Un tal Augusto Zamora, que es (o fue) embajador de Nicaragua en España, dedica a Uruguay un trabajo que aparece publicado en «Rebelión». Bajo el título: «Uruguay, la revolución agrointeligente» este señor realiza una serie de afirmaciones groseramente inexactas. En todos los casos sin molestarse en citar fuentes. No valdría la pena ocuparse del asunto […]
Un tal Augusto Zamora, que es (o fue) embajador de Nicaragua en España, dedica a Uruguay un trabajo que aparece publicado en «Rebelión». Bajo el título: «Uruguay, la revolución agrointeligente» este señor realiza una serie de afirmaciones groseramente inexactas. En todos los casos sin molestarse en citar fuentes.
No valdría la pena ocuparse del asunto si no fuera porque este tipo de apologías de los gobiernos progresistas de Uruguay tienen aceptación en vastos círculos internacionales. Especialmente molesta es la situación cuando personas de intención claramente revolucionaria en el exterior (y en particular en diferentes lugares de América Latina) se creen estas historias.
Afirma, por ejemplo, Zamora: «el país vive, desde 2005, una asombrosa revolución agropecuaria, que lo ha puesto entre los mayores exportadores de alimentos de mundo en relación a su tamaño y población. Uruguay pasó de producir alimentos para 9 millones de personas a producirlos para 28 millones en 2014. El objetivo es alimentar a 50 millones de seres humanos.»
Por sus especiales características geográficas, climáticas y edafológicas Uruguay fue siempre uno de los «mayores exportadores de alimentos en relación a su tamaño y población». Falso entonces que esto sea el resultado de una supuesta «revolución agropecuaria» ocurrida a partir de 2005.
Pero el disparatario «zamorano» recién comienza: a renglón seguido afirma que «Uruguay pasó de producir alimentos para 9 millones de personas a producirlos para 28 millones en 2014». Dejando de lado la incongruencia de afirmar cuanto va a producir el país de alimentos en 2014, cuando recién en el segundo trimestre de 2015 se tendrá un panorama más o menos completo de dicho dato, al revisar al información oficial disponible [1] constatamos que la producción de alimentos ha crecido entre 2005 y 2013 un 27% aproximadamente [2].
Pero este cambio global oculta una caída de un 2% de la producción ganadera que incluye, fundamentalmente, carne vacuna y leche. El crecimiento se da a expensas de un gran aumento de la producción agrícola debido mayoritariamente a la soja. Este cultivo integrado en su totalidad por eventos transgénicos y destinado en forma predominante, no a la alimentación humana sino a la animal, se ha transformado en el principal rubro exportable desplazando a la carne vacuna que lo era desde hace muchos años. Se podría afirmar por lo tanto que el aumento de la producción agropecuaria destinado a la alimentación humana ha, en realidad, descendido. Muy lejos de, tal cual afirma Zamora, triplicarse.
A renglón seguido el autor afirma que la producción láctea aumentó un 54%. El dato es exagerado si se considera la producción comercial total. De acuerdo a los datos del anuario agropecuario 2013 [3] (el último publicado) ésta aumentó entre 2005 y 2012 el 34,5%. Y es conceptualmente incorrecto asociar este crecimiento a alguna política del MGAP progresista. En efecto, entre 1990 y 1998 la producción láctea creció más de 50%. Una tasa más alta que la experimentada bajo el progresismo. Si le atribuyéramos algún mérito al sesgo ideológico de los gobiernos capitalistas («neoliberales» versus «progresistas») no nos quedaría más remedio que reconocer que aquellos han sido más eficientes en esto de aumentar la producción láctea.
En realidad el crecimiento de la producción láctea a partir de 2005 está asociado al extraordinario aumento del precio del producto. Tomando como base la leche en polvo entera, entre 2005 y 2013 aquel se duplicó con creces [4]. En un entorno de «laissez faire» capitalista que es el que domina la realidad agropecuaria del país, muy lejos de las afirmaciones de algunos integrantes del gobierno y de las cuales Zamora se hace eco, un aumento del precio internacional de cualquier producto genera inevitablemente un incremento de la producción del mismo. En el mismo sentido la liberalización total de las relaciones de producción en el campo uruguayo que datan de los 90 cuando se suprimen prácticamente por completo los impuestos sobre la tierra no hace otra cosa que fomentar la concentración de la propiedad y la producción.
Pero hay más: durante los gobiernos progresistas (aclaremos, entre los censos 2000 y 2011 [5] que abarcan también un período «neoliberal») la cantidad de tambos descendió un 36%. Más de 2000 productores (casi todos ellos pequeños, de menos de 50 mil litros de leche anuales) desaparecieron como tales. Si, como dice Zamora: «Los ejes del desarrollo, según el MGAP son: desarrollo rural, con políticas ajustadas a la agricultura familiar» habrá que admitir que el objetivo ha sido cumplido con creces. Aclarando, por supuesto, que éste consiste en eliminar la agricultura familiar. En efecto, dejando de lado el tema específico de la producción láctea, es sabido por cualquiera que se interese por estos temas en Uruguay, que entre 2000 y 2011 desaparecieron 12.350 productores agropecuarios, un 27% del total. Al igual que en el sector lácteo casi todos ellos pequeños, de menos de 100 hectáreas.
Acompaña a esta reducción en la cantidad de productores la de la población rural; un asombroso 46% y la de la población trabajadora, un no menos asombroso, 26%.
Como también explicitamos en un reciente trabajo [6] estos dudosos «logros» se han obtenido de forma «ecológica». En efecto, entre los años considerados (2000 y 2011) la importación de agrotóxicos, en primer lugar herbicidas, se multiplicó por 5.
Pero las inexactitudes no se acaban aquí: desde el punto de vista ecológico el deterioro del ambiente rural es pavoroso. Todos los cursos de agua del país están contaminados. El contaminante más conocido es el fósforo. Éste llega a cañadas, arroyos y ríos como resultado de la erosión de los suelos. Proceso éste a su vez originado en la agricultura intensiva sobre suelos ondulados típicos del país que requieren una serie de cuidados para evitar aquella.
A este fenómeno se agrega la acelerada deforestación del monte nativo que rodea ríos y arroyos en el país impulsada por la fiebre de producción de soja. Estos montes representan un filtro para la llegada del suelo erosionado a los cursos de agua [7].
La desregulación del uso de suelos fue prácticamente absoluta hasta hace dos o tres años. Y no porque el MGAP, en particular su dirección de recursos renovables, careciera de legislación regulatoria útil. Se trató de la más absoluta falta de voluntad política para aplicarla.
Como decíamos, hace poco tiempo se comenzaron a aplicar los llamados «planes de siembra». Sólo obligatorios para cultivos que abarquen más de 100 hectáreas se basan en trabajos que realizan ingenieros agrónomos contratados por los productores en forma privada. El control oficial es escaso y los incentivos para los técnicos van en el sentido de autorizar el uso masivo de la agricultura sin las debidas rotaciones de cultivos u otras medidas paliativas de la erosión. Todo el fantasmagórico «sistema de control por satélite» que menciona Zamora no es más que un mito. En la práctica no funciona y prueba de ello es que durante el otoño y el invierno del presente año la mayor parte de los campos cultivados con soja permanecieron desnudos después de la cosecha. Se imputó a las abundantes lluvias la tolerancia del MGAP con el fenómeno. Puro pretexto; de ninguna forma aquellas impedían la siembra de forrajeras aptas (ray grass y avena, por ejemplo) en cobertura.
La contaminación con fósforo es conocida porque produce signos claramente visibles en la forma de floraciones de cianobacterias. El año pasado se produjo un episodio escandaloso cuando el agua potable de la región metropolitana de Montevideo adquirió un marcado olor nauseabundo a partir de las toxinas generadas por las mentadas algas. Obras sanitarias del Estado (la empresa pública que suministra el agua potable y el saneamiento en el país) informó que se trataba de una variedad particular de algas cuyas «toxinas» no eran tóxicas para el ser humano.
Se ha dicho que se están llevando a cabo estudios sistemáticos en busca de contaminantes como los compuestos de glifosato, insecticidas, fungicidas y toda la pléyade de agrotóxicos cuya importación tanto creció los últimos años en el agua potable y en los cursos de agua del país. Hasta donde hemos podido averiguar los resultados de esos estudios no son públicos.
De todo lo dicho surge con claridad cuan «sostenible» es el aumento de la producción agropecuaria del país durante los últimos años.
Desde hace ya unos cuantos años muchos economistas sostienen, con evidente buen criterio, que al medir la producción de un país se deben considerar los balances de la evolución de los recursos naturales del mismo.
Dicho de otra forma: en el transcurso de la producción se afecta el ambiente. Ya sea por la vía de la contaminación o por la vía de destrucción o consumo de recursos naturales. El caso más típico es la explotación minera. Por un lado dicha producción se contabiliza positivamente. Por el otro el país pierde un recurso que existía y que ha dejado de hacerlo.
En nuestro caso si se contabilizara la erosión de suelos y la contaminación de cursos de agua que produjo al auge agrícola a partir de 2005 tendríamos que admitir que, muy probablemente, más que un crecimiento del producto interno bruto agropecuario hemos asistido a una caída del mismo.
También es falso, como afirma Zamora que Uruguay «Tiene el mayor índice de investigación y desarrollo de Latinoamérica». En efecto, según informa el Banco Mundial [8], tanto Argentina como Brasil tienen índices (como participación en el pbi) mayores que Uruguay. En el caso de Brasil es aproximadamente el triple.
Para finalizar: el término «agro-inteligente» es usado por ciertos sectores del gobierno para justificar una gestión absolutamente neoliberal en relación al sector agropecuario. Los resultados sociales y económicos de la misma están a la vista.
La penetración capitalista en las relaciones de producción agropecuarias se ha profundizado. Quedan apenas 107.000 habitantes en los más de 16 millones de hectáreas que comprenden el área productiva del país.
En ellas trabajan sólo 116.000 personas. Un promedio de un trabajador cada 142 hectáreas.
Mientras el suelo se destruye aceleradamente, los cursos de agua se contaminan.
Los terratenientes (8.000 personas y empresas son dueñas del 80% de la tierra) se enriquecen. Lo han hecho por vía de aumento del precio de la tierra y la renta del suelo en más de 60.000 millones de dólares los últimos 10 años. Lo mismo hacen un puñado de empresas multinacionales que comercializan y llevan adelante la producción; junto a otras que (encabezadas por Monsanto) venden los insumos necesarios para el modelo: semillas transgénicas y agrotóxicos.
El país es, en realidad, cada vez más pobre.
Notas:
[1] http://www.bcu.gub.uy/estadísticas y estudios/cuentas nacionales
[2] Para llegar a este resultado sumamos algebraicamente las variaciones de los dos sectores: ganadería y agricultura. El tercer componente del sector agropecuario; silvicultura, obviamente no produce alimentos.
[3] http://www.mgap.gub.uy/portal/page.aspx?2,diea,diea-anuario-2013,O,es,0,
[6] «Censo agropecuario 2011 vergüenza nacional» disponible en www.resonandoenfenix.blogspot.com
[7] http://www.elpais.com.uy/informacion/alertan-contaminacion-rio-plata-uruguay.html
[8] http://wdi.worldbank.org/table/5.13
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.