Hace un par de meses, un poco más, quizás, George Papandreu vino a Costa Rica, a presidir una reunión de la Internacional Socialista. Hacía poco había firmado los severos reajustes impuestos por la troika a su país, del que era Primer Ministro. En esos días los medios revelaron que uno de sus ministros los había […]
Hace un par de meses, un poco más, quizás, George Papandreu vino a Costa Rica, a presidir una reunión de la Internacional Socialista. Hacía poco había firmado los severos reajustes impuestos por la troika a su país, del que era Primer Ministro. En esos días los medios revelaron que uno de sus ministros los había firmado sin leer y que otra, les había echado una mirada. Me pareció digno. Leyéndolos, no los podía firmar nadie. Me quedé con las ganas de preguntarla a Papandreu, en la conferencia de prensa al final de la reunión, si los había leído. ¿Los habrá leído? No son solo acuerdos indignos, son acuerdos imposibles y nadie, en su sano sentido, puede creer que serán, algún día, cumplidos.
La historia de estos acuerdos fue escrita hace muchos años. En marzo próximo se cumplirán los 50 años de la muerte de un costarricense ilustre, Vicente Sáenz. Escribió mucho sobre su época, sobre todo entre los años 30 y 60 del siglo pasado. Habló del mundo de postguerra, pero también de la crisis de los 30.
Vicente Sáenz trató, con mucha lucidez, el tema de las deudas. Él se refería, naturalmente, a las condiciones de su época y a la situación en Centroamérica. Trató, en particular, el préstamo que el presidente Calvin Coolidge (1923-29) hizo a su protegido en Nicaragua, Adolfo Díaz, en marzo de 1927.
Dos semana atrás -dijo Sáenz con ironía, citando al presidente norteamericano y a su Secretario de Estado, Frank Kellogg- «con el único objeto de seguir pacificando Nicaragua, el Departamento de Guerra de Estados Unidos había puesto en territorio de esa pequeña república centroamericana, a la orden y disposición de Adolfo Díaz, tres mil rifles perfeccionados, doscientas ametralladoras y tres millones de fajas de tiros». Todo a un costo de casi 218 mil dólares, dinero adelantado a 6% de interés anual. A mediados de enero habían llegado a Nicaragua 16 barcos de guerra, 215 oficiales, 3.900 soldados y 865 marinos, encabezados por el almirante Julian Latimer.
Ya el general Sandino se había alzado en las montañas de Nicaragua contra la presencia de tropas norteamericanas, en medio de una permanente guerra entre liberales y conservadores, que la intervención norteamericana pretendía resolver a favor de su candidato, Adolfo Díaz.
Mientras las armas llegaban, The Guaranty Trust Co. y los banqueros J. and W. Seligman and Co. cerraban el trato de otro préstamo con la pequeña república, esta vez por un millón de dólares. El dinero debía emplearse «en la compra de provisiones para el ejército, en el mantenimiento y equipo de las fuerzas conservadoras (de Díaz), o en lo que determinase una junta integrada por el alto comisionado norteamericano, señor Roscoe Hill; el gerente del Banco Nacional, señor Luis Rosenthal, también norteamericano; y el Secretario de Hacienda, único nicaragüense del flamante comité», explica Sáenz.
«¡Solo Dios sabe cuántos sacrificios tendrá que hacer el pueblo de Nicaragua en los años que vienen, para pagar el abundante y costoso material de guerra que Coolidge y Kellogg embarcaron a su protegido Díaz, así como el dinero que le prestaron los banqueros de Nueva York!», advirtió.
No vamos a detenernos aquí en las consideraciones políticas de esta intervención de los Estados Unidos en Nicaragua de la que, ciertamente, se podrían sacar algunas lecciones, también muy actuales. Nos vamos a detener en las condiciones del préstamo, que Sáenz relata con detalle.
The Guaranty Trust Company y J. and W. Seligman and Company obtuvieron, por su millón de dólares, entre otras de menor importancia, las siguientes garantías:
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Gravamen sobre todos los dividendos y sobre todas las existencias y propiedades del Ferrocarril al Pacífico de Nicaragua, con valor aproximado de cuatro millones de dólares
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Gravamen sobre todos los dividendos y sobre todas las existencias y propiedades del Banco Nacional de Nicaragua, cuyo capital pagado era a la fecha de trescientos mil dólares, y cuyo valor, incluyendo reservas, no bajaba de seiscientos mil dólares
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Íntegramente pignorada a los banqueros la renta que se creó el 21 de enero de 1927, por decreto especial del congreso nicaragüense. Esta renta, que se estaba formando con una serie de nuevos impuestos (exportación de café, derechos extraordinarios de aduana, etc), se estableció inicialmente para solventar la difícil situación de los agricultores en pequeño, a quienes había dejado exhaustos las gavillas del gobierno conservador.
Y agrega Sáenz: -Antes de que el execrable Díaz pudiera hacer uso del crédito por un millón de dólares, tendría que entregar a los banqueros todas las acciones, tanto del ferrocarril como del banco, quedando autorizados dichos prestamistas para venderlas en su totalidad, si Nicaragua dejaba de pagar. «También se obligaba el estupendo gobernante a reorganizar las directivas de ambas empresas, nombrando una mayoría de directores norteamericanos escogidos por los banqueros, pero espléndidamente remunerados por el gobierno nicaragüense».
Obviamente, los banqueros no estaban prestando un solo centavo a Nicaragua, que antes de recibir el millón de dólares ya les había entregado, contantes y sonantes, tres millones y medio, por los que iba a recibir 2% de intereses, mientras pagaba 6% por el préstamo otorgado.
Otros procedimientos, aplicados ya hace más de 80 años, siguen teniendo plena vigencia en el mercado de la especulación financiera actual.
Endeudados, principalmente con Inglaterra y Francia en aquella época, los bonos de la deuda de los países de américa Latina terminaban en manos de banqueros de Wall Street, que pagaban por ellos «cualquier cosa». Como hoy con los bonos argentinos, que los fondos «buitres» todavía tratan de cobrar al gobierno de Buenos Aires, que se ha negado terminantemente a pagarlos, después de haber arreglado el problema de su deuda, a raíz del default de diciembre del 2001.
Con los bonos en mano «encontraban la manera de conseguir que aquellas viejas deudas fuesen reconocidas en su totalidad. «Con el anzuelo y con el cebo de una fuerte suma en efectivo, para salir de apremiantes dificultades fiscales y equilibrar presupuestos; por presión del Departamento de Estado de los Estados Unidos; o merced de comisiones tentadoras, el pingüe negocio se arreglaba con relativa facilidad. Se hacían nuevos contratos y nuevos emisiones de flamantes bonos en inglés, que garantizaran con largueza el principal, los intereses vencidos y el nuevo préstamo».
No terminaba ahí el proceso: los mismos banqueros, que habían comprado los bonos a precios irrisorios, se hacían de toda la emisión, con un descuento que oscilaba entre el 6% y el 18%, y la colocaban en el mercado de valores. De este modo, haciendo una inversión insignificante para el monto total del negocio, «redondeaban estos genios de la banca sustanciosas ganancias por ambos lados».
Finalmente, para dejar todo bien amarrado, para garantizar totalmente sus «inversiones», pignoraron, en Nicaragua, todas las rentas de aduana y todos sus demás ingresos fiscales a favor de Brown y Selingman: nombraron un recaudador norteamericano pagado por Nicaragua; tomaron el control y la administración del banco y del ferrocarril nacionales y, en su carácter de depositarios de los ingresos fiscales, recibían las rentas y las trasladaban a su propio banco en Nueva York. «Cuando el gobierno nicaragüense necesitaba hacer pagos urgentes, de los fondos de la nación se le hacían «adelantos», cargándole intereses».
No creo que Papandreu conozca estas historias. Los banqueros sí.
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