El problema no está en los actores, en la mala gestión, ni si siquiera en la corrupción. El problema está en el diseño del Estado vigente, y los problemas apuntados no son sino síntomas de un diseño político obsoleto. Las condiciones que dieron lugar a la configuración del considerado Estado moderno, pudieron tener validez en […]
El problema no está en los actores, en la mala gestión, ni si siquiera en la corrupción. El problema está en el diseño del Estado vigente, y los problemas apuntados no son sino síntomas de un diseño político obsoleto. Las condiciones que dieron lugar a la configuración del considerado Estado moderno, pudieron tener validez en las condiciones objetivas y subjetivas de la Europa del siglo XVIII, pero poco o nada tienen que ver con nuestra realidad actual, como la de toda América Latina.
El propósito de ese diseño era el de un contrato social que le diera soberanía a los componentes de una sociedad organizada políticamente . Componentes que pasaron de ser súbditos , a ciudadanos . La ciudadanía debía determinar la vida de la sociedad. Desde esos presupuestos, la estructura del Estado se compone de tres poderes y la vía de acceso a los mismos, los partidos como organizaciones que expresarían la voluntad popular.
Poulantzas decía que el Estado comporta un estilo de vida , una forma de ver el mundo y todo tiene que ver con el relacionamiento generado por el diseño estatal. Si el diseño no tiene nada que ver con nuestra historia y nuestra realidad, vivimos una simulación permanente que conlleva los síntomas que socavan nuestra convivencia.
Esa separación entre una estructura y normativa y nuestra realidad, nos hace vivir una experiencia esquizoide entre el plano del ser y el deber ser. El plano del deber ser no se compadece del plano del ser y viceversa. Esa es la explicación de porqué no funcionan las instituciones en nuestra sociedad y por supuesto, es el caldo de cultivo de la corrupción. La cuestión no pasa por tanto sólo por nombres de personas, sino por el modelo.
Si los partidos a principios del siglo XX eran las organizaciones a través de las cuales se canalizaba la representación popular, era porque había una relación entre los programas y propuestas electorales y la adhesión de los ciudadanos.
Lastimosamente hoy vemos que eso que se da en llamar Democracia representativa en el Estado moderno, extrapolado a nuestra realidad, es cada vez menos democrática y menos representativa. Y las adhesiones a las candidaturas, poco o nada tienen que ver con programas y propuestas. Vemos que las candidaturas están regidas por el mercado. Tienen el mismo comportamiento que las mercancías; con un buen estudio de mercado, y sobre todo, con una buena publicidad, se vende la candidatura, como se vende un jean o una gaseosa. Por supuesto hay que agregar todos los mecanismos espurios registrados en la economía de mercado contaminados de corrupción, como la compra de votos y las múltiples formas de fraude realizadas con los recursos del Estado por parte del partido en el poder.
Sería pertinente que en el periodo que se está por iniciar, se reforme la Constitución y la legislación electoral. Ello para el diseño de un Estado nuevo acorde, con nuestra sociedad. Un Estado que garantice la participación efectiva de la ciudadanía en el diseño de la política estatal y establecimiento de su gobierno.
Tanto es la necesidad de esa modificación radical del Estado, que al no haberlo hecho desde la caída de la dictadura, en el período histórico (a esta altura ya bastante largo) calificado de «transición democrática», hemos estado dando vueltas, que si bien verificó a pesar de ello, la aparición de signos progresistas en ascenso como el Frente Guasu, no puede liberarse de la caterva de reciclados de la dictadura que siguen marcando nuestro destino político.
El riesgo cierto de que ahora estemos ante la posibilidad de ser gobernados por un sujeto que lleva el nombre tristemente célebre de quien en vida fuera el Secretario privado del dictador más sanguinario y corrupto que conoció nuestra historia política y lo más grave, que reivindica esa dictadura, hasta el punto de hacernos tener la triste sensación de un interminable «eterno retorno», debe ser un llamado de atención sobre la necesidad de que nuestra sociedad se sacuda de una vez por todas, de ese nefasto círculo de infinitas penosas vueltas y empujar la rueda de la historia hacia la impostergable transformación política que nos lleve a un nuevo Estado.
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