A pocas semanas de la asunción del gobierno de las nuevas autoridades encabezadas por el doctor Tabaré Vázquez, se ha desatado en Uruguay una polémica sorda que tiene que ver con estilos y convicciones sobre qué hacer con la información pública y, fundamentalmente, en relación a lo que se supone el relacionamiento del futuro gobierno […]
A pocas semanas de la asunción del gobierno de las nuevas autoridades encabezadas por el doctor Tabaré Vázquez, se ha desatado en Uruguay una polémica sorda que tiene que ver con estilos y convicciones sobre qué hacer con la información pública y, fundamentalmente, en relación a lo que se supone el relacionamiento del futuro gobierno con la prensa y los intelectuales.
Por supuesto, son temas más que espinosos porque en los rumbos que se aplicarán desde el 1ro de marzo en adelante, se define – en alguna medida – la visión que tendrá la gente sobre el gobierno que iniciará sus funciones y que deberá mostrar, con total claridad (como elemento fundamental de la consolidación democrática), una transparencia absoluta. Que los uruguayos sepamos lo que pasa, obviamente, no puede ser – además – una expresión de buena voluntad de los jerarcas sino el resultado de un trabajo sistemático de apertura informativa, para lo cual se debieran definir con claridad las tareas de la Secretaría de Prensa y Difusión de la Presidencia de la República (SEPREDI), de cada una de las oficinas de prensa enclavadas en el Estado y, de alguna manera también, la función de los medios informativos que son propiedad del propio Estado, que deben tener una obsesiva función, la de informar.
Es bueno, en torno a este punto, analizar algunas expresiones, como la del doctor Antonio Mercader, colega periodista que fuera ministro de Educación y Cultura y que, durante la campaña política que llevó a Luís Alberto Lacalle a la presidencia de la República, ocupara el difícil lugar de encargado del marketing político, tarea que es recordada por los técnicos en la materia, como interesante en su concepción publicitaria.
Pero, ¿qué es lo que ocurre? Mercader teme que algunos de los partidarios del presidente electo, que «lo ensalzan con fruición», puedan estar incubando «planes descabellados como el de crear un Ministerio de propaganda bajo el rótulo de comunicaciones»
El dirigente herrerista, más allá del fondo mismo del asunto en que está incluido en derecho de todos a la información, se olvida de algunas cosas que es bueno recordarle a los lectores. Qué, por ejemplo, no fue justamente la izquierda y sus dirigentes quienes, de alguna manera, se confabularon – como hicieron colorados y blancos – para que no se cumpliera con la Constitución de la República, dejándose sin integrar los organismos de contralor (Corte Electoral y Tribunal de Cuentas), hecho por supuesto que tuvo un contenido claramente antidemocrático, destinado a quitarle al sector político mayoritario la posibilidad de participar, en la medida fijada por nuestra carta magna, en las necesarias tareas de contralor. Podríamos seguir reseñando hechos sobre los perfiles antidemocráticos de muchas expresiones sectarias de blancos y colorados, que unidos en la llamada coalición de gobierno, poco les importó la transparencia, pues sistemáticamente se negaron a que los representantes de la izquierda se integraran a esos organismos fundamentales, entre otras cosas, para que la gente pudiera estar informada de lo que estaba ocurriendo en este país.
Este ejemplo que ponemos sobre la mesa es quizás el más acabado, el que muestra la falta de escrúpulos de los gobernantes de turno, que se inclinaron más a esa expresión de política menuda y sectaria, que a cumplir con lo que marca la Constitución de la República.
¿Qué podríamos decir sobre el relacionamiento con la prensa? Que mientras hubieron recursos y posibilidades, los últimos gobiernos lograron o no adhesiones, «alineando» a las empresas periodísticas sobre la base del traslado de recursos, vía avisos, los que tenían el objetivo de buscar el favor informativo que, en algunos casos, era combinado con «oportunas» llamadas a las direcciones de empresas periodísticas con el fin de «sancionar» a periodistas que, por alguna actitud, habían perdido el «favor» del poder. Práctica deleznable en que se incurrió más de una vez para intentar modificar la tarea informativa de algún profesional.
Tenemos claro, por supuesto, como se han expresado a través de SEPREDI los distintos gobiernos que se han sucedido hasta el presente y recordamos las tareas llevadas adelante por los distintos jefes de prensa que tuvieron en sus manos ese relacionamiento con los medios, sus estilos distintos, su activismo o su prescindencia, sus métodos y su capacidad para trasmitir o «reservar» aspectos del quehacer estatal.
Es obvio que ahora, cuando el signo de gobierno cambió, luego de 170 años de preeminencia de blancos y colorados – sin olvidar los períodos de facto – las futuras autoridades se planteen la necesidad de encontrar los mejores caminos para lograr el objetivo de que se cumpla con el derecho de la gente a estar informada, otro valor fundamental de la democracia. Y que además, es comprensible que tengan en el análisis de ese relacionamiento una visión sesgada, producto de los desencuentros con los medios que – como el doctor Mercader sabe – no siempre han transitado el camino de la pluralidad informativa.
En más de una oportunidad hemos dicho que en una democracia cada uno es libre de informar de la forma que lo entienda y que será la gente que, en definitiva, quién decida sobre la vigencia de un estilo y una forma. Pero, también tenemos claro, que en materia de medios audiovisuales, en que permisarios han usufructuado las ondas que le otorga el Estado, por la razón del artillero, se deben exigir contrapartidas.
Que nadie se rasgue las vestiduras sobre la dilucidación de este punto, porque plantearle a un medio la obligación de colaborar en tareas informativas, formativas y culturales, de afianzamiento democrático, no significa una agresión contra la libertad de prensa y de información como sostienen algunos colegas impregnados por toda una concepción proveniente de los propietarios de medios, muchos de los que se expresan a través de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), los que ponen el grito en el cielo cuando se habla de regulaciones.
En España, por ejemplo, los medios audiovisuales están regulados. Se les exige contrapartidas que, en general, tienen un contenido adaptado a las necesidades de ese país, en que se acuerdan programas educativos, periodísticos y musicales, estableciendo pautas en defensa de las expresiones nacionales o regionales.
Y que no se diga que esas regulaciones que se deberían acordar como contrapartida al usufructo de las ondas, cuestionarían de alguna manera el nivel de los distintos medios y, de alguna manera con la aplicación de esos criterios, se establecería un adocenamiento chato de las emisiones. La programación de la TV uruguaya no es justamente un dechado de virtudes ni tampoco una fuente de trabajo importante para los técnicos, creadores, autores y profesionales de la comunicación.
Las pantallas, por razones en algunos casos discutibles, se han abierto a la producción audiovisual extranjera y convierten la emisión en un muestrario de malos programas que tienen como único valor ser baratos. Con esto no queremos generalizar, pues reconocemos también que existen algunos esfuerzos destinados a mejorar los contenidos y las formas.
Además, desde la puesta en marcha de las cadenas de TV cable, la realidad de las emisiones audiovisuales se ha modificado. Los uruguayos, en el marco de una globalización informativa, ganamos en la variedad, calidad y cantidad de opciones, pero – en alguna manera – nos encontramos frente a nuevos desafíos. De alguna manera se ha diluido aún más el sentido de Estado- Nación, pues de todo ese maremagnun de canales muy pocos reflejan lo que ocurre en esta latitud del planeta. Es una nueva realidad reflejo, también, del avance tecnológico, al que no nos podemos negar. Sería como tapar el sol con el dedo.
El interesante trabajo publicado el 14 de enero en «El País» por doctor Mercader tiene otro aspecto sobre el que nos gustaría reflexionar. El ex ministro de Educación y Cultura deja traslucir que algunos periodistas tratan de «granjearse las simpatías de la izquierda». «Periodistas, a los que se tenía por profesionales – dice – hicieron públicos juramentos progresistas, conducta inédita en nuestro país para las audiencias y que se posa sobre la futura labor de esos militantes: ¿actuarán como comunicadores o meros propagandistas?- dice con evidente ironía.
También se refiere «a ciertos intelectuales hasta ahora proclives a pensar con su propia cabeza que empiezan a resbalar hacia la apología del nuevo gobierno, más uncidos de compromiso político que de búsqueda de la verdad»
Muchas palabras y bastante mala intención para referirse a esa lamentable especie de advenedizos, que siempre se acercan al poder de turno, quienes están viviendo un período de adaptación a la nueva realidad. Pero la categoría de alcahuete no se limita a periodistas e intelectuales. También los hay entre embajadores – si lo sabrá el canciller designado Reinaldo Gargano – y entre los dirigentes políticos (qué Mercader le pregunte al futuro secretario de la presidencia, el doctor Gonzalo Fernández, que quizás le pueda brindar su testimonio al respecto), o entre los empresarios, para lo que podría buscar información de distinto tipo y encarnadura.
Es malo cuestionar a un dirigente político, que encabeza un gobierno nuevo, lleno de dificultades y desafíos, basándose en elementos que provienen de la condición humana. La alcahuetería es reflejo de las debilidades de cada uno y, por supuesto, ese fenómeno camaleónico se expresa de manera virulenta en estas etapas de cambio.
(*) Periodista, secretario de redacción de Bitácora y del diario LA REPUBLICA.