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Veinticinco años del asesinato de Oscar Romero

Fin a la Impunidad

Fuentes:

Hace casi veinticinco años el Arzobispo Oscar Romero, quien se gano un lugar en la historia por su defensa de los pobres, fue asesinado mientras celebraba misa en la capital de El Salvador. En la muerte igual que en vida, el «Mártir de las Américas» fue un héroe en la defensa de los derechos humanos. […]

Hace casi veinticinco años el Arzobispo Oscar Romero, quien se gano un lugar en la historia por su defensa de los pobres, fue asesinado mientras celebraba misa en la capital de El Salvador. En la muerte igual que en vida, el «Mártir de las Américas» fue un héroe en la defensa de los derechos humanos.

Nunca se procesó a los responsables del asesinato de Monseñor Romero. El miedo y el silencio han reinado en este caso paradigmático de impunidad, convirtiéndose en expresión de incontables víctimas de la violencia estatal en las Américas. Pasan los años pero estas atrocidades aún sin resolver, piden justicia a gritos.

Hoy hay una nueva esperanza para las víctimas de El Salvador ya que se inicia el juicio contra un presunto cómplice del asesinato de Monseñor Romero en una demanda que sienta un precedente histórico. La jurisdicción no la tiene un tribunal salvadoreño, sino una corte federal en Fresno, California, donde un residente de los EEUU de muchos años, Alvaro Saravia, se enfrentará al cargo de haber seguido las órdenes para matar a Monseñor Romero. Saravia, un socio cercano al líder derechista Roberto D´Aubuisson consiguió, presuntamente, el arma para el asesino, arregló el traslado del asesino a la capilla donde se llevó a cabo el hecho y, posteriormente, le pagó por sus servicios. Este caso civil, presentado en nombre de un familiar de Oscar Romero por la organización de derechos humanos Center

for Justice & Accountability (Centro de Justicia y Responsabilidad), busca reparación por el asesinato extrajudicial y crímenes de lesa humanidad.

El caso será seguido de cerca en Centroamérica, donde nuevas, y todavía frágiles democracias sufren los efectos postergados de la impunidad en tiempos de guerra. El no llevar a los violadores de los derechos humanos ante la justicia engendra más violencia, como lo demuestra de manera dramática el asesinato de Monseñor Romero y mas recientemente el asesinato de Monseñor Juan Gerardi en mi país Guatemala.

Su asesinato puso al descubierto la total impunidad de las fuerzas armadas salvadoreñas y los grupos paramilitares y precipitó al país a una brutal guerra civil que duró doce años y dejó más de 75,000 muertos.

La preocupante espiral de la impunidad continúa aún después del fin del conflicto armado. Países que salen de la guerra deben reconciliar las dos necesidades, la de consolidar la estabilidad del país y la de hacer prevalecer la justicia, un dilema fácilmente saboteado por aquellos grupos empecinados en proteger sus propios intereses. En El Salvador, una ley de amnistía hizo legalmente irrelevante los resultados de las investigaciones de la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas que se hicieron públicos en 1993. Esta comisión declaró que el ya fallecido Roberto D´Abuissón y Álvaro Saravia fueron los responsables del asesinato de Monseñor Romero, pero ambos fueron intocables frente a esa acusación en su propio país.

Cuando los familiares de las víctimas se encuentran sin recursos legales en sus países, deben buscar la justicia donde pueden. Sin la opción de un juicio en El Salvador, lo ideal hubiera sido que Saravia pudiera ser llevado ante la Corte Penal Internacional, universalmente reconocida y respetada. En lugar de esto, la justicia va a ser posible porque Alvaro Saravia es residente legal en Estados Unidos.

Mediante la Ley Federal de Demandas Civiles para Extranjeros de 1789, Estados Unidos proporcionan una oportunidad única para ciudadanos extranjeros para demandar a individuos que normalmente residen en el país. Afortunadamente, la Corte Suprema de Estados Unidos recientemente ha ratificado la aplicabilidad de dicha Ley en casos de derechos humanos, a pesar del punto de vista de la Administración Bush de que dicho uso debería ser estrictamente restringido.

Esta demanda, en cuanto que ejercicio inspirador de la democracia Estadounidense, también levanta preguntas perturbadoras sobre la política de los EEUU hacia los violadores de derechos humanos.

¿Cómo es posible que Álvaro Saravia pudiera venir a vivir a EEUU después de aquel hecho?

Documentos clasificados, ahora accesibles al público, del Departamento de Estado y la CIA ponen en evidencia que autoridades norteamericanas tuvieron conocimiento del involucramiento de Saravia en el asesinato de Monseñor Romero, desde Mayo de 1980. Sin embargo, los fiscales nunca mostraron interés en procesar el caso, a pesar de tener pruebas convincentes en los archivos de los mismos EEUU y reportes de varias investigaciones independientes sobre derechos humanos. Si Estados Unidos quiere hablar de justicia en el mundo, no puede ser cómplice y servir como refugio de asesinos y criminales de guerra.

Este juicio también constituye una oportunidad de examinar, aunque indirectamente, la responsabilidad del gobierno salvadoreño y de su aliado más cercano, Estados Unidos, en los acontecimientos que llevaron a la muerte a Oscar Romero y a decenas de miles de víctimas civiles a quienes él representa. El Arzobispo Romero habló en contra de las dinámicas geopolíticas que aumentaban el sufrimiento de su pueblo. Apenas un mes antes de su muerte, mandó una carta al Presidente Carter rogándole que cesaran los envíos de armas a El Salvador, ya que tales armas solo servían para reprimir a la población civil.

Es a la vez irónico y redentor que el primer juicio por este asesinato tenga lugar en una corte de EEUU. Esperemos que finalmente se haga justicia en el caso de Oscar Romero, y que ello inspire a los gobiernos de Estados Unidos, El Salvador y de otras naciones para procesar a los muchos violadores de derechos humanos que viven tranquilamente, disfrutando de los beneficios de la impunidad.

Esa sería una hermosa manera de honrar la memoria de mártires como los obispos Romero y Gerardi.