A pesar de sus propuestas formales centradas en la participación social, las fuerzas de izquierda que asumieron el gobierno en Uruguay están mostrando -en una cuestión estratégica como es la gestión del agua y los recursos hídricos del país- una llamativa continuidad con prácticas paternalistas de sus antecesores, mientras el movimiento popular, con mesura y […]
A pesar de sus propuestas formales centradas en la participación social, las fuerzas de izquierda que asumieron el gobierno en Uruguay están mostrando -en una cuestión estratégica como es la gestión del agua y los recursos hídricos del país- una llamativa continuidad con prácticas paternalistas de sus antecesores, mientras el movimiento popular, con mesura y con firmeza, reclama su lugar en el proceso de decisión.
El reciente cambio de gobierno nacional en Uruguay, con el triunfo de la coalición FA-EP-NM y la asunción de Tabaré Vázquez como Presidente de la República, vino precedido de una propuesta de desarrollo con participación social radicalmente distinta de la vigente durante el largo reinado de los partidos tradicionales blanco y colorado. Sin abrumar al lector, porque las citas abundan, damos a continuación algunas referencias.
El documento «Nuestras Señas de Identidad», aprobado en el IV y último Congreso del Frente Amplio, realizado en setiembre de 2002, dice: «Queremos una democracia plena y plural. Frente a las limitaciones sustantivas de la situación actual bregamos por profundizar y transformar los mecanismos de información, participación y representación ciudadana. Por eso nuestro compromiso con los instrumentos de democracia directa, la descentralización, la transparencia informativa, el ejercicio de los derechos ciudadanos y la transferencia de capacidad de decisión a la comunidad y los trabajadores».
En otro pasaje de las resoluciones del mismo congreso se dice: «Esta lucha [se refiere a respuestas a las inequidades de la globalización hegemonizada por el capital financiero y el pensamiento neoliberal] debe promover como aspecto central de esa reorientación para que los pueblos del mundo puedan gobernar la globalización con signo progresista, la mayor participación pública y de la sociedad civil organizada en el proceso, la democratización de los organismos internacionales y de los medios de comunicación, y la regulación de los procesos económicos desatados».
El presidente Tabaré Vázquez, en su discurso del 1º de marzo, en la escalinata del Palacio Legislativo, dijo: «Este gobierno tiene señas de identidad nítidas e indelebles. Y desde ellas vamos a gobernar para la sociedad y ello pasa por algo que se llama profundizar, ensanchar, alargar la democracia y la participación ciudadana en el ejercicio de este gobierno nacional que debe ser de todos los uruguayos».
Y agregó, más adelante: «Trabajamos también en la transición social. En el Plan de Emergencia, en su preparación, trabajamos con empresarios, con trabajadores, con la sociedad en general, con la sociedad en su conjunto, porque para llevar adelante esos cambios que entre todos tenemos que llevar adelante se necesita una gran base de sustentación política y una gran base de sustentación social».
Dos decisiones políticas de envergadura
A los pocos días de haber asumido el nuevo gobierno, sin realizar una evaluación técnica adicional y sin mediar una consulta ni, menos, la mentada participación de la población local o las organizaciones sociales involucradas, los ministros respectivos reafirmaron la autorización para instalar dos fábricas de celulosa en Fray Bentos, proyectos que por su magnitud y encadenamientos productivos cambiarán radicalmente la faz del país.
Si bien había algunos anticipos de ese camino, los pronunciamientos de la fuerza que ganó las elecciones habían sido hasta ese momento en sentido contrario. Esta sorpresiva decisión no tuvo siquiera la consideración de la duda, que sí fue aplicada en cambio a un decreto del gobierno anterior sobre los estudios de impacto ambiental, cuya vigencia se suspendió por cinco meses para realizar un análisis detenido del caso.
Pronunciamientos de varias organizaciones sociales, pedidos de audiencia al presidente, declaraciones públicas -una de alcance internacional generada en la última sesión del Foro Social Mundial en Porto Alegre-, no sólo no recibieron respuestas formales sino que contrastaron incluso con el tratamiento dado a la empresa finlandesa Botnia, que fue recibida por Tabaré Vázquez y anunció ella misma el respaldo a su proyecto.
Las respuestas fueron dadas a través de la prensa por distintos miembros del gobierno y todas giran en torno a la importancia de la inversión, la necesidad de dar seguridad a los inversores y la certeza de que existirán los controles técnicos para evitar los impactos ambientales negativos. Más allá de estas explicaciones, cuestionadas ya desde varios ángulos, hay una gran ausente: ¿dónde está la anunciada participación social?
En el mismo lapso, otra decisión similar afectó al resultado del plebiscito nacional por la gestión del agua. Con el mismo «caballito de batalla» de que el gobierno de izquierda debe dar certezas a las empresas de que sus inversiones serán protegidas, se anunció que la reforma no se aplicará en forma retroactiva. Más allá de las opiniones jurídicas, que suelen servir a tirios y troyanos, ¿adónde fue a parar la decisión popular?
Se podría responder señalando simplemente la contradicción existente entre la política económica y las metas sociales programadas. Pero si enfocamos por un momento hacia la participación social e incluimos los quince años de experiencia en la comuna de la capital, la conducta de la coalición de izquierda no es tan sorprendente y evidencia sus limitaciones en un aspecto clave para la suerte futura del nuevo gobierno.
La participación social en el desarrollo
El sentido y las formas de participación social en los proyectos de desarrollo en los países más pobres -sobre todo en la perspectiva de un «desarrollo sustentable»- han registrado en las últimas décadas un cambio sustancial, llegando a ser un elemento sin el cual ese desarrollo es una inversión con fines lucrativos y/o políticos que muchas veces trae poco beneficio real a la población, cuando no afecta seriamente al medio ambiente.
Desde hace un tiempo, en instituciones dedicadas al desarrollo, tanto gubernamentales como privadas, se viene discutiendo el propio significado del concepto de desarrollo social, empezando por establecer quiénes deben definir en qué consistiría el mismo, determinar quiénes deben dirigirlo y vigilarlo en su aplicación, para llegar por último a la evaluación de si el objetivo de desarrollo propuesto fue realmente alcanzado.
La revisión se justifica porque tras décadas de elaborar programas y destinar no pocos recursos a proyectos de desarrollo, teóricamente dirigidos a proporcionar o facilitar a los sectores más pobres de la población el acceso a aspectos básicos de salud, educación, vivienda, trabajo o bienestar común, incluido el derecho a un medio ambiente sano, el impacto real de tales programas y proyectos ha sido sumamente limitado.
Es una cuestión que rebasa incluso la discusión sobre las condiciones y los efectos de los modelos elegidos. Antes que nada, se trata del uso eficiente y eficaz de los recursos destinados al desarrollo, de saber a qué fin realmente fueron dirigidos, cómo se controló su aplicación, en qué proporción se distribuyeron en la cadena de ejecución y cuál fue la evaluación de los supuestos beneficiarios finales, que es lo que debe importar.
Y cuando los proyectos por su condición tienen -como la minería, plantaciones en gran escala, explotación de recursos costeros y cuencas hídricas, etc. – un fuerte efecto sobre el medio ambiente, la necesidad de la participación social es más imperiosa aún, dada la magnitud de los impactos de todo orden en juego. Y es también mucho más compleja, por la diversidad de los actores involucrados que deben participar en el proceso.
Los principios de responsabilidad social y ambiental inherentes al desarrollo sustentable son incuestionables en el plano político internacional. Desde las agencias de la ONU y numerosas entidades no gubernamentales internacionales se impulsa la aplicación de estos principios y para reforzarlos se han elaborado, a menudo con múltiples actores, pautas para procesos de participación social y de rendición de cuentas pública.
Un nuevo momento político en la región
En este sentido, en América Latina existen muchas experiencias, positivas y negativas. Desde los intentos fallidos de decidir un proyecto de desarrollo contra la voluntad de la población local -como el caso de minera Manhattan en Tambogrande, Perú-, pasando por los acuerdos entre Estado, empresas mineras y comunidades locales en Bolivia, hasta la cogestión de reservas naturales y cuencas hídricas en México.
Es muy notorio, además, que en donde los impactos sociales y ambientales del modelo neoliberal han sido mayores y, a la vez, en donde gobiernos o parlamentos electos en las urnas pretendieron imponer una continuidad de tales políticas, se provocaron incluso insurrecciones populares que, como era inimaginable apenas diez años atrás, han hecho renunciar a más de un presidente o alcalde y revertieron mayorías legislativas.
Esto significa, sin lugar a dudas, que la democracia representativa tradicional, entendida como una decisión electoral que cada cierto lapso elige un parlamento y un gobierno de mayoría, encargados de las decisiones legislativas y ejecutivas, aunque no cuestionada políticamente, es insuficiente en sus formas para atender los imperativos del desarrollo actual y es necesario incorporarle nuevos instrumentos para hacerla más eficaz.
En Uruguay, la impronta institucional marcada por 170 años de gobiernos de los partidos tradicionales sólo llegó a ser alterada en los últimos años -bajo la protesta sistemática de blancos y colorados- por una sucesión de plebiscitos sobre asuntos clave del desarrollo nacional. Útil para dirimir temas de gran envergadura, este mecanismo no es apropiado para el proceso regular de decisión, ejecución, control y evaluación de proyectos.
Parece claro, asimismo, que el problema no se resuelve librando otro cheque en blanco, ahora en base al carácter progresista del gobierno porque, en definitiva, el propio vuelco político uruguayo evidencia la necesidad de pasar a otras formas de gestión pública y de participación social. Los fundamentos de la nueva fuerza mayoritaria abonan esa opción, aunque por lo visto el peso histórico e inercial del «viejo» Estado es grande.
Para llegar a buen puerto en todos los frentes, desde el social y político al económico, la implementación del desarrollo exige hoy un grado mayor e indelegable de participación social. El movimiento popular uruguayo, aunque ha estado tradicionalmente sustentado en estructuras gremiales, nunca se caracterizó por una postura corporativa, por lo que para abrir nuevos caminos no hace falta apelar a consejos o recetas extrañas.
Sin tutorías partidarias ni tecnocráticas
Desde su creación en 1964, la CNT atendió, junto con las reivindicaciones laborales, a los problemas del país. Esta vocación política -no en el sentido partidario, sino de trascender su ámbito particular-, se reafirmó con la convocatoria un año después del Congreso del Pueblo en donde, junto con los diversos agrupamientos sociales de la época, se elaboró un programa, el Programa de Soluciones a la Crisis que la CNT hizo suyo en 1966.
En este singular proceso histórico, el programa del Congreso del Pueblo y de la CNT fue antecedente y base del programa adoptado por el Frente Amplio al ser fundado en 1971. El programa del FA tuvo a partir de allí una evolución propia, en correspondencia con el proceso de esta fuerza política. Pero esto no modificó la postura de la central obrera, que mantuvo su independencia político-partidaria y su vocación programática.
La intervención del PIT-CNT en los últimos años en diversas movilizaciones, en particular en la convocatoria de plebiscitos, junto con otras fuerzas sociales y políticas se inscribe en esa tradición. Trayectoria reafirmada en la proclama del 1º de Mayo último, en que la central señaló que se mantendrá vigilante al fiel cumplimiento de las disposiciones de la reforma constitucional sobre el agua, plebiscitada el 31 de octubre de 2005.
El PIT-CNT enumeró taxativamente las disposiciones: que el agua es del dominio público; la prestación directa exclusiva del servicio de agua potable y saneamiento por entidades estatales; primacía del principio de solidaridad al brindar agua a países desabastecidos; y «la participación horizontal y democrática de la sociedad civil en la gestión integrada de cuencas hidrográficas, donde se contemple la decisión de los ciudadanos cuenca».
La misma proclama planteó en forma expresa la reconsideración de las decisiones sobre las plantas de celulosa de Ence y Botnia en Fray Bentos, acotando que fueron tomadas de forma inconsulta, y propuso, sin rodeos, la instalación de una Comisión Multisectorial «donde todos los sectores involucrados, vuelquen sus propuestas, y preocupaciones, procurando un informe de consenso para que el Poder Ejecutivo resuelva».
En las últimas semanas, voceros del gobierno reafirmaron la decisión con el compromiso de que se darán garantías de cumplimiento de las condiciones técnicas requeridas para preservar el medio ambiente. Se sigue soslayando así el reclamo de participación social, que no es sustituible por paternalismos técnicos ni políticos. Si tales garantías existen, ¿cuál puede ser el temor para ponerlas sobre la mesa con total transparencia?
16 de mayo de 2005