La impunidad está comenzando a caerse siendo demolida por una serie de hechos vertiginosos que día a día muestran como las aberraciones del pasado, cometidas al amparo de estados dictatoriales y basadas en ese manual de atrocidades y encubrimiento que fue la llamada Doctrina de la Seguridad Nacional, siguen estando presentes para ser sancionadas como delitos, en muchos casos, con el carácter de «lesa humanidad»
No sabemos cual será la posición del Poder Ejecutivo ante posibles nuevos pedidos de extradición que realice, en este caso, la Justicia argentina luego de la gestión que realizó la Secretaría de Derechos Humanos del país vecino, pero la verdad es que por primera vez en lo que va de nuestra historia moderna, una acción de la Justicia estará dirigida a la centralidad de lo que fue la responsabilidad central de aquel período negro que vivió el Uruguay y que muchos, en menos o menor medida, sufrimos.
Qué llegue un pedido de extradición para el ex presidente de facto y general (r) Gregorio Alvarez y que la misma se concrete, que este personaje siniestro sea llamado a responsabilidad por hechos ocurridos durante su actuación, preponderante en la su «liderazgo» militar que impulsó al Ejército a dar el golpe de Estado y luego, de asumido el poder, defenestrado al pelele Juan María Bordaberry, se convertiría en elemento con un valor paradigmático en la sustentación de este difícil y largo tema.
Porque recordemos, aunque todavía los historiadores no han definido el asunto y sostienen que el general Mario Aguerrondo, otro fascistoide de la época, uno de los primeros militares que comienzan a aparecer en el plano político estando en actividad, fue un factor importante en la caída de las instituciones.
Ya había aparecido el general Oscar Gestido, encabezando un grupo colorado en 1962, que lo lleva al Consejo Nacional de Gobierno y a la Presidencia de la República en 1966; en el Partido Nacional comienza a manejarse el nombre del general Aguerrondo, un verdadero teórico – se supo después – de la violación institucional.
Este general era un hombre del Partido Colorado, afín a Luis Batlle, jefe en aquel momento de la Región Militar Nº 1, el que lideraba dentro del Ejército una línea contraria a la forma de conducción del Estado que estaba llevando adelante Jorge Pacheco Areco, con medidas fuertes y la aplicación de institutos extraordinarios.
Estos sectores consideraban que Pacheco se iba marginando de la Constitución de la República en la práctica, lo que no temían, pero si calificaban como una «posible salida» la que planteaba Aguerrondo, admirado por sus pares del Ejército, considerado como un militar en toda la línea, que teorizaba sobre la necesidad de modificar el poder al frente del Estado.
Mientras tanto, otro general oscuro y ambicioso, Gregorio Alvarez, actuaba, armando un mecanismo que tenía dos objetivos: desconocer las instituciones y dar el golpe de Estado, aprovechando los vientos favorables que le llegaron desde el Departamento de Estado de EEUU, y su decisión de dejar fuera de todo tipo de mando al propio Aguerrondo.
Alvarez fue quién estuvo a la cabeza del golpe de Estado, que liquidó a las instituciones democráticas que, algo «rengas», todavía existían en el país. Fue además quién, encabezando a las Fuerzas Armadas, puso en marcha la maquinaria infernal del apremio ilegal masivo, la tortura, la capucha, la desaparición, de acuerdo a los mecanismos teóricos que se establecieron en la referida Doctrina, pero con un estilo sanguinario y atroz, que hizo vivir al Uruguay en esos años de dictadura, una de las tiranías más férreas y duras de las que se tienen memoria en el continente.
Ya durante la gestión del presidente Jorge Pacheco Areco, esas prácticas de «interrogatorio» estaban siendo admitidas y perfeccionadas a nivel policial (recuérdese la presencia del «asesor» Dan Mitrione en el país), pero nunca habían tomado el carácter de masividad y la extensión adquirida con el impulso del general Alvarez, tanto al frente del Ejército, como ocupando la presidencia de facto del país.
Esa violencia inaudita aplicada cobardemente en contra gente detenida, se constituyó en uno de los actos más inhumanos de la historia nacional, en un país que vivía, además, una tiranía de características únicas.
¿Por qué decimos esto? Porque en ninguna dictadura se llegó a los extremos que aquí, censurándose todo, prohibiéndose a los partidos políticos, a las organizaciones sociales y sindicales, censurándose las representaciones culturales, hasta las audiciones radiales, clasificándose a los artistas, escritores, docentes, periodistas.
En ninguno de los países vecinos, por más que en muchos – como ocurriera en la Argentina – la represión tomara el camino del asesinato en masa, del genocidio, del exterminio generalizado del presunto enemigo – se llegó a clasificar a la población en tres clases, A, B y C, los impolutos para el régimen, los maculados (que perdían el trabajo y no lo conseguían más, siendo condenados al hambre o al destierro) y los réprobos, a quienes se los perseguía y cuando caían, por la simple razón de haberse expresado en alguna oportunidad en contra del régimen, eran agredidos de todas formas en las salas de tortura de los cuarteles.
Una etapa del país en que se obligó a los alumnos de los liceos a llevar el pelo a la usanza cuartelera y, ¡cuidado!, si por detrás la cabellera tocaba en los varones el cuello de la camisa y la falda de las mujeres dejaba que aparecieran las rodillas, porque ello era motivo de suspensión y hasta de expulsión de las aulas.
El Uruguay, con estos señores, pasó de ser un país modernizado por el impulso de las ideas y la obra de José Batlle y Ordóñez, a otro que rápidamente entraba en un medioevo en donde imperaba una especie de inquisición para servir a los intereses de personajes siniestros como Alvarez, que a la vez tenían el reaseguro imperial – por lo menos esos creían – del Departamento de Estado. Apoyo que sirvió para apuntalar la asonada contra las instituciones, pero que no se extendió durante todo el período.
A la cabeza de toda esa represión estuvo este personaje autoritario, de pensamiento unilateral, básicamente inmoral, que poco entiende del género humano y hoy se refugia hoy en una coraza de soberbia que ya aparece más que ridícula. Que, por fin, alguien llame a Alvarez a declarar, que deba sentarse en un banquillo de acusados, demostrará que la Justicia entre los hombres todavía existe.
En torno a la frase del comienzo, en que decimos que no sabemos todavía cual será la actitud del Poder Ejecutivo al respecto de un futuro pedido de extradición de los firmantes de la carta en que se responsabilizan por todo lo actuado, incluso del Plan Cóndor, y salvajadas de la enormidad que se concretaron en el campo de concentración «Automotores Orletti», de los asesinatos como los de Michelini y Gutiérrez Ruiz, o el de la nuera del poeta Juan Gelman.
¿Por qué no lo sabemos? Porque parece evidente que desbrozando el camino, aparecerán de entre los «nostálgicos» firmantes, muchos que no tienen vinculación directa con aquellos hechos. Incluso ya muchos de los que han rubricado la declaración, tratan de delimitar sus responsabilidades y, ni siquiera, se hacen cargo de la «tortura», que era una política institucional, asignando la misma a desviaciones de carácter personal de algunos militares.
Todas son consideraciones que deberán hacerse previamente, pese a que todos ellos, los diez, se sumaron en una misiva «solidaria» con quienes reprimieron, torturaron, secuestraron y eventualmente asesinaron en nombre de la Patria. ¿O el sentido de la carta no fue oponerse al nuevo pedido de extradición, realizado en esta ocasión por la Justicia argentina?
(*) Periodista. Secretario de redacción de Bitácora.