lo ha sido hasta ahora, contra el imperio de la ley y fuera del sistema constitucional de frenos y contrapesos» (p. 5).

Este intento de evitar el paso por los procedimientos constitucionales normales lo ve como probablemente el disparate con más consecuencias del gobierno de Bush después del 11-S. Las repetidas afirmaciones del presidente de que necesita altos niveles de secreto y la capacidad de cancelar arbitrariamente el derecho establecido a fin de poder actuar con decisión contra los terroristas provocan su redomado desprecio. «Al desmantelar los frenos y contrapesos, junto con las líneas idealizadas y celebradas por [John] Yoo, el gobierno ha ciertamente ganado flexibilidad en la ‘guerra contra el terror.’ Ha ganado la flexibilidad, en particular, para disparar primero y apuntar después» (p. 301). Aunque una semejante toma de poderes dictatoriales ha sucedido antes durante períodos de emergencia nacional en EE.UU., Holmes está convencido de que el intervencionismo humanitario de los años noventa ayudó a anestesiar a numerosos estadounidenses ante las implicaciones de lo que hizo el gobierno después del 11-S.

Incluso ahora, cuando casi se ha perdido la Guerra Iraq y la opinión pública se volvió decididamente contra el presidente, todavía existe flacidez en la crítica por parte de los sectores dominantes, lo que revela una mayor debilidad en la conducta de la política exterior estadounidense. Por ejemplo, aunque muchos halcones y palomas reconocen hoy que Rumsfeld movilizó demasiado pocas fuerzas para lograr sus objetivos militares en Iraq, tienden a concentrarse en su rechazo del consejo del ex Jefe de Estado Mayor del Ejército, general Eric Shinseki de que necesitaba un mayor ejército de ocupación. Ignoran casi por completo las verdaderas implicaciones de política nacional del liderazgo fracasado de Rumsfeld. Holmes escribe: «Si Sadam Husein hubiera poseído realmente las toneladas de armas químicas y biológicas que, en los dichos del presidente, constituyeron el casus belli para la invasión, la fuerza reducida de Rumsfeld habría incitado el mayor desastre de proliferación en la historia del mundo» (p. 82). Cita a Michael Gordon y a Bernard Trainor: «La captura de las armas de destrucción masiva requería que se sellaran las fronteras del país y se tomara rápidamente el control de las numerosas presuntas instalaciones antes de que fueran asaltadas por traficantes, terroristas, y responsables del régimen determinados a continuar la lucha. La fuerza que Rumsfeld terminó por reunir, al contrario, era demasiado pequeña para hacer alguna de estas cosas» (pp. 84-85). En los hechos, saqueadores desvalijaron el centro de investigación nuclear iraquí en al Tuwaitha. Nadie señaló esas fallas en la estrategia hasta mucho después de que la invasión había revelado que, por suerte, Sadam no poseía esas armas.

Con este libro, Stephen Holmes tiene mucho éxito en elevar la crítica del imperialismo estadounidense contemporáneo en Oriente Próximo a un nuevo nivel. A mi juicio, sin embargo, subestima los papeles del imperialismo y del militarismo estadounidenses en la explotación de la crisis del 11-S para servir intereses creados en el complejo militar-industrial, la industria del petróleo, y los círculos militares dirigentes. Holmes deja la falsa impresión de que el sistema político de EE.UU. es capaz de una corrección exitosa de su rumbo. Pero, como dice Andrew Bacevich, autor de «The New American Militarism: How Americans Are Seduced by War» [«El Nuevo Militarismo Americano»]: «Ninguno de los demócratas que compiten por reemplazar al presidente Bush lo hace con la promesa de resucitar el sistema de frenos y contrapesos… El objetivo del partido que no posee el poder no es reducir la presidencia al tamaño correspondiente, sino apoderarse de ella, no es reducir las prerrogativas del poder ejecutivo sino recuperarlo.»

Existe, considero, sólo una solución a la crisis que enfrentamos. El pueblo estadounidense debe tomar la decisión de desmantelar tanto el imperio que ha sido creado en su nombre y el inmenso establishment militar que lo refuerza. Es una tarea que es por lo menos comparable con aquella emprendida por el gobierno británico cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, liquidó el Imperio Británico. Al hacerlo, Gran Bretaña evitó la suerte de la República Romana: convertirse en una tiranía interior y perder su democracia, como habría tenido que hacer si hubiera continuado en el intento de dominar gran parte del mundo por la fuerza. Hacer suyos estos temas, sin embargo, lleva la discusión a un territorio que en general no ha sido explorado. Por ahora, Holmes ha realizado un maravilloso trabajo despejando la maleza y preparando el camino para que el público encare este tema más o menos tabú.

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Chalmers Johnson es el autor de los bestseller de la Blowback Trilogy: «Blowback» (2000), «The Sorrows of Empire» (2004), y «Nemesis: The Last Days of the American Republic» (2007).

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