A los treinta años, en 2009, la revolución del Irán ya era una revolución envejecida. En 1979 asistí en Teherán al triunfal regreso del imán Jomeini en un avión procedente de Paris en cuya periferia se había establecido tras su estancia en Irak como refugiado, para difundir urbe et orbe con toda libertad su mensaje […]
A los treinta años, en 2009, la revolución del Irán ya era una revolución envejecida. En 1979 asistí en Teherán al triunfal regreso del imán Jomeini en un avión procedente de Paris en cuya periferia se había establecido tras su estancia en Irak como refugiado, para difundir urbe et orbe con toda libertad su mensaje a todo el mundo. Le acompañaban sus fervorosos partidarios de diversas ideologías, no solo islamistas, sino también liberales, marxistas y kurdos que anhelaban derrocar el régimen del Rey de Reyes, al Sha Reza Pahlevi, entonces llamado el Gendarme de Oriente.
El imán Jomeini dio un golpe brusco de timón al imponer en la nueva constitución el principio de «wilayat al faqih», que atribuye la máxima autoridad del estado a un grupo reducido de jurisconsultos religiosos, o a un solo jefe espiritual de gran reputación en el pueblo, hasta la aparición del Mehdi, o imán oculto, en el que creen con fervor los musulmanes chiíes. El principal problema político de Irán es consecuencia de este principio místico fundamental. No es el presidente de la República sino el Guia supremo quien posee las competencias decisivas, incluyendo la cuestión nuclear. El Guía, cargo vitalicio, solo debe rendir cuentas ante Dios. El Guía supremo siempre ha obstaculizado los amagos de tentativas reformistas de presidentes y parlamentos. Solo un cambio constitucional muy difícil podría acabar con este poder bicéfalo, emanado de la voluntad popular y de la autoridad teocrática.
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