Se multiplican las informaciones anónimas sobre los crímenes de la dictadura. Cuando superan los escollos del miedo y de la «discreción», detonan con su carga de sorpresa, como el episodio de Vichadero, nuestro Macondo. El secretario de la Presidencia, Gonzalo Fernández, no se molestó en ocultar su desagrado por la denuncia pública sobre la existencia, […]
Se multiplican las informaciones anónimas sobre los crímenes de la dictadura. Cuando superan los escollos del miedo y de la «discreción», detonan con su carga de sorpresa, como el episodio de Vichadero, nuestro Macondo. El secretario de la Presidencia, Gonzalo Fernández, no se molestó en ocultar su desagrado por la denuncia pública sobre la existencia, en el cementerio de Vichadero, Rivera, de 35 cuerpos no identificados que podrían corresponder a otros tantos prisioneros desaparecidos durante la dictadura militar.
La denuncia fue formulada por Lile Caruso de la Asociación de Familiares de Asesinados Políticos, y el senador Eduardo Lorier, del Comité Ejecutivo del Partido Comunista, primero ante la fiscal Mirtha Guianze y después ante el propio Fernández; pero ante la eventualidad de que los restos ubicados en Vichadero pudieran «desaparecer», los denunciantes convocaron el miércoles 14 a la prensa y aportaron los detalles. Fernández atribuyó a una intención de protagonismo el que los dirigentes comunistas hubieran formulado la denuncia penal ignorando a la secretaría de la Presidencia, que reclama un control absoluto de toda la información vinculada a los crímenes de la dictadura y la potestad de orientar las investigaciones.
La reacción de Fernández confirma las apreciaciones del Servicio de Paz y Justicia, cuyos responsables han denunciado falta de transparencia de la Presidencia en el manejo de estos temas y han consignado el peligro de la ausencia de un control externo de las actuaciones. Otras fuentes ya habían alertado sobre la discrecionalidad del secretario de la Presidencia para aceptar o descartar las denuncias que se están multiplicando sobre la existencia de cementerios clandestinos, informaciones que no provienen orgánicamente del Ejército.
En los hechos, la aparición de un esqueleto en el Batallón 13, como consecuencia de una denuncia anónima, puso más en evidencia la ausencia de resultados de la información brindada por el comandante del Ejército, Ángel Bertolotti. Fernández ingresó al comienzo de esta semana al predio del Batallón 13 en compañía del ex soldado Sergio Pintado, quien cumplió servicio en esa unidad y que estaba dispuesto a señalar 27 lugares donde podría haber tumbas de desaparecidos. Pintado ya había dado testimonio ante la justicia, como también lo hizo el ex soldado Ariel López Silva y otros soldados que fueron interrogados por el juez Alejandro Recarey en la causa de la desaparición de Elena Quinteros.
EL DATO REVELADOR DE VICHADERO En medio de ese empuje de informaciones anónimas surgió el episodio de Vichadero. Es, tal cual, un capítulo de Macondo. La información oficial de la existencia de cadáveres no identificados data de 2002, pero el conocimiento de que el cementerio de Vichadero había sido utilizado por los militares como lugar de entierro de sus víctimas es mucho más antiguo. Vichadero, a 130 quilómetros de la ciudad de Rivera, sobre la ruta 27, tiene alrededor de 1.500 habitantes; su cementerio, a unos tres quilómetros del poblado, tiene 148 sepulturas. En épocas de la dictadura, el sepulturero era despertado en horas de la madrugada por oficiales del Ejército que llegaban en camionetas con matrícula de Montevideo para efectuar enterramientos. No traían documentación, y cuando el sepulturero la reclamó, le contestaron que no insistiera porque le podía pasar lo mismo que al que estaba por enterrar.
¿Es lógico suponer que tales hechos no fueran comentados en el poblado? Sin duda, esas historias eran patrimonio de todo el pago. Por lo menos uno de los hijos del sepulturero, que heredó el cargo, lo comentó con una señora desconocida que hace unos días visitó el cementerio. ¿Qué hay en esos nichos?, le preguntó la señora, y el sepulturero le contó: «Esos son cadáver importantes», y se los mostró. Así, Caruso pudo confirmar que los militares usaban el cementerio de Vichadero para enterrar sus secretos.
El sepulturero hijo explicó a Caruso que en 2003, después de un pedido de informes realizado por el edil Robinson Silva, del Partido Socialista, desde la Intendencia de Rivera le ordenaron trasladar 35 cuerpos no identificados al osario común. Consciente de la importancia de tales restos, el sepulturero hijo tomó la precaución de envolver los esqueletos en nailon y depositar junto a cada uno de ellos un azulejo en el que consignó todos los datos conocidos; así impidió que se perdiera el rastro de esos cuerpos.
¿Quién dio la orden de pasarlos al osario? No se sabe, pero la documentación oficial de los distintos pedidos de informes -que el actual edil comunista Enrique da Rosa recopiló para reactivar la investigación- luce las firmas del secretario general Rodríguez, en nombre del intendente Tabaré Viera; del director de Higiene, Marne Osorio; del director de Departamento, Juan Emilio Techera; y del director de Necrópolis, Milton Gómez. A ninguno le llamó la atención que en un cementerio de 148 sepulturas hubiera más de 35 nn. ¡Qué cantidad de personas desconocidas vienen a morirse imprevistamente en Vichadero!
Por cierto que hay más nn, pero estos 35 son «especiales», y eso lo sabe el enterrador, porque se lo contó su padre. Su testimonio sobre la presencia de militares que llegaban con cadáveres es un punto fuerte a favor de la sospecha de que se trata de prisioneros desaparecidos. Hay, además, otros indicios: muchos de los esqueletos aún conservan restos de vestimenta, medias, una camisa de nailon con la grifa y otras prendas con fibras que el tiempo no destruyó; usualmente los cuerpos son enterrados desnudos.
Se ha argumentado que Vichadero queda muy lejos de Montevideo. También queda lejos el lago de Rincón del Bonete y allí fue encontrado el cuerpo flotando de Roberto Gomensoro Josman -con las manos atadas con alambre-, quien había sido detenido en marzo de 1973 en Montevideo y torturado en el Batallón de Artillería 1. La lejanía de Vichadero es quizás un elemento favorable para mantener el secreto. Después de todo, los rumores sobre esos enterramientos clandestinos de los militares se tomaron 30 años para perforar el miedo y salir a luz.
Para saber algo más sobre esos nn es preciso que el juez de Rivera, Federico Álvarez, analice los libros donde se consignan los enterramientos del cementerio de Vichadero. Aunque no hayan datos específicos, se puede establecer, por comparación con las anotaciones precedentes y siguientes, la fecha aproximada de cada enterramiento. Pero para descartar toda duda el juez puede ordenar la realización de análisis de adn, que después deberán ser comparados con los de los familiares de los desaparecidos. Esa diligencia es la que el juez penal Luis Charles eludió realizar cuando recibió la denuncia, en sobre cerrado, de manos de la fiscal Guianze.
Charles entendió que correspondía a la justicia de Rivera la jurisdicción del caso, por más que la demanda había sido presentada en el expediente de la desaparición de Barrios, secuestrado en Buenos Aires. El magistrado ordenó trasladar los antecedentes a Rivera, pero inexplicablemente la comunicación no salió de Montevideo hasta el miércoles 14, después que se produjo la denuncia pública. Recién entonces el sobre fue enviado por correo expreso. Afortunadamente, el juez de Rivera había ordenado vigilancia policial en el cementerio de Vichadero, del cual no podrá sacarse ningún cuerpo.
LA HIPOCRESÍA SE DESMORONA, HAY MÁS DE DOSCIENTOS DESAPARECIDOS Con los 35 esqueletos ubicados en el cementerio de Vichadero -sobre los que hay acumulados fuertes indicios de que pueden corresponder a prisioneros desaparecidos- se desploma definitivamente la pretensión de la Comisión para la Paz de circunscribir los «excesos» de la dictadura a una treintena de desapariciones y reducir la búsqueda a unos 26 cuerpos de prisioneros cuyo asesinato ha sido implícitamente admitido por las Fuerzas Armadas.
La distancia entre 30 y 200 no es sólo cuantitativa. Si la responsabilidad de las Fuerzas Armadas se extiende a todos los uruguayos capturados en Argentina y Paraguay, y si se comprueba que esos prisioneros fueron trasladados a Uruguay y asesinados aquí, entonces los militares deberán abandonar la excusa de que las muertes fueron consecuencias involuntarias de la consciente aplicación de torturas para «salvar a la patria». Habría que explicar quién los secuestró en Argentina, quién ordenó actuar en el exterior, cómo fueron trasladados al país, en qué lugar permanecieron secuestrados, quién ordenó asesinarlos y quién ejecutó la orden.
Este rosario de preguntas inevitables explica el autismo del Ejército sobre el «segundo vuelo», es decir, la extradición clandestina, en setiembre de 1976, de una veintena de uruguayos, que la Fuerza Aérea confirmó inesperadamente en su informe de agosto último, junto con la ubicación en una chacra de Pando de dos desaparecidos. El Ejército tiene toda la información sobre esos desaparecidos, pero no la brinda, la secretaría de la Presidencia no se la reclama y tampoco lo hacen los jueces.
Los «desaparecidos de Argentina» son el talón de Aquiles de la estrategia del secretario de la Presidencia, Gonzalo Fernández; preferible es, para no enfrentar situaciones delicadas con los mandos militares, que los cuerpos que eventualmente se rescaten correspondan a aquellas historias que los militares aceptan que se conozcan. De ahí que la información debe estar rigurosamente centralizada y las búsquedas deben ser en función de la información orgánicamente aportada por el Ejército. La única excepción a esta regla de conveniencia eran los restos de María Claudia García de Gelman, secuestrada en Argentina y asesinada en Uruguay. Quizás porque era muy difícil acotar ese caso, la información que impulsó al comandante Ángel Bertolotti a señalar el lugar exacto del enterramiento resultó falsa.
Por otra parte, el hallazgo del esqueleto en el Batallón 13 fue una jugada fuera de libreto. Todavía no se sabe a quién corresponde, pero sin duda la información anónima que condujo al hallazgo abrió puertas hasta ahora clausuradas. Las cuentas son reveladoras: están, por un lado, los dos cuerpos encontrados en Pando y en el Batallón 13; está el cráneo de Roberto Gomensoro Josman, recuperado en 2002; y hay partes de tres esqueletos encontrados en una fosa común del cementerio de Tacuarembó, que permanecen en depósito en el Instituto Técnico Forense, a la espera de un análisis de adn que inexplicablemente se demora por la reiterada omisión del juez de Paso de los Toros, Dardo Martínez. Uno de esos cuerpos podría ser el de Gomensoro Josman, pero ¿y los otros dos? Si a estos cinco restos se les suman los 35 esqueletos de Vichadero, bajo la hipótesis de que pueden ser desaparecidos, entonces inevitablemente alguno debe corresponder a prisioneros capturados en el exterior. Como sea, la hipocresía se desmorona.