Quince días después del terremoto que terminó de devastar la siempre devastada Haití , el aeropuerto de Puerto Príncipe mostraba su playa de operación de aeronaves totalmente vacía. Una imagen inédita en estos días de llegadas incesantes de ayuda. De cualquier forma, los vuelos siguen, la soledad del mediodía cambió luego con la llegada de […]
Quince días después del terremoto que terminó de devastar la siempre devastada Haití , el aeropuerto de Puerto Príncipe mostraba su playa de operación de aeronaves totalmente vacía. Una imagen inédita en estos días de llegadas incesantes de ayuda. De cualquier forma, los vuelos siguen, la soledad del mediodía cambió luego con la llegada de un gigante carguero ruso fletado por una empresa francesa. Llegó enseguida un avión de carga panameño y después, otro gigante transporte de los marines estadounidenses. El panorama contrasta con las primeras jornadas tras el terremoto, donde se realizaban más de 100 operaciones diarias de despegue y aterrizaje. ¿Se acabó la solidaridad?
Si así fuera, sería más que preocupante. Es que la ayuda apenas llegó a algunas zonas y sigue distribuyéndose con muchas dificultades en los campamentos de sin techo del centro de Puerto Príncipe. Un camiones blancos donde a veces pasan escombros, se usan también para transportar comida, dos de ellos se pararon este mediodía frente al palacio presidencial y comenzaron a arrojar cajas de cartón con bolsas de arroz marca «Lolita» (importado de Estados Unidos) y frijoles (o porotos) argentinos marca «Jujuy».
Las arrojaban desde el camión, custodiado por los casos azules de las Naciones Unidas. Mujeres con niños pequeños, que comen muy mal, en un entorno de hacinamiento y falta de higiene ideal para cualquier epidemia, veían desde la vereda como los jóvenes se llevaban las sacas completas. Si alguna se rompía, ahí sí actuaban los más pequeños, juntando con las manos y corriendo hacia el interior del campamento.
La tensión provocada por la inoperancia de las Naciones Unidas la resuelven los cascos azules, a palazos limpios y algunos disparos al aire que asustan a los ya aterrados desplazados. Apartan a los que están cerca del camión, empujan a algunos periodistas y se van, haciendo sonar sirenas ensordecedoras. Atrás, dejan tierra arrasada: el amasijo de cajas de cartón del arroz y los frijoles se mezclan con el agua estancada, mezclada con mil olores de orín, basura y mierda, donde los niñitos hace tres minutos atrás terminaban de recoger del piso el arroz yanqui y los porotos argentos.
En otras zonas de la ciudad, hay cuatro o cinco horas de cola para obtener una ración de manos de marines de los Estados Unidos. Y nunca alcanza. Siempre hay centenares que se quedan sin nada.
Este desorden organizativo, que esconde también un profundo desdén a la integridad humana y una clara distinción de clase (nosotros repartimos la ayuda de los ricos a ustedes los pobres) se completa con una casi total ausencia de lo que queda del Estado haitiano en las calles, y una todavía evidente desorientación sobre cómo pasar a la etapa de la construcción de la ciudad y su urgencia más evidente: salubridad y dignidad para las más de 600 mil personas que quedaron en la calle.
En algunas radios de Puerto Príncipe, a medida que pasa el impacto inicial, se retoman los discursos clasistas. Parece que el problema del terremoto no es tener que llorar a más de 150 mil personas, o los 300 mil heridos, muchos de ellos con secuelas permanentes, o los centenares de cadáveres que aún quedan por recoger bajo las más de 60 mil casas y edificios que colapsaron.
El problema es que los pobres de siempre y los pobres nuevos, pobres de toda pobreza, sin techo y sin trabajo, no pueden estar en los parques y las plazas cercanas al Palacio Presidencial. Por eso, ya con ningún disimulo, se habla de reubicarlos «en el campo», lejos de los burgueses citadinos de Puerto Príncipe, o de lo que queda de ellos, también en alguna medida sepultados bajos los escombros.
Sacar a los sin techo de la ciudad es imposible. Cualquier intento en ese sentido será corregido por la vida y la lógica de la miseria. Los pobres volverán del campo a la ciudad a vender lo que pueden, o a conseguir algo que hacer cada día para comer. ¿Alguien puede imaginarse un ejército de centenares de miles viviendo sólo de la caridad internacional? ¿Por cuánto tiempo?
Haití no se debe reconstruir, se debe construir. Con soberanía alimentaria, trabajo digno y organización comunal. ¿Puede quedar eso en manos del gobierno de René Preval? Claramente no. A pesar de algunos acercamientos de ocasión a iniciativas integradoras en el continente, como Petrocaribe, en lo esencial sus políticas de los últimos cuatro años de gobierno no han modificado la herencia anterior del interinato neoconservador de Alexandre Boniface y de los encorsetados intentos redistributivos de Jean Bertrand Aristide.
Una ministra haitiana, el lunes, visitó el aeropuerto «administrado» por Estados Unidos para coordinar acciones de solidaridad de otros países caribeños. Su charla con funcionarios diplomáticos se extendió por más de media hora, lapso en el que el chofer de la funcionaria mantuvo encendido el vehículo de doble tracción, para conservar el aire acondicionado en la cabina. En Puerto Príncipe escasea el combustible desde el terremoto y el calor es intensísimo durante el día, especialmente en los campamentos de sin techo. En el vehículo de la ministra, no.
CNN emite un informe donde puede verse un supermercado en Puerto Príncipe que reabrió sus puertas y muestran también algunos vendedores en las calles. Una especie de vuelta a la normalidad. Aunque, claro, el supermercado está en Petionville, la zona rica de la ciudad.
En el mercado pobre, junto al puerto, también volvieron los vendedores. Ofrecen repollos de lechuga apilados junto a montañas de basura, atacadas por enormes cerdos.
La lógica del sistema desigual que puso Haití donde estaba antes del terremoto y le hizo pagar aún más caras las consecuencias del sismo, va surgiendo con claridad quince días después del desastre. ¿Cuándo se dará por terminada la reconstrucción de Haití? ¿Cuándo todos los habitantes de las zonas afectadas puedan vivir con dignidad y trabajo? ¿O simplemente cuando los ricos y los poderosos puedan volver a su burbuja de buena vida?
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