Sobrevivieron al hambre, a la desnutrición crónica y a la miseria: son una porción de niños que nacieron en los hogares caídos del sistema y fueron llamados «la generación perdida». Los grandes estudios estadísticos no registran su huella pero ahí están, testigos de una sociedad que mejoró sus indicadores económicos y aun así permanece tercamente […]
Sobrevivieron al hambre, a la desnutrición crónica y a la miseria: son una porción de niños que nacieron en los hogares caídos del sistema y fueron llamados «la generación perdida». Los grandes estudios estadísticos no registran su huella pero ahí están, testigos de una sociedad que mejoró sus indicadores económicos y aun así permanece tercamente fragmentada y desigual.
Decir crisis de 2002 es una forma de transportarse «al año en que el país se rompió» o cuando las desgracias llegaron todas a la vez. Por mencionar sólo algunas, la tasa de desempleo trepó hasta alcanzar niveles históricos y rozó el 20 por ciento; al mismo tiempo que los salarios bajaban, la inflación, el costo de vida y la canasta básica aumentaban. Así, la pobreza se duplicó y acorraló a cuatro de cada diez uruguayos. Mientras el PBI caía casi 11 puntos, aumentaban las tasas de interés internacional y el petróleo, se depreciaban los principales bienes exportables (carne, lana y arroz), comenzaban los efectos comerciales de la aftosa y estallaba la contagiosa crisis financiera argentina: seis de cada diez niños nacían bajo la línea de pobreza y el 10 por ciento de los menores de 6 años sufría hambre. Eso en mediciones generales; en los barrios más pobres de Montevideo las cifras eran aun más catastróficas.
La maestra Gabriela Verde trabajaba en la escuela 128 del barrio Conciliación en 2002. Lo recuerda como un año durísimo, pero el panorama ya venía complicado desde antes. «La crisis golpeaba y la escuela era un lugar donde llegaba toda la vida de la familia.» La 128 era el único centro educativo del barrio Conciliación y atendía a casi 900 niños que llegaban de varias zonas, todas de contexto crítico. Era la escuela donde supuestamente los niños «comían pasto», como se informó entonces, aunque eso nunca ocurrió según los testimonios de las maestras. Lo que sí pasaba era que los niños comían sólo una vez al día en la escuela. También, que algunos comían de la basura. «Veías niños con hambre, y los niños con hambre duelen muchísimo. Veías familias muy preocupadas y demandando en el único lugar público que tenían en la zona, la única presencia del Estado en ese momento era la escuela», relata Verde.
«Había niños que los lunes llegaban a la escuela y se caían redondos. La desesperación entonces era darles de comer. Había una compañera que tenía coche y pasaba por una panadería que le daba restos. Teníamos que conseguir calzones, algunos venían descalzos», coincide Lucía, otra maestra que trabajó en barrios como Casavalle y La Teja.
«A mí y a muchas compañeras nos caló muy hondo esa época. El contexto también es parte de lo pedagógico, porque un niño con hambre no aprende. Y la familia se quebró», recuerda la maestra que trabajó en la escuela de Conciliación desde 1997 hasta 2013. Al hambre de muchos niños se le sumaba la explosión de los asentamientos en los cinturones de la ciudad. Las casas de costanero, los techos de lona, el barro, sin saneamiento y colgados de la luz. «Se sentía el destierro. Todo eso era mucho más grave que saber si el chiquilín comía pasto o no. Se hablaba de eso y no se hablaba de políticas de vivienda, de la llegada del Estado a las zonas más alejadas, del rol docente en épocas de crisis, porque desde las escuelas no podíamos resolver todo solas…».
Apenas salidos del gran impacto, con un paisaje de merenderos barriales, ollas populares y redes de trueque, las primeras voces analíticas no dudaron en anunciar quiénes iban a pagar los vacíos platos rotos. Auguraban «una generación perdida» de «niños de la crisis» condenados a un futuro poco promisorio. El país salió relativamente rápido de aquella debacle, y entre 2004 y 2014 la pobreza medida por ingreso cayó del 40 a menos del 10 por ciento. Sin embargo, algunas huellas de aquel punto de quiebre permanecen indelebles en las derivas vitales de aquellas familias y sobre todo en esos niños y adolescentes sobre los que impactó más fuertemente la crisis. ¿Qué pasó entonces? ¿Quedaron atrapados? ¿Cómo fueron sus trayectorias educativas y laborales? ¿Qué pasó con su salud? ¿Y con sus habilidades sociales?
Lo que no hay
Si bien existen algunos estudios académicos relacionados con esta población, o que la incluyen en algún aspecto, son muy puntuales o parciales y no habilitan una visualización integral de su desarrollo.
Gustavo de Armas, sociólogo y especialista en Políticas Sociales de UNICEF, dice que en esos años «el 4 por ciento de la población estaba bajo la línea de indigencia, y entre los niños menores de 6 años la pobreza extrema arañaba el 10 por ciento en todo el país. Si lo medías en los barrios más pobres de la periferia de Montevideo, el porcentaje era mayor: uno de cada cinco. Estamos hablando de hogares en los que no podían alimentarse. Hay que imaginarse lo que serían las aulas de esas escuelas en las que el 20 por ciento de los niños nacieron bajo la línea de indigencia y el resto bajo la línea de pobreza. Cuesta creer que eso no haya tenido un impacto en el desarrollo integral, cognitivo y físico de los niños. Pero al mismo tiempo no hay suficiente prueba empírica para demostrarlo».
«No hemos visto las marcas de la generación de la crisis», explica Santiago Cardozo, sociólogo del Departamento de Investigación y Estadística Educativa de la ANEP. No es usual que los trayectos educativos de los niños sean medidos a lo largo de sus vidas, y con los de la crisis no se hizo una excepción. Si continuaron vinculados al sistema educativo, cronológicamente deberían ser los adolescentes de las últimas mediciones de las pruebas Pisa 2015, pero «los resultados están planchados» desde los años noventa, dice Cardozo. Que los datos no hayan empeorado «con la generación de la crisis ya es algo», arriesga. Sin embargo, puede que esos niños no estén incluidos en la muestra que se analiza, porque la condición que define el universo a ser estudiado es clara y excluyente: tienen que ser adolescentes de 15 años matriculados en programas pos-Primaria. «Hay que tener en cuenta que uno de cada cinco jóvenes no están en ese ciclo a esa edad, o bien porque están con rezago y aún en Primaria, o bien porque ya abandonaron el aula. Esa población que no está medida en las pruebas Pisa es la del contexto sociocultural donde se podría ver el impacto», explica De Armas.
Se sabe que si hay problemas de alimentación, si hay necesidades básicas insatisfechas, si hay hacinamiento dentro de la vivienda, se afecta el desarrollo de las capacidades cognitivas, físicas y socioemocionales de los niños pequeños. Y como se ve, no fueron pocos. De los 50 mil que nacían cada año, unos cinco mil tenían sus posibilidades de desarrollo muy comprometidas porque vivieron al menos tres o cuatro años en condiciones de subalimentación. Como asegura De Armas, no hay evidencia concluyente para medir los efectos de la crisis en el desarrollo de esa población, pero «toda la literatura teórica, desde el campo de la neurociencia a los estudios de desarrollo infantil temprano, indica que tendría que haber habido un impacto fuerte, salvo que hubiera ocurrido algún milagro».
«La dinámica reciente del bienestar de los niños en Uruguay»1 es uno de los pocos estudios que viene siguiendo a la generación de niños que nacieron entre 1997 y 1998, y concurrían a primer año en escuelas públicas en 2004. Investiga si la cohorte, que vivió sus primeros años en un contexto de fuerte crisis económica, transitó hacia mejores desempeños luego de la recuperación económica. El trabajo advierte que a pesar de que se registró un aumento en el ingreso de esos hogares, se constata «un empeoramiento» de los niveles de pobreza y desigualdad medida en términos multidimensionales: respecto a las casas donde habitan, cómo se alimentan, cómo se relacionan socialmente, cuál es el desarrollo educativo. «Los avances son notoriamente más lentos en los indicadores multidimensionales que en los relativos al ingreso», explican los investigadores, y concluyen: «Quienes pudieron superar la condición de pobreza (de ingresos o multidimensional), fueron los hogares con jefes no afrodescendientes, con mayores niveles educativos y menor número de integrantes».
En los otros hogares es que están la mayoría de los hijos de la crisis. Viven en el núcleo duro. Se los puede imaginar como ciudadanos de ese país que De Armas y Fernando Filgueira definieron en 2007 como «el Uruguay joven e infantil, vulnerado y con lazos endebles y crecientemente debilitados con el Estado y el mercado. Es un Uruguay fecundo, un país de hogares grandes, donde en forma imperfecta y apresurada los y las jóvenes se emancipan de sus hogares empobrecidos para formar nuevos hogares, también frágiles en sus capacidades de sustento y socialización».
El bajo desarrollo educativo de estos jóvenes termina haciendo irreversible su condición de pobres. Y la respuesta que da el Estado no los seduce ni los compensa. La socióloga y especialista en políticas sociales Carmen Midaglia asegura que «las políticas que les acercamos son para pobres. Y son políticas que empiezan y se desarman: el programa Tránsito, Jóvenes en red, Maestros comunitarios… Es como un diálogo de sordos, a ellos les decimos ‘estudie, estudie, estudie’, y los chicos te preguntan ‘para qué, para qué, para qué’. Y es algo que no les podés responder, porque te dicen, ‘me voy a la construcción y gano más’ o ‘me voy a hacer una transa y gano más’. Se perdieron límites porque nadie sabe qué ganan estando integrados. ¿Cuál es el proyecto de vida de estos jóvenes? ¿Piensan vivir más de 20 años? Sus expectativas son tener más dinero, más fácil. Y se desprecia al tonto que estudia todo el día para terminar ganando menos que el narco. Ante eso, no tenemos qué ofrecer. Hay una oferta educativa demasiado rígida que históricamente no estuvo pensada para los vulnerables, sino para sectores medios y medio bajos, pero integrados».
Para toda la vida
La nutricionista María Cecilia Severi continuó monitoreando a los niños de la crisis hasta nuestros días. Uno de sus trabajos más importantes se titula justamente Impactos de la crisis en la alimentación de los uruguayos y su estado nutricional, publicado en noviembre de 2002.
En la crisis, la alimentación se convierte en una cuestión determinante para los más pobres, explica la docente de la Escuela de Nutrición de la UDELAR. Severi recuerda que, si bien la crisis comenzó a gestarse en los años noventa, el costo de la canasta básica aumentó un 27 por ciento entre los años 2001 y 2002, y se transformó en casi el 76 por ciento de los disminuidos ingresos de las familias más pobres de Montevideo y el 81 por ciento de las del interior del país.
Las familias más pobres primero redujeron la calidad y luego la cantidad de alimentos que compraban. Y ya en ese momento, los técnicos de la salud advertían importantes carencias nutricionales en las poblaciones de mayor riesgo: los niños más chiquitos y las jóvenes embarazadas.
El primer indicador que se asocia a la desnutrición infantil es el retraso de talla, provocado por un retardo en su crecimiento. «Este indicador te muestra la historia de esa persona y es muy duro de corregir. Cuando la mamá y el niño tienen bajos recursos, se afecta el peso. Pero si eso persiste, se empieza a afectar el crecimiento. Bajás la talla para que, comiendo lo mismo, puedas mantenerte», explica Severi, y lamenta: «esa desnutrición crónica se sigue arrastrando el resto de la vida».
En su estudio de 2002, Severi trabajó sobre los niños menores de 5 años asistidos por salud pública en las zonas de mayor riesgo: el indicador «retraso de talla» mostró que «en 2001, un 11 por ciento de los niños crecieron por debajo de lo que deberían haber crecido». La desnutrición afectó el desarrollo de los órganos, el cerebro y el sistema inmunológico de esos niños, que «se volvieron más susceptibles a las diarreas e infecciones de todo tipo, lo que generó a su vez más desnutrición y un círculo sin fin», asegura la nutricionista.
Y aunque parezca paradójico, una cara posible de la desnutrición es el sobrepeso y la obesidad. Si al retardo de talla se le suma una dieta inadecuada, los niños serán bajitos y gorditos. El Tercer Censo Nacional de talla en niños de primer año escolar, realizado por ANEP en las escuelas públicas durante 2002, comprobó que en los niños de 6 años pesaba esa «doble carga». Las políticas públicas de ese momento inyectaron más cantidad de alimentos a las familias, pero sin promover buenos hábitos en las escuelas y los hogares más pobres, resume Severi. Y eso se asocia directamente a problemas cardiovasculares en los adultos y enfermedades crónicas como la hipertensión o la diabetes.
Junto a otros investigadores, Severi siguió estudiando a los mismos niños medidos por aquel censo. A los que tenían 6 años en aquel entonces, los volvieron a medir en 2006, en 2013 y durante 2017. «Encontramos que mejoramos un poco el indicador que mide la talla, pero lamentablemente empeoramos el sobrepeso y la obesidad», indica la nutricionista.
Todavía queda otra cara antipática de la desnutrición: la repetición escolar. Severi y equipo demostraron que los niños repetidores tenían mucho mayor porcentaje de retraso de talla. «En 2004, 38 por ciento de los niños que repitieron primer año de escuela presentaron algún grado de retraso grave en el crecimiento. Esa es una forma de medir que tenían dificultades».
Pero «nada es irreversible». Se puede recuperar algo de talla entre los 2 y los 4 años y algo similar ocurre en la adolescencia, cuando hay un empuje de crecimiento. Existe una «ventana de oportunidades» y «si se hace un buen trabajo, focalizado, se puede recuperar parte de lo perdido en los primeros mil días de vida», dice, optimista, Severi.
Aquella crisis, estos jóvenes
«Me cuesta hablar de generación perdida», dice la maestra Gabriela. Durante aquellos años tan duros no bajaron del todo los brazos porque las psiquiatras y nutricionistas que trabajaban con ellos les dieron una esperanza: desde un planteo novedoso para la época, dijeron que un «rebrote neuronal» en la adolescencia era posible. «Como decían las abuelas, el adolescente se aviva ahora o no se aviva nunca», cita Gabriela. Entonces el objetivo de la escuela pasó a ser otro: preparar al niño para cuando fuera adolescente y tuviera su famoso rebrote neuronal.
«En el camino perdimos gurises, montones, y tuvimos muertos; el narcotráfico mató a mucho gurí ahí, la delincuencia fue grave. Perdimos muchos, pero otros se salvaron», resume esta maestra. Luego de la crisis vino «la barbarie», y el consumo de drogas y la explotación sexual pegaron duro a los niños y jóvenes del barrio. «Algunos están condenados», opina Gabriela, pero otros tienen hoy «una vida espectacular». Salieron adelante a pesar de haber sido estigmatizados como los niños «come pasto» y son músicos, maestros, profesores, jugadores de fútbol. Una chica es periodista deportiva, otro es chef, una trabaja en el área de nefrología del Hospital Italiano, otras fueron madres, formaron su familia o se fueron del país.
A pesar de que para algunos estudios los «niños de la crisis» resultan invisibles, en las escuelas de los barrios pobres los vieron siempre en primer plano. Y aún hoy los siguen conteniendo. Porque como explica Lucía, una maestra de contexto crítico, «muchos padres y madres de los niños de hoy son los chiquilines que pasaron por la crisis de 2002». Al comienzo del año «las madres de estas familias están a la defensiva, te estudian y se enojan mucho. No les gusta que las manden. Después empiezan a aflojarse y descubrís que ya no podés sacarlas de la escuela, quieren participar de algo, hacer cosas, quieren ser otra cosa… pero no saben cómo. Te dicen que van a estudiar de nuevo».
En esas familias, dice Lucía, «los hombres están ausentes. Es muy difícil atraerlos a la escuela. No están presentes en la vida ni en la crianza de sus hijos. Las madres no se presentan como amas de casa, te dicen que están buscando trabajo, porque ser ama de casa es complicado, sobre todo cuando falta la figura del padre. Es tener toda la responsabilidad sobre los hijos, levantarse temprano, tener la casa y a los niños en condiciones de higiene aceptables… y eso no pasa».
Lucía confirma lo que dicen los estudios que miden la pobreza de manera multidimensional: «Ahora no es que sean pobres, que no tengan qué comer, hay una pobreza en otros bagajes, se evidencia otro tipo de deterioro. Pueden poner 500 pesos para materiales, pero cuando les pedís otras cosas relacionadas al cuidado del niño o a encarar las dificultades que tiene, te enfrentás a una pared. O no entienden o tienen carencias en las habilidades sociales».
«La dinámica reciente del bienestar de los niños en Uruguay». Un estudio basado en datos longitudinales de Elisa Failache, Gonzalo Salas y Andrea Vigorito del Instituto de Economía, de diciembre de 2016.
Madres que se criaron en 2002
Las hijas de la crisis
El testimonio de la maestra Lucía quizás no tenga valor estadístico, pero es un retrato impresionista bastante afinado sobre las hijas de la crisis, ahora madres de niños en edad escolar. «Tenemos un grupo de mamás muy jóvenes, de 21 años o menos, que empezaron a tener hijos a edades muy tempranas y tienen dificultad para comprender ciertas cosas de la maternidad. Es como si ellas tampoco hubieran tenido infancia. No tienen imagen de autoridad. Tienen 20 años y parecen mujeres de 45. Esas chiquilinas que eran alumnas en la crisis, ahora son mamás. Y muchas veces no alcanzan a comprender o decodificar qué dice en el carné que le dan a la salida del Pereira Rossell con los parámetros más básicos en salud, nutrición, que deben tener en cuenta para controlar a sus hijos. Algunas crían niños muy abebotados, aniñaditos, y otras, niños que parecen adolescentes a los que tenés que avisarles que tienen 5 años. Se da también como una doble actitud, por un lado manifiestan mucho apego y se proyectan directamente en el nene, y por otro tratan de ocuparse lo menos posible. Les parece una carga sacarles la cédula, llevarlos al control médico, darles las vacunas: ‘¡Ah, maestra!, ¿tengo que darle las vacunas también?’. A veces tenés la sensación de estar hablando en un idioma distinto. Tienen un nivel de oralidad muy bajo y muchas veces no se entiende lo que dicen. Les tenés que decir que a los niños está bueno cantarles una canción de cuna para dormir, que los ayuda a incentivar el lenguaje. Que les lean cuentos… Sus hijos no conocen el arrorró o el elefante trompita. Hay mucho que ellas nunca aprendieron, que no tuvieron. ¿Qué pasó con mamá, papá, la abuela, el tío, la tía…? Los referentes adultos no están. No tienen historia, no tienen un relato del pasado. No pueden volver a un pasado porque no existe. Además no tienen recuerdos fotográficos. Desaparecieron en la nube.»
Con la pediatra María Helena Curbelo
La casa de papel
Conocida como «La doctora de Las Láminas», la pediatra María Helena Curbelo jugó un papel importante en los años 2000 para salvar a los niños de la crisis, mientras campeaban el desempleo, la desnutrición y hasta la muerte entre las familias que vivían en aquellas casas de finísima madera. Hoy continúa trabajando con esos adolescentes y en ellos observa las secuelas del hambre.
-¿Cuál era la foto de la crisis de 2002 en Bella Unión y cómo era el cuadro de desnutrición que afectó a esos niños?
-Los barrios más pobres -Las Láminas y Las Piedras- tenían casitas muy precarias construidas con las láminas del compensado de la madera, casi tan finas como el papel. La zafra del corte de caña, que se prolongaba por más de seis meses, en el momento de la crisis fue acortándose hasta durar un mes y medio. Entonces el padre se iba a buscar trabajo a otro lado y quedaba la madre con varios niños a su cargo, haciendo maravillas para poder parar la olla.
Los que vivían en esos hogares fueron los niños que tuvieron una desnutrición muy severa. Lo primero que se empezó a comprometer fue el peso acorde para la edad, después se comprometió la altura, y por último no crecieron lo que tenían que crecer porque no tenían fuerza. Empezaron a ser más chiquitos y petisos. A su vez, su sistema inmunológico también se deterioró, fueron niños que iban y venían del hospital.
Nosotros tuvimos en 2003 la primera nena que falleció y que el forense puso en el acta de defunción por «desnutrición». Se llamaba Thalía Soledad. La mamá había quedado sola en la casa con cuatro chiquitos; esta nena tenía seis meses y todos vivían en un vagón de tren que estaba abandonado en el barrio Tres Fronteras. La mamá no le podía dar pecho porque tomaba medicación psiquiátrica y lo único que conseguía donado era zapallo. Entonces ella lo hervía, el puré se lo daba a los más grandes y a la bebé le daba el agua de zapallo.
-¿Qué fue de esos niños?
-Este año estamos haciendo una encuesta para tener las cifras. Muchos de ellos ahora están en sexto de escuela o en primero de UTU. La realidad es que la desnutrición viene de la mano con las dificultades de aprendizaje, porque las neuronas no recibieron los nutrientes necesarios durante la niñez. Por eso son niños a los que les cuesta concentrarse, aprender y, a pesar de que fueron aprobando por edad (hay indicación de Primaria de pasarlos igual), ahora tienen 12, 13 o 14 años y algunos salen de sexto sin saber leer ni escribir.
El problema es que la maestra los tiene que apuntar en la UTU o en el liceo y es imposible, no se lo bancan. Los mismos chiquitos te dicen «a mí de la UTU me van a echar», porque se dan cuenta de que no están en condiciones de hacer un curso normal. Hay otra tanda que ya entró en el liceo o en la UTU y fracasaron. Algunos botijas hicieron hasta tres veces primer año de liceo, les quedan materias para atrás y no las pueden dar. No pueden y ya es tarde: eso que se perdió desde el punto de vista cerebral ya no se recupera. Mirás para atrás y, claro: este es el resultado de lo que pasó en 2001, 2002 y 2003.
La perspectiva de muchísimos de ellos es que ayuden al padre en el corte de caña y que terminen siendo cañeros prácticamente analfabetos.
-¿Qué otras características tienen hoy estos jóvenes?
-La sensación de los que ya están en el liceo es de fracaso. Los papás los estimulan a que sigan para cobrar la asignación familiar, pero al ser niños que ya han vivido muchas etapas negativas, un nuevo fracaso es una nueva frustración.
No quiere decir que no sean muy trabajadores, eso siempre se notó en los peludos (cortadores de caña) que son capaces de levantarse a las 4 de la mañana, hacer un trabajo durísimo, a todo eso no le hacen asco. Pero, sin embargo, si es un trabajo en el que tenés que armar un proyecto para construir un galpón, organizarte en equipo para vender y guardar lo recaudado para el nylon que se va a romper, es decir, proyectar algo, estos jóvenes no lo pueden hacer. Porque significa otro razonamiento que no es el del trabajo rutinario de la caña. Es muy sacrificado, pero es eso. Entonces no pueden hacer nada que implique desarrollar una creatividad, todo eso les cuesta muchísimo.
La otra característica es que en general son adultos apáticos. En su medio son Tarzán, pero en un medio ajeno, con gente de otro barrio o de otra situación económica, ahí son re achicados. Tienen baja autoestima, un perfil muy bajo. En toda esa etapa de pobreza fueron muy golpeados, discriminados, estigmatizados, y ahora ellos mismos, sin querer, se autoexcluyen.
-¿Algunos de esos niños se pudieron recuperar?
-Sí, con algunos pasó. Antes se decía que las neuronas que morían, morían. Ahora las teorías de la neuroplasticidad dicen que si vos estimulás esas conexiones muchas veces, vuelven. Nosotros lo vivimos en cerca del 5 por ciento de los casos. Hay una chiquita que desde muy bebé vino con nosotros y era de muy bajo peso y talla -de las de más bajo peso que he conocido-, y ahora pasó a sexto de escuela y es abanderada. Para nosotros es un orgullo, pero son los menos. La mayoría no se recupera. Y decís: si seguimos empujando puede ser que termine el ciclo básico, y ya quedás contenta con eso.
-¿Se puede hablar de una generación perdida?
-No es que sea una generación perdida, uno siempre está apostando a los jóvenes, pero sí perdimos muchísimo en la parte intelectual. Eso te da una impotencia y es muy fuerte… No querés que su futuro sea vender su fuerza de trabajo, sus brazos. Si hubieran podido tener una buena nutrición, muchos de esos niños podrían ser hoy ingenieros, científicos, hacer un aporte en ese sentido. Ahí sí que perdimos mucho. Pero seguimos apostando a la vida y a los jóvenes, que a pesar de todas esas dificultades puedan salir. En esa pelea los vamos a acompañar en lo que podamos.