Muchas decenas de compañeros frenteamplistas están trabajando en los distintos capítulos del proceso de transición, desarrollo que, inevitablemente, tendrá algo de continuidad y algo de transformaciones profundas e irreversibles. 1. Me explico. Hacerse cargo del Estado supone algo así como ocupar una ciudad en guerra. Entre las ruinas, unos sobrevivientes (llamo así a los funcionarios […]
Muchas decenas de compañeros frenteamplistas están trabajando en los distintos capítulos del proceso de transición, desarrollo que, inevitablemente, tendrá algo de continuidad y algo de transformaciones profundas e irreversibles.
1.
Me explico. Hacerse cargo del Estado supone algo así como ocupar una ciudad en guerra. Entre las ruinas, unos sobrevivientes (llamo así a los funcionarios no corruptos) muestran que han seguido atendiendo sus funciones, que han cumplido con la ley y con el público. Tienen sus cuentas claras. Están rodeados de restos de una administración caótica y en descomposición que ya casi les impide actuar.
Pero, mientras las partidas toman contacto con los que aún viven, a su lado siguen silbando los misiles y estallando granadas: nombramientos en el Banco Central, ascensos masivos de jerarcas en OSE, actitud cómplice frente a empresas como GASEBA y Uragua, incumplidoras de contratos, adopción de nuevas tecnologías que comprometen el futuro y colocan información esencial en manos de otros, como en OSE y ANTEL, todas las formas de resistencia del viejo Estado clientelístico, puesto al servicio de las corporaciones internacionales, montado durante decenios por blancos y colorados, empresarios y jodedores de toda laya, que está lejos de haber cesado.
Hay que pensar que su presión constante continuará. Y no será fácil imponer la lógica de la democracia y de la justicia pasando por encima de las tan invocadas «razones-de-Estado» y pretendidamente prestigiosas «razones-de-mercado»
2.
Me consta que formular públicamente este tipo de pronóstico no suele caer simpático. Escuchando a algunos dirigentes, tengo la sensación que se están atenuando los elementos de cambio y exagerando los factores llamémosle «armónicos» de la transición.
La transición para mí es otra etapa de lucha en la que, todavía, seguimos en inferioridad de condiciones: ellos conservan todas las palancas del gobierno y todas las del poder. En febrero y marzo nos pasarán el gobierno, una porción del poder. El cuantioso resto, seguirá en sus manos.
Uruguay ha conocido varias otras transiciones. La mayor parte de las veces significaba continuación de los mismos grupos de interés, de los mismos cuadros en la administración, de los mismos compromisos internacionales, con la misma ideología.
Por lo general, como en cada año electoral el gobierno despilfarraba recursos buscando votos, acto seguido, con el primer año del nuevo gobierno llegaba el ajuste fiscal, la congelación de salarios, los despidos. La hora de la verdad. Así fue con Bordaberry, con Sanguinetti, con Lacalle y con Jorge Batlle.
3.
El cambio que se prepara tendrá, inevitablemente, un carácter
bien distinto a todos los anteriores.
En primer lugar porque el nuevo gobierno responde a intereses sociales distintos. Representa, prioritariamente, a otros sectores y a otras clases sociales. No está ni lo estará nunca ligado a las mafias financiera y de la usura, ni del contrabando, ni de la coima, ni de la evasión fiscal.
En ese aspecto, el cambio de gobierno conlleva ruptura, una profunda ruptura. Conflicto, pugna. Por eso no me convencen los discursos conciliadores de los «tirio-troyanistas», esa plaga amasada con el miedo y la desvalorización de la izquierda, que prolifera en los medios al día siguiente de cada victoria popular. Como pasó el 7 de diciembre cuando al FA triunfador en el referéndum, se le empezó a exigir que «administrara la victoria».
En este país de «apartadores», ahora se han oído las mismas voces. ¿Qué quiere decir administrar la victoria?
¿Pedir disculpas por ser mayoría? ¿Disimular que representamos intereses sociales antagónicos a los de ellos? Es un requiebro inútil. No se lo creen.
Los partidos minoritarios y hasta los más chiquitos, como el Colorado, tendrán todas las garantías que otorga la Constitución y bastante más que las que tuvo el Frente Amplio en sus 33 años de vida. Y esos partidos realizarán la tarea que con precisión les indicó el pueblo, la primera irse, bien idos. Después ser contralor y, si cuadra, oposición. Y bienvenidos los que la hagan con buena fe y sentido nacional.
Para una fuerza política como el Frente Amplio, con energía y vida interna, la crítica lo fortalece. Mucho más que los frutos almibarados del halago y la alcahuetería con que se masajearon entre ellos los blancos y colorados durante las últimas administraciones.
4.
El cambio de los apoyos sociales del nuevo gobierno, entraña inevitablemente otras orientaciones ideológicas.
En este terreno no se necesita meterse en honduras.
Tomemos, por ejemplo el asunto de la verdad. Se trata de un asunto con profundos ribetes ideológicos. Para algunos la verdad se debe manejar entre los funcionarios y los responsables políticos del Estado. En secreto.
Hay unas no reconocidas leyes de la omertá, el silencio por el miedo, impuesto por la mafia. Todos sabemos de los escarnios y defenestraciones que, en los últimos años, han sido expuestos algunos funcionarios civiles y militares que no se avinieron a la complicidad ordenada desde el poder del Estado.
En el país existen activísimos operadores del secreto. Unos secretos que no se podría calificar como «de Estado», porque en realidad lo son de algunas camarillas instaladas y protegidas en el aparato del Estado.
El espíritu del secreto y la impunidad está tan extendido, se ha vuelto hasta tal punto una forma del «sentido común», que algunos operadores políticos de Suárez y Reyes, no tienen rubor en decirlo y fundamentarlo ante las cámaras de TV: la verdad no se le puede decir al pueblo, al pueblo soberano. Ni a los magistrados. Es para manejar entre nosotros, los chanchitos de confianza, los que, siendo iguales a los demás, somos más iguales.
A lo largo de estos años se han producido un sinnúmero de denuncias. De todo tipo. Por parte de gremios, de periodistas, de altos funcionarios.
Hay que pensar si en el curso de esta transición no se hará necesario publicar el Libro Negro (o mejor ocre-marrón) de los gobiernos neoliberales, esos que facilitaron que se llevaran todo y que miles de trabajadores fueran sumidos en la miseria.
Bastaría con dejar de presionar groseramente al Poder Judicial y, a la vez, hacer responder al Poder Ejecutivo los cientos de pedidos de informes formulados desde el Parlamento y nunca contestados, violando olímpicamente al ley.
También habría que ocuparse por investigar las denuncias formuladas por sindicatos serios y bien organizados acerca del despilfarro en las empresas públicas, especialmente en los Bancos Oficiales, en UTE, en OSE, en ANCAP, en ANTEL, en la «telaraña bancaria» nacional y extranjera y las complicidades en los aparatos del gobierno y en la magistratura.
Repasar para investigar, también, todas las denuncias formuladas por el periodismo serio de investigación, como el que han realizado Roger Rodríguez, Gabriel Mazzarovich, Carlos Peláez, Samuel Blixen y otros luchadores valientes e incansables revelaciones que han quedado como voces en el desierto, pese a la gravedad de las materias abordadas.
Hacer pública la verdad sobre los delitos contra el patrimonio público es una obligación moral y jurídica para los nuevos gobernantes. Y es también una necesidad política de primera importancia: no podremos permitir que nos endilguen una pizca, ni una mota, de todas las violaciones a la ley y a los derechos del pueblo soberano perpetradas en los últimos gobiernos.
Terminada la redacción de esa summa, seguramente las editoriales se disputarían el derecho a editar el Libro Ocre, llamado a ser el best seller de la temporada.
Para entender lo que vendrá, el país necesita descompartimentar de esa información. Y abrir una discusión con amplios sectores de nuestro pueblo, empezando por los propios frenteamplistas.