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Vuelven fantasmas del pasado a Uruguay

La homogeneidad no es democracia

Fuentes: Rebelión

Intercambiando pareceres en una rueda de amigos se manejaban algunas premisas esenciales que caracterizaban a un hombre de este tiempo tanto en el mundo como en nuestro Uruguay: En primer lugar creer y defender a la democracia como sistema de vida, pues en ella puede prosperar la justicia más plena. El segundo elemento que valorábamos […]

Intercambiando pareceres en una rueda de amigos se manejaban algunas premisas esenciales que caracterizaban a un hombre de este tiempo tanto en el mundo como en nuestro Uruguay: En primer lugar creer y defender a la democracia como sistema de vida, pues en ella puede prosperar la justicia más plena. El segundo elemento que valorábamos era más político, el ser esencialmente de izquierda, defensor y participe de la generalización de la justicia social.

Sin embargo las consideraciones nos llevaban a disquisiciones de todo tipo. Porque -entendíamos-, que una izquierda en el poder debe tener en claro que una democracia, determina una situación cambiante y muchas veces de tiempos efímeros para el mantenimiento de cargos en los Estados, por lo qué se debe tener la suficiente amplitud para entender que los cambios políticos son inherentes al modelo y no existen situaciones que persistan en el tiempo.

No existe democracia en sistema de partido único, como fue (y es en algunos últimos casos), dentro de la óptica de ciertos sectores que lograron el poder en el mundo y en América Latina, en la época del ’60, y fueron un «faro» de esperanza que iluminó a parte de la juventud y nos llevó a casi todos a emprender una lucha imitativa, desigual, que a la corta se convirtió en fraticida. Hermanos contra hermanos, ahondando como nunca el dolor de los pueblos y multiplicando al máximo el odio que en algunos casos todavía perdura, especialmente en algunos que no han podido restañar sus heridas ni olvidar las crueldades, de un lado y del otro.

Fueron períodos en qué la democracia, en todos sus extremos, desaparecía. Los militantes de las causas se convertían en fieles cumplidores de un verticalismo político extremo que, como tal -por antidialéctico- era esencialmente injusto y antidemocrático. Los represores, por su parte, metidos en un aparato que propiciaba la acción violenta en contra el pueblo cumplían también su rol dejando todos los pruritos de humanidad por el camino. Todo un período de absurdos enfrentamientos, de oclusión democrática, sin otro fin que la pequeñez del odio personal y la imposición, a toda costa sobre el cadáver de la democracia, de sistemas que nada tenían que ver con lo que querían los uruguayos que era trabajar en tranquilidad para la felicidad de sus familias y el engrandecimiento del país. Todo ello en absoluta paz.

Los golpistas en el paroxismo del odio contrataron a bandas asesinas extranjeras, como la encabezada por Aníbal Gordon, para realizar algunas tareas crueles que ellos se sentían incapaces de emprender, quizás por su anterior formación republicana. ¿O por esencial cobardía? Profirieron delegar en extraños las peores tareas represivas, casos sangrientos que alguna vez hemos referenciado. Gordon, nada menos, que el jefe de la banda asesina que recibía órdenes del propio presidente argentino, Juan Perón, para concretar sus fechorías y que a la muerte de este, pasó a estar comandado por el inefable personaje, López Rega. Ningún juez ni fiscal en Uruguay le preguntó nunca al general Gregorio Álvarez, por qué contrató un día a este salvaje asesino para cumplir tareas en el Uruguay y ser participe primordial del Plan Cóndor.

Esa es una etapa oscura, todavía no develada de la represión en Uruguay. Una represión absurda, plagada de hechos que revuelven las entrañas del más firme. Un día, luego de todo ese dolor, resplandeció nuevamente la democracia, se sucedieron los presidentes de los distintos partidos en el poder institucional y más allá de los vaivenes políticos, de las discrepancias, algunas hondas e insalvables, la izquierda llegó también al gobierno. El juego democrático fue visible y funciono perfectamente. En una primera etapa, cuando gobernó el doctor Tabaré Vázquez, muchos de los que habían estado enfrentados a sangre y fuego con los golpistas, que distinguimos de los militares de este país, fueron integrados como ministros de Estado o en otros puestos de responsabilidad en ese primer gobierno frenteamplista. La historia estaba mostrando un recodo distinto de la existencia y también como se borraban dislates del pasado para tratar de que juntos se construyera un provenir venturoso para todos.

El camino abonado por el período presidencial de Vázquez abonó, luego, el triunfo de José Mujica, un veterano tupamaro, con cuya ascensión al mando fue acompañada por muchos uruguayos que quisieron borrar definitivamente la aberración de la vesania del pasado oprobioso de la dictadura. Creyeron en la bonhomía del viejo militante y se sintieron estimulados por los discursos con los que inauguró su mandato, claramente abiertos al mundo, llenos de visiones modernas, alejados de la pequeñez de la politiquería de grupos, sectores, camarillas, amiguismos y sectarismos.

Sin embargo, a dos años y medio de aquella presentación exultante, con un país en marcha, apuntalado por una muy seria y eficiente conducción económica y un viento de popa dado por precios internacionales de las materias primas, los uruguayos comenzamos a crecer en lo material. El PBI se multiplicó año a año como nunca en el pasado (ya van ocho años de crecimiento a tasas importantes), pero el gobierno en sus líneas esenciales anunciadas, por sus contradicciones internas, fracasó. El país no fue capaz de desarrollarse. La mejorías salariales se volcaron en consumo voraz y poco más. Las obras perdurables no se hicieron y las empresas públicas, ni siquiera, pudieron sentar las bases de una producción ordenada: hoy anunciaron un déficit en conjunto de más de mil millones de dólares.

Quizás los peores fantasmas de aquel pasado sesentista, el de ocupar todos los cargos, el de las luchas por «copar» asambleas, hegemonizar todo tipo de direcciones, espacios, coyunturas, sin admitir los descensos ni las discusiones, comenzó a hacerse presente y a paralizar las acciones esenciales. Se pretende imponer cosas disparatadas en todos los aspectos, que van contra las bases mismas del pensamiento humanista de la izquierda. Ejemplo de ellos hay muchos, como el de los cirujanos a los que ASSE les adeuda el rubro «nocturnidad» que no puedan renunciar a sus cargos indignados porque no les pagan. Médicos, además, que facturan sus servicios porque nunca fueron regularizados como funcionarios, que no tienen tampoco derecho a la seguridad social. Y que en el marco de ese conflicto un diputado del MPP a su vez cirujano, diga, que opera gratis en el hospital de Florida. ¿Qué quiere demostrar, su apoyo a la injusticia que mantiene ASSE, o simplemente está actuando como un simple «rompe huelgas»? Otro legislador está planteando una movilización popular en contra los renunciantes, como si estos fueran apátridas. ¿Por qué no la organiza contra quienes propician desde la administración que haya cirujanos que trabajan en los hospitales públicos «en negro»?

Por otra parte es sorprendente que paralelamente al nombramiento de nuevas autoridades del CODICEN, luego de haber sido defenestrados dos defensores del gobierno como Seoane y Nora Castro, una manifestación de no estudiantes, haya concurrido al Liceo Bauza a repudiar a su directora, quién desde hace un tiempo ha sido la voz disonante e inteligente en todas las disputas que existen en torno a la enseñanza. Obviamente, esta movilización armada desde sectores políticos claramente identificados colmó el vaso de la paciencia de Bianchi que anunció la renuncia al cargo. Todo el proceso que se está produciendo en la enseñanza lleva, claramente, a un hecho que cada vez se hace más determinante: la diferenciación qué existe entre la enseñanza pública y privada. Para muestra un botón que nos atañe personalmente: una querida niña de nuestra familia que cursa 1er año en una prestigiosa escuela privada, nos invitó (somos sus abuelos) a concurrir a una presentación teatral en el salón «multiuso» del establecimiento. La presentación de la pequeña y sus compañeros fue en idioma inglés. ¿Qué podemos decir ante las visiones de nuestros gobernantes que tratan de extender los esquemas de la UTU a la enseñanza Secundaria? ¿Será una visión en qué se valora más lo manual a lo intelectual?

¿O se piensa que Uruguay no necesita, como cree el gobierno de Brasil, a muchachos formados en Harvard y otras universidades del más alto nivel para apuntalar un firme desarrollo? ¿Creen que en un achatamiento homogéneo e igualitario el camino para desarrollar la hoy caótica enseñanza oficial?

Todavía no se han dado cuenta que la homogeneidad no es democrática.

Carlos Santiago es periodista. Asesor editorial del semanario Bitácora de Montevideo, Uruguay.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.