El secretario de la Presidencia, Gonzalo Fernández, debería explicar quién cortó a la mitad los nueve huesos hallados en el 13 de Infantería, que pueden corresponder a desaparecidos, quién los retiene, y con qué objetivo fue dividida y manipulada esa evidencia judicial. El hallazgo imprevisto de esos huesos, cuya importancia se pretendió minimizar, trastocó un […]
El secretario de la Presidencia, Gonzalo Fernández, debería explicar quién cortó a la mitad los nueve huesos hallados en el 13 de Infantería, que pueden corresponder a desaparecidos, quién los retiene, y con qué objetivo fue dividida y manipulada esa evidencia judicial. El hallazgo imprevisto de esos huesos, cuya importancia se pretendió minimizar, trastocó un guión preestablecido sobre el capítulo final de las desapariciones.
Misteriosamente acalladas las fuentes militares que solían inundar las páginas de los diarios con afirmaciones sin nombre ni rostro, y sorpresivamente reducidas a nada la «molestia», la «inquietud», la «preocupación» que impulsaban a la familia militar a cuestionar al presidente por haber traicionado su palabra y modificado su política sobre derechos humanos, todavía está por saberse a qué obedece esta suerte de tregua que congeló la amenaza sobre «imprevisibles consecuencias» ante las inminentes citaciones judiciales de militares acusados de crímenes de lesa humanidad.
La expectativa está puesta en los primeros días de agosto, cuando se confirmen las audiencias judiciales. El último acuerdo del gobierno con los militares establece que los jueces tramitarán las citaciones por intermedio del Ministerio de Defensa Nacional a los efectos de evitar los problemas que podrían ocurrir si un policía conduce por la fuerza a un militar. Una cuestión de tacto, se ha argumentado, aunque nadie explicó que tal extremo no tendría por qué ocurrir si los convocados acuden en la primera citación no bien reciban el cedulón, como hace todo el mundo.
Tal parece que, si quienes conducen a los oficiales al juzgado son otros oficiales, no habría desacato. ¿Fue ese el acuerdo que el secretario de la Presidencia Gonzalo Fernández obtuvo en sus negociaciones con los mandos militares? ¿Entonces José Gavazzo no va a cumplir su amenaza de resistirse con las armas si pretenden conducirlo al juzgado? ¿Es una cuestión del color del uniforme? Más allá del trato vip que se les concede, la fórmula, tal como se ha sugerido, aparentemente garantiza el interrogatorio a que serán sometidos en principio siete oficiales acusados de estar implicados en el secuestro y la desaparición de María Claudia García de Gelman. Otro cantar es la resolución del juez departamental de Pando, Pedro Salazar, que sorpresivamente decidió reabrir las indagaciones por el asesinato del agente de la Dina chilena asesinado en Uruguay Eugenio Berríos, justo en el momento en que se concretaría la extradición a Santiago de tres oficiales acusados de haber participado e
n el postrer capítulo de la operación Cóndor; en este caso los militares no se resistirían en absoluto y concurrirían de muy buena gana, porque ello implica por lo menos postergar la extradición.
DEFINICIONES
Agosto concentra definiciones: el juez que investiga los asesinatos de Michelini y Gutiérrez Ruiz, Roberto Timbal, deberá decidir sobre el pedido de procesamiento de Juan María Bordaberry y Juan Carlos Blanco; y otros magistrados deberán ordenar actuaciones en otros dos casos, el de la estudiante Nibia Sabalsagaray, asesinada en 1974, y el del estudiante Héctor Castagnetto, víctima del Escuadrón de la Muerte en 1971.
Pero de alguna manera la atención se concentra en la respuesta militar al requerimiento presidencial sobre los restos de los desaparecidos. Tabaré Vázquez puso un plazo de dos meses para que las Fuerzas Armadas digan qué pasó. Según Gonzalo Fernández, «los militares van a tener que obedecer, sea como sea». Es un pase de mosqueta del secretario de la Presidencia: el problema no radica en si contestan o no sino en qué grado de veracidad tendrá la respuesta y en qué medida el gobierno aceptará la nueva versión militar.
Gonzalo Fernández parece conocer algún detalle de esa historia tan celosamente guardada. Ha dicho: «Lo más importante es saber qué se hizo con los cadáveres que se desenterraron. Sabemos que se quebraron y fueron lanzados en algún lugar cuya ubicación falta. Sabemos que no fue en el Río de la Plata», Sin embargo, en el seno de la Comisión para la Paz, Fernández había defendido la postura de concluir que los restos de los desaparecidos habían sido arrojados al mar, dando crédito a las versiones que le aportaron los militares a quienes entrevistó, con el compromiso del secreto. Fueron los familiares de detenidos desaparecidos quienes se opusieron radicalmente a esa conclusión, una fórmula muy conveniente, ensayada sin éxito en Chile, para evitar todo tipo de explicaciones. Ahora el secretario de la Presidencia adhiere a otra versión, también militar, e introduce un elemento nuevo, incomprensible: los cadáveres fueron «quebrados». ¿Qué significado tiene esa afirmación?
En realidad, el centro de la cuestión no estriba en el misterio de dónde están los restos sino a quiénes pertenecen. Desde su protagonismo inicial en la Comisión para la Paz, Fernández ha compartido el criterio -quizás por las mismas razones políticas que indujeron a otros a impulsar la ley de caducidad o quizás por un pragmatismo de corto vuelo- de que es conveniente «acotar» la lista de los restos «rescatables» a una versión edulcorada del terrorismo de Estado en Uruguay, esa que atribuye las desapariciones a una consecuencia de los «excesos» en los «apremios físicos» que provocaron muertes «no deseadas». Tal versión «permite» la existencia de sólo 26 desaparecidos cuyos restos quizás no se rescaten nunca, y no admite, claro, que aparezcan indicios sobre otros desaparecidos. En este punto, el secretario reclama una excepción: la información sobre el lugar donde fue enterrada María Claudia García de Gelman.
La obstinación en acotar la investigación al universo dibujado por la Comisión para la Paz quizás explique el rosario de escándalos en torno a los huesos encontrados en el Batallón 13 de Infantería. Es menester recordar que el ingreso al Batallón, prometido por Tabaré Vázquez el 1 de marzo, había sido ordenado por la justicia, que encomendó la labor a los científicos de la Facultad de Ciencias que anteriormente habían realizado un exitoso trabajo de estudio de fotografías aéreas por el cual fueron identificadas las ubicaciones de las tumbas. En principio los militares aceptaron de buen grado que los civiles entraran en la unidad militar para buscar las pruebas que confirmaran la existencia de un cementerio clandestino.
¿CÓMO ERA…?
Aunque desde el comienzo las tareas estuvieron condicionadas por la falta de recursos prácticos para realizar la labor, y por un vacío legal (ausencia de resolución presidencial y ausencia de control judicial) que derivaba en una responsabilidad personal de Fernández, el «buen tono» y las sonrisas cambiaron radicalmente cuando los científicos rescataron nueve piezas óseas, una en el lugar donde se había identificado una fosa excavada por segunda vez en el año 1985, cuando se produjeron las exhumaciones de cadáveres; y las restantes ocho en una fosa que no había sido detectada en las fotografías, porque allí se produjo una exhumación muy posterior, probablemente en 2000. El hallazgo fue el 27 de abril.
Todos pensábamos que los trabajos en el 13 de Infantería tenían por objetivo encontrar restos que permitieran la identificación de quienes estuvieron allí enterrados. Pero parece que estábamos equivocados: en el mismo momento en que fueron encontrados esos huesos, Gonzalo Fernández ordenó suspender los cateos estatigráficos, y a la vez descartó toda posibilidad de comprar un georradar, con el que se podría hacer una prospección detallada y certera de todo el predio de la unidad militar. «No hay dinero y no lo habrá», dijo Fernández, por más que Familiares sugirió la posibilidad de obtener los 8 mil dólares que cuesta el alquiler del aparato y los honorarios del técnico brasilero que lo manejaría.
Fernández fue sorprendido por el hallazgo, porque tenía la convicción de que en el 13 de Infantería «no hay nada», tal como comentó en privado. Días después, en conferencia de prensa, admitió el hallazgo pero redujo su importancia diciendo que probablemente fueran huesos de animales, pequeñas lascas como las que se encuentran en un jardín.
Sin embargo, retuvo las nueve piezas óseas -que podrían configurar elementos de prueba judicial- durante más de 50 días. Al juez de la causa, Juan Carlos Fernández Lechini, no se le ocurrió reclamar tales evidencias. Fernández entregó los huesos al juzgado recién el 5 de junio, y posteriormente explicó que aún no se había podido establecer si correspondían a animales o a seres humanos; ni hablemos de una prueba de ADN. El decano de la Facultad de Ciencias, Julio Fernández, explicó a BRECHA que la determinación del origen es una tarea que se realiza en breve tiempo con un microscopio de barrido electrónico. Pero un técnico del Instituto Técnico Forense (ITF), de apellido Etchenique, a quien le encomendaron la tarea (aunque no es su especialidad) dijo ser incapaz de descifrar la incógnita.
¿Dónde estuvieron los huesos durante casi dos meses? No se sabe. ¿Quién los retuvo? Tampoco. Los doctores Guido Berro y Hugo Rodríguez, del ITF, dicen no haberlos visto, según informaron fuentes judiciales. Sin embargo, información obtenida por BRECHA en medios judiciales revela un secreto celosamente guardado por Fernández: las nueve piezas óseas fueron seccionadas, partidas, cortadas con bisturí, de modo que al juzgado llegó sólo la mitad de los huesos. ¿Quién los cortó? ¿Para qué los cortaron? ¿Quién tiene la otra mitad? Si alguien está haciendo análisis con ellos, el juez no lo sabe; de hecho, no se le ocurrió ordenar el análisis y mantuvo la evidencia en un recipiente de cocina, de plástico, mientras dilataba diligencias solicitadas por la fiscalía.
La historia de esta grave irregularidad está consignada en un acta incorporada al expediente, firmada por los técnicos de la Facultad de Ciencias cuando comprobaron que los huesos habían sido cortados. El juez, a desgano, entregó la evidencia a la facultad; los expertos acondicionaron los huesos en una campana de vacío y se disponen a realizar los análisis correspondientes, aunque con dificultades porque la reducción del material, después de los cortes, compromete el resultado.
Pero la existencia del acta, que pone en evidencia el manejo irregular de la evidencia, encolerizó a Gonzalo Fernández, quien habría afirmado, ante representantes de Familiares, que pensaba «sacar a patadas» a los técnicos de la Facultad de Ciencias. Mientras la justicia estudia la manera de restablecer la «cadena de custodia» sobre una evidencia que podría ser clave, el secretario de la Presidencia parece excederse en sus atribuciones oficiales. Por lo pronto sería bueno que explicara para qué se cortaron los huesos y quién los tiene. Ese secreto, que se suma a otros, revela que el imprevisto hallazgo trastocó el libreto acordado.