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El avance insurgente, el auge de los kamikazes y el cultivo de opio cuestionan la victoria proclamada por Bush en 2003

Los talibán, cada vez más fuertes

Fuentes: The Guardian/El Mundo

Probablemente Reedi Gul ya esté muerto en estos momentos. Hace un par de semanas, unos pistoleros enmascarados secuestraron a este hombre de 24 años en una solitaria carretera de montaña en el centro de Afganistán. Al día siguiente, su padre, Saleh Gul, recibió una llamada de teléfono y cayó en la cuenta de que el […]

Probablemente Reedi Gul ya esté muerto en estos momentos. Hace un par de semanas, unos pistoleros enmascarados secuestraron a este hombre de 24 años en una solitaria carretera de montaña en el centro de Afganistán. Al día siguiente, su padre, Saleh Gul, recibió una llamada de teléfono y cayó en la cuenta de que el verdadero objetivo de los secuestradores era él. «Soy un talibán musulmán afgano -anunció una voz- y, si quieres ver vivo a tu hijo, escucha con atención».

Tres semanas antes, Saleh Gul había sido nombrado gobernador de uno de los departamentos más infestados de guerrilleros de la provincia de Ghazni. Los talibán le exigían que renunciara a su cargo, pagara un rescate, atacara a las fuerzas estadounidenses y asesinara a unos cuantos altos cargos locales. Gul pagó 2.000 dólares [unos 1.575 euros] y renunció a su cargo, pero se negó a matar a nadie. «No soy un terrorista», respondió a gritos por el teléfono. Entonces, los talibán añadieron una exigencia imposible de cumplir: la libertad de uno de sus jefes, prisionero.

El pasado domingo se cumplió el plazo dado por los talibán. «Seguimos todavía sin noticias -confesó el padre, angustiado, cuatro días después-. Para mí que a estas horas ya lo habrán matado». En el rostro de Gul había un gesto evidente de preocupación, pero en su voz se percibía un tono de rabia. «Ya le advertí al gobierno -subrayó Gul- de que podía ocurrir algo así. Les informé de que los talibán se estaban apoderando de todo. ¿Por qué no pueden pararles los pies?».

Esta pregunta está resonando por todo Afganistán tras un verano que ha sido un caos. En el sur, la guerra se ha enseñoreado de las provincias de Kandahar y Helmand, donde están estacionadas tropas británicas y canadienses. En los últimos 15 días, la OTAN ha lanzado una ofensiva feroz en la que ha dado muerte a más de 500 talibán para evitar el asalto a la ciudad de Kandahar, una idea que hasta ahora parecía inimaginable.

En otros lugares se están multiplicando los atentados de terroristas suicidas con bombas a plena luz del día, con todo descaro, a la manera de Bagdad. El cultivo de opio ha crecido de manera vertiginosa. Afganistán producirá este año más heroína de la que son capaces de consumir los drogadictos occidentales. La principal área de cultivo es la provincia de Helmand, bajo control británico.

Nadie se imaginaba que las cosas fueran a ser así. Cuando los soldados norteamericanos empezaron a perder el control de la situación en Irak, en 2003, Bush calificó la intervención en Afganistán como una victoria en toda regla. Cuando se celebraron pacíficamente las elecciones presidenciales y parlamentarias [en Afganistán], los generales de Bush dieron por acabados a los rebeldes. «Los talibán son una fuerza en declive», manifestó el general Eric Olson hace 18 meses.

Hoy día, aquellas palabras parecen una estupidez a muchos observadores. Si bien las provincias del norte y del oeste de Afganistán siguen gozando de estabilidad, el presidente Hamid Karzai está aislado y es impopular. Ya no se consideran extravagancias sin fundamento las comparaciones de la guerra en el sur con la de Vietnam.

Por su parte, los diplomáticos occidentales, a fin de cuentas los arquitectos de la reconstrucción, observan consternados cómo sus planes se quedan en puro humo. «Nadie se dio cuenta de lo que se venía encima. Esto es francamente alarmante», ha reconocido un alto cargo en Kabul.

No hay ni un factor que explique por sí solo este vuelco de la situación. No obstante, sí que pueden obtenerse algunas respuestas en Ghazni, una provincia del centro de Afganistán considerada segura hasta principios de este año. La provincia se encuentra ahora en la frontera del avance de los talibán, a unas dos horas apenas de Kabul por carretera.

En los dos últimos meses, los talibán han arrasado de punta a punta la mitad sur de esta provincia con secuestros, asesinatos y combates con armas de fuego. Según medios norteamericanos, el departamento de Andar, a unos pocos kilómetros de su base militar en la ciudad de Ghazni, es el centro operativo de los talibán para las cuatro provincias que rodean a ésta.

El viaje por la carretera que, partiendo en dos el territorio de Ghazni, va de Kabul a Kandahar, hasta no hace mucho tiempo todo un símbolo de la reconstrucción pagada por Occidente, se ha convertido en una especie de juego a ver quién puede más. De forma esporádica, los talibán montan puestos de control y registran a los afganos en busca de sus carnés de identidad, números de teléfono o cualquier otro indicio de su vinculación con el gobierno o con organizaciones extranjeras.

Aquellos a los que pillan reciben una paliza, se los llevan secuestrados o son asesinados. Los extranjeros viajan al sur por avión, sobrevolando la carretera de la que no hace mucho presumían. En las poblaciones cercanas, la gente está atemorizada y enfadada. En el departamento de Qala Bagh, bandas de 20 a 30 insurgentes bajan a los pueblos cada noche. Exigen comida, refugio o que un hijo se sume a sus filas, según Maulvi Aladat, el recién nombrado jefe del departamento. En los últimos dos meses han muerto asesinados un juez, el director de la escuela y el director local de educación. Las dos escuelas de niñas están cerradas.

La protección que ofrece el gobierno es más bien escasa. La policía de Ghazni, sin la instrucción exigible, está desbordada, tanto en número de efectivos como en potencia de fuego. Guarecida en el interior de unos recintos pobremente defendidos, sin apenas radios ni vehículos, poca resistencia pueden ofrecer frente a los bien nutridos grupos de combatientes talibán armados con ametralladoras y granadas propulsadas por cohetes.

El Ejército afgano, formado por los norteamericanos, brilla curiosamente por su ausencia. Ghazni cuenta con una guarnición de apenas 280 soldados según su gobernador, Sher Alam Ibrahimi. Aunque el Ejército dispone de 35.000 soldados sobre el papel, se cree que la tasa de deserciones es muy elevada.

Oficiales del Ejército y diplomáticos coinciden en que el territorio de las tribus de Pakistán es la sala de máquinas de los insurgentes. Desde sus remotos santuarios en las montañas a lo largo de la frontera, los talibán han resurgido de entre las sombras como una fuerza muy potente. Dos shuras o concejos tribales coordinan los ataques, uno en la ciudad occidental de Queta, el otro en el Warizistán del Sur, un territorio de tribus al margen de la ley que es también crisol del terrorismo de Al Qaeda.

En medio de un agresivo despliegue de la OTAN, hay quienes se cuestionan la hipótesis de que la insurgencia pueda ser derrotada exclusivamente a base de muertos. La única solución a largo plazo pasa por la negociación con los talibán, en opinión de Uadir Safi, de la Universidad de Kabul.

«Si no hay negociaciones, la situación podría seguir igual durante décadas. El gobierno debe aceptar a los talibán como aliados en determinadas áreas. No se puede matar a todos, es así de simple», explica, recordando que los afganos cuentan con una larga historia de expulsión de ejércitos extranjeros si cunde la «decepción».