La tesis de que el «rumbo» del gobierno todavía está en «disputa», esconde dos hechos políticos tan irrefutables como vinculados entre sí. Por un lado, que en el curso de estos dos años y medio, todo lo que supuestamente estaba en «disputa» se decidió, por sí decirlo, a favor del orden capitalista. Por otro, que […]
La tesis de que el «rumbo» del gobierno todavía está en «disputa», esconde dos hechos políticos tan irrefutables como vinculados entre sí. Por un lado, que en el curso de estos dos años y medio, todo lo que supuestamente estaba en «disputa» se decidió, por sí decirlo, a favor del orden capitalista. Por otro, que el programa del «progresismo» confirma, de manera inexorable, la conversión social-liberal de la capa dirigente del Frente Amplio.
Desde el llamado «campo mayoritario» del Frente Amplio (tupamaros, socialistas, vertientistas, comunistas), [2] se vuelve a re-alimentar la tesis de que existe una «disputa» con el ala «ortodoxa» (Danilo Astori y su equipo del ministerio de Economía y Finanzas). [3] O sea, que estaría planteada una «guerra de movimiento» para torcer, «desde adentro», las «rigideces neoliberales» que continúan ancladas en la política económica. Para ello, dicen, no habría necesidad de marcar un «perfilismo» de tono opositor y, menos aún, coincidir con la «ultraizquierda» que ya dio el paso de una ruptura política con el gobierno y con el partido que lo sostiene. Alcanzaría, en todo caso, con «dar vuelta la pisada» para modificar el «rumbo». Esto es, «acelerar» algunas concesiones «redistributivas» que aseguren un reparto más «equitativo» de la torta, aprovechando la «bonanza» que muestran los indicadores macroeconómicos.
En ningún momento, las «disidencias» del «campo mayoritario» alcanzan a proponer medidas que, efectivamente, metan la mano en el bolsillo de las ganancias capitalistas en beneficio del ingreso de los asalariados. En ningún caso, se apunta a cerrar la escandalosa brecha entre ricos y pobres. Y no lo hace por dos sencillas razones. Primera, comparten, disciplinadamente, la idea de que el «modelo económico» que aplica el gobierno es una «política de Estado». Segunda, coinciden en que cualquier «giro radical» podría abrir un «escenario de conflictos» con los empresarios y las instituciones financieras internacionales.
La pretendida «disputa», entonces, no es tal. Porque el «campo mayoritario» no plantea otro programa. Ni siquiera uno «mínimo» (por ejemplo, un salariazo que recupere lo perdido y un plan inmediato de obras públicas para disminuir el desempleo). Por el contrario, este «campo mayoritario», apoyó sin chistar, tanto en el gabinete de ministros como en el parlamento, todas las medidas económicas antipopulares (desde el pago por adelantado al FMI, hasta la reforma tributaria). Y defiende, a capa y espada, no solo los planes asistencialistas de «focalización de la pobreza» provenientes del Banco Mundial, sino la política de «apertura» a las inversiones extranjeras que, por ejemplo, son la máxima garantía de multinacionales papeleras como la finlandesa Botnia y la española Ence.
Un balance desolador
Las esperanzas se van haciendo añicos. Amplios contingentes de la clase trabajadora ya levantan una mirada interpelante. Perciben, muy claramente, que no son los principales beneficiarios del «cambio posible» y admiten que la pobreza «llegó para quedarse». Aún más: «Contemplan como el gobierno posterga sus demandas y necesidades más urgentes, mientras que prioriza el ‘buen clima de negocios’ para los empresarios y cumple, por adelantado, con los acreedores internacionales». [4]
Es en «este nuevo momento político, donde se mezclan protesta y lucha, repliegue y desazón», [5] donde el «campo mayoritario» vuelve con la tesis de la «disputa» sobre el «rumbo económico» del gobierno. Evidentemente, la maniobra de arriba refleja el desencanto de abajo. Un desencanto que puede tener, para el Frente Amplio, consecuencias fatales en las elecciones nacionales de 2009. Es lo que dice el diputado de la Vertiente Artiguista, Edgardo Ortuño: «Si no cumplimos lo prometido, no hay candidato que nos salve». [6]
Todos los indicadores de la «realidad» son elocuentes: «salarios comprimidos, ingreso de hogares disminuidos, desempleo, subempleo y pobreza de masas. Mientras que en el reverso de la moneda, hay mayor concentración de la riqueza, más sobreexplotación de la fuerza de trabajo (disfrazada bajo el eufemismo «aumento de productividad») y ganancias patronales que no paran de crecer». [7] En la mitad del mandato «progresista», la brecha entre ricos y pobres no ha dejado de ensancharse. Porque los ricos son cada vez más ricos y los pobres son cada vez más pobres. No solamente lo dicen desaforados «ultraizquierdistas», sino el insospechable Instituto de Economía: por segundo año consecutivo, los ricos se apropiaron de los mayores ingresos, mientras que el de los pobres volvió a caer. [8]
A este mapa de la «geografía socio-económica», o mejor dicho, de la aplastante crisis social, hay que sumarle el impacto que tendrá la reciente reforma tributaria (elaborada bajo la supervisión de funcionarios del Banco Interamericano de Desarrollo y que entró en vigencia el 1º de julio 2007), con su correlato de injusticia social, donde los asalariados y los jubilados, sufrirán los efectos directos en sueldos, pasividades, alquileres y precios de la canasta familiar. Mientras que los empresarios e «inversores» se benefician de más exoneraciones tributarias.
Las propias declaraciones provenientes del «campo mayoritario» son confirmatorias del saldo penoso (para la clase trabajadora) de estos dos años y medio de gobierno «progresista. Demuestran, al mismo tiempo, que el «modelo de país productivo» no pasaba de un spot publicitario. Para Héctor Tajam, diputado del MPP, «no se ha podido quebrar el modelo de un país productor de commodities. Los puestos de trabajo generados son mayoritariamente de baja calidad, muy a menudo precarios (62 por ciento del total), y escasamente remunerados (un promedio de cuatro mil pesos nominales». [9] Para Eduardo Lorier, senador del PCU, «seguimos atrapados en la lógica del neoliberalismo. Tenemos acuerdos con el Fondo Monetario Internacional y las metas no han cambiado (…) tenemos condicionalidades porque estamos en la lógica del capital de que te exige para venir, esa apuesta a la inversión extranjera tan fuerte que tiene el equipo económico». [10]
En resumen, los trazos de continuidad (neoliberal) se impusieron por goleada a las promesas de cambio. Porque se demostró, categóricamente, lo incompatible: contemplar por un lado, los intereses capitalistas y, por el otro lado, asumir los intereses de la clase trabajadora. El gobierno que el «campo mayoritario» integra y defiende, se decidió por lo primero. Lo que quiere decir que la «disputa» ya tuvo un desenlace.
Las «preocupaciones» actuales de los dirigentes y las fuerzas políticas que componen el «campo mayoritario, no apuntan a «quebrar el modelo de un país productor de commodities». Por el contrario, lo refuerzan. Bastaría limitarse a la estampida de los precios de la canasta familiar (carne, pan, arroz, verduras, frutas, etc.): en lugar de decretar un congelamiento de los precios, para evitar que la inflación galopante (8,3% anual, cuando se anunciaba menos de un 6%), el gobierno, por iniciativa del ministro de Agricultura y Pesca, el tupamaro José Mujica, optó por no enfrentar a ese «modelo de acumulación» basado en las exportaciones. Prefirió la línea de menor resistencia ante las patronales (principalmente las empresas exportadoras y las cadenas supermercadistas formadoras de precios), rebajando apenas (y solo por 60 días) el IVA del asado y la falda, dos productos que significan el 15% del consumo popular de carne.
Ante la inocultable crisis social y el crecimiento exponencial del desencanto, la estrategia del «campo mayoritario» es que la menor cantidad de trabajadores reaccionen, protesten, luchen, se movilicen. Pretenden que la mayoría del «pueblo progresista» termine por digerir la tesis de la famosa «disputa» y se contenga, hasta que despunte otra orientación económica, que bien podría darse en un «segundo gobierno progresista». O tanto peor, que las luchas de los trabajadores, sean enchalecadas por la vía de sindicatos «que se regulan y ocupan menos» y por mecanismos (como los Consejos de Salarios) que, en dichos del ministro de Trabajo y Seguridad Social, el tupamaro Eduardo Bonomi, han contribuido, de manera sustancial, al establecimiento de «grandes condiciones para la tranquilidad social». [11]
De aquí en más, asistiremos a una carrera de poses hacia «la izquierda» en la cúpula del «progresismo». Porque hay que mandarle «mensajes alentadores» a una militancia frenteamplista tan descontenta como atónita. Y porque se aceleran los plazos electorales tanto en la interna del partido de gobierno (por las candidaturas), como en la pelea del voto a voto (que será casa por casa), con los partidos tradicionales de la burguesía.
Sin embargo, nada de esto modificará, sustancialmente, el «programa de gobierno». Como mucho, una repetición de la máxima de Tomasi de Lampedusa: «es preciso cambiar para que todo permanezca como está». Es lo que anuncia el diputado Roberto Conde, uno de los principales dirigentes del PS, cuando resume la «disputa» con los «excesos de ortodoxia», en los siguientes términos: «El objetivo central en la cabeza debe ser ese: mejorar la perfomance de la aplicación del programa y asegurar los resultados que permitan llegar a 2009 con escenario favorable para la continuidad del proyecto». [12]
De esto se desprende una conclusión: cualquier expectativa puesta en este «campo mayoritario», solo puede conducir a más confusiones y repliegues, cuando no a parálisis de la clase trabajadora y las organizaciones populares.
Un partido del régimen de dominación
El balance desolador del «progresismo» gubernamental y la responsabilidad del «campo mayoritario» en el asunto, no debe pasar por alto otra cuestión tanto o más decisiva.
Desde el último Congreso del Frente Amplio (diciembre 2003) el «campo mayoritario» (que en su momento también fue integrado por Astori y su grupo político), defendió como suyo el «programa de gobierno» que hoy se aplica. Es decir, que fue un componente decisivo de esa capa dirigente (conducida por Tabaré Vázquez y antes por el fallecido Liber Seregni), que se convirtió, definitivamente, al social-liberalismo. Esto es, una fuerza de tradición de izquierda con un programa neoliberal. Adaptada a la lógica del «mercado» y a los imperativos de la «globalización» capitalista» y sometida a los «valores democráticos y universales» que garantizan la «gobernabilidad».
Obviamente, esta conversión social-liberal de la capa dirigente del Frente Amplio, no es un salto abrupto que se produce a partir de la llegada al edificio Libertad. [13] Sino que es el resultado de un largo proceso socio-político que tuvo su empuje por inicios de los años 90 (momento más crítico de la ofensiva del capital contra la clase trabajadora). Simultáneamente, este «giro al pragmatismo» coincide con las modificaciones programáticas y estratégicas registradas en la izquierda «oficial» latinoamericana, luego del derrumbe de los regímenes estalinistas en Europa del Este, del cierre del ciclo revolucionario en América Central (Nicaragua, El Salvador, Guatemala) y de los impasses políticos y socio-económicos del «modelo» cubano. Una conversión que estuvo asociada con el «giro a la socialdemocracia» (en realidad descomposición política y capitulación programática), de los grandes partidos que integran el Foro de Sao Paulo, principalmente el PT (Brasil), PRD (México), y FSLN (Nicaragua).
Las alianzas con fracciones decisivas de la burguesía, los pactos programáticos y la subordinación a la «gobernabilidad democrática» del Frente Amplio, fueron dando cuerpo a esa conversión social-liberal. Hasta convertirlo, desde el comando del Estado burgués, en gerente gubernamental de la acumulación y reproducción capitalista. Su pasaje a un partido del régimen de dominación (del orden capitalista, de su arquitectura institucional-estatal, de sus aparatos políticos, ideológicos, jurídicos, represivos), lo invalidaron como fuerza estratégica, portadora de un proyecto de hegemonía popular. En tal sentido, el Frente Amplio dejó de ser un instrumento de cambio y una palanca de lucha. Se trata de una modificación cualitativa de su naturaleza política y del contenido social que representaba.
Su capa dirigente es, esencialmente, un grupo de funcionarios y parlamentarios que viven de los cargos públicos y las nominaciones electorales; que negocia por dentro del aparato del Estado con un conjunto de enemigos de los trabajadores (con la derecha política, con las corporaciones patronales, con las instituciones financieras internacionales, con los gobiernos imperialistas). Un grupo conservador (tan conservador que la mayoría de sus integrantes hacen campaña en contra de la despenalización del aborto y promueven la mano dura contra los «sediciosos» que atacan la propiedad privada), que más allá de sus contorsiones discursivas y espasmódicos «giros a la izquierda», es irrecuperable, incluso para una lucha más o menos «reformista». Su horizonte estratégico es el poder por el poder mismo, su programa está desprovisto de un proyecto de nación soberana y huérfano de cualquier noción de sociedad igualitaria.
Obviamente, nada de lo anterior pretende subestimar al Frente Amplio como maquinaria electoral. En este terreno seguirá gravitando. Tanto como su capacidad indiscutida de volver a reclutar votos y voluntades. Hasta por aquello incorporado en el imaginario de sectores populares, de que es «lo menos malo» y preferible a un regreso de la derecha (blancos o colorados) al gobierno del país.
Lo que sí está en disputa
La victoria de Tabaré Váquez en octubre 2004, expresó un largo camino de acumulación popular y representó un conjunto de luchas históricas de los trabajadores, además de un claro rechazo del «modelo neoliberal» que venía siendo aplicado por los partidos burgueses tradicionales. Esa victoria, «simbolizó» la esperanza (y la capacidad) de la clase trabajadora y sus aliados de protagonizar un proceso político de «cambio», no solamente electoral, sino como producto de un largo período de luchas y resistencias defensivas desde la «apertura democrática» en 1985.
Sin embargo, esperanza y capacidad les fueron escamoteada y obstruida. La llegada del Frente Amplio al gobierno no significó la puesta en práctica ni siquiera de un programa «antineoliberal», menos todavía, el ascenso de un proyecto hegemónico popular opuesto al régimen político de dominación. Porque bajo la fachada de un «nuevo orden» político caracterizado como «gobierno progresista» (donde los dominados parece que dominan, parece que controlan, parece que son escuchados, parece que participan, parece que consiguen sus demandas), continúa el más incontestado dominio de las clases propietarias.
De hecho, prevaleció en sectores militantes del Frente Amplio y también de algunas corrientes clasistas y revolucionarias, la idea de que el gobierno de Tabaré Vázquez significaba un desplazamiento – aunque insuficiente y parcial – en la correlación de fuerzas a favor de la izquierda y de la clase trabajadora, que posibilitaba hacer un combate político con las clases dominantes.
El equívoco de esa evaluación, observando la profundización del régimen neoliberal de dominación, resultó en una agudización de la crisis y en una derrota de la izquierda por un lado, y en mayor fragmentación y debilitamiento de las luchas sociales de resistencia, por el otro. De modo que la re-construcción (o refundación si se quiere) de una fuerza estratégica de los trabajadores, con una perspectiva socialista, se impone con urgencia. Una urgencia tan grande como los desafíos que enfrentará.
Esta es la verdadera disputa de rumbos que está colocada. Es la disputa por la construcción de una nueva fuerza estratégica de la izquierda.
La reinstalación de esta perspectiva en la conciencia y en las luchas organizadas de la clase trabajadora, adquiere una dimensión fundamental. Es la tarea impostergable de la izquierda revolucionaria.
En definitiva, se trata de comprometerse, incondicionalmente, con las resistencias cotidianas. Que envuelven tanto a los que se ubican a la izquierda del Frente Amplio, como a los que todavía mantienen una fidelidad a las «bases fundacionales» de ese mismo Frente Amplio y no rompen ni política, ni orgánicamente. Que reagrupan a militantes sindicales en agrupaciones antiburocráticas (como la Tendencia Clasista y Combativa) y en las distintas coordinaciones y asambleas populares de la izquierda radical. Que se desarrollan tanto en las luchas actuales de los sindicatos (trabajadores de la salud, maestros, profesores, municipales, empleados públicos, entre otros), como en la lucha de las cooperativas de vivienda, las manifestaciones contra la represión y la impunidad del terrorismo de Estado, las marchas antiimperialistas, los reclamos barriales, las demandas de las asociaciones de jubilados, etc.
Un proyecto revolucionario se construye en el proceso mismo de la lucha de clases y en la ruptura con la capa dirigente del «progresismo». Pero también, en una delimitación política nítida, con las diversas versiones de un «horizontalismo» que niega la necesidad de la organización política y confunde, en la mayoría de los casos, «visibilidad» y «acciones directas», con implantación social (real), acumulación de experiencia y proyecto político.
Si la función del «progresismo» es la de barrera del potencial anticapitalista de la clase trabajadora y sus aliados populares, la tarea de la izquierda revolucionaria es la de forjar una vinculación programática y estratégica antagonista del poder de Estado y el conjunto de su arquitectura institucional. Este esfuerzo de re-construcción de esa fuerza estratégica, que debe tener una composición de masas, implica tanto esquivar las tentaciones de encajar los nuevos acontecimientos políticos en viejos esquemas sectarios, como en las ilusiones de re-editar el origen del ciclo frenteamplista iniciado en 1971. Ambas cosas están agotadas para una perspectiva socialista revolucionaria. Valdría recordar, finalmente, que la tarea de re-construir una fuerza estratégica, con dimensión refundadora, es un desafío mucho mayor que crear una opción electoral con sello de izquierda.
[1] Miembro del Colectivo Militante. Redactor de Construyendo, mensuario de la Coordinadora de Unidad Revolucionaria (CUR). Editor de Correspondencia de Prensa (boletín informativo – red solidaria): [email protected]
[2] Este «campo mayoritario» es un híbrido integrado por el Movimiento de Participación Popular (MPP, tupamaros y sus aliados), Partido Socialista (PS), Vertiente Artiguista (VA) y Partido Comunista de Uruguay (PCU). En algunos puntos coinciden, pero de ninguna manera conforman un bloque estable y coherente. Este «campo mayoritario» cuenta con la mayor bancada parlamentaria del Frente Amplio y con la mayoría del Consejo de Ministros.
[3] El ala «más neoliberal», es identificada tanto con Danilo Astori como con su grupo político, Asamblea Uruguay (tercera fuerza electoral del Frente Amplio).
[4] Organizar la lucha, superar la fragmentación. Editorial de Construyendo Nº 25, mensuario de la Coordinadora de Unidad Revolucionaria (CUR, julio agosto 2007.
[5] Idem.
[6] Citado por Víctor H. Abelando en la nota «El rumbo cuestionado de la economía progresista», Semanario Brecha, 27-7-2007).
[7] Editorial de Construyendo ya citado.
[8] Estudio del Instituto de Economía, «Evolución de la pobreza en el Uruguay 2001-2006», elaborado por Verónica Amarante y Andrea Vigorito
[9] Nota de Brecha ya citada. 4.000 pesos uruguayos corresponden a 160 dólares aproximadamente. El salario mínimo nacional está en 3.140 pesos (125 dólares); el salario promedio nacional se ubica en 8.300 pesos (330 dólares aproximadamente); y la canasta familiar mensual (para dos personas adultas y un niño) está estimada en 30.000 pesos (1.200 dólares).
[10] Entrevista en el diario Ultimas Noticias, reproducida por el boletín Comcosur, 30-7-2007.
[11] Entrevista en el diario El País, 31-7-2007.
[12] Entrevista en el semanario Brecha, 27-7-2007.
[13] Casa de Gobierno.