Fueron 46 días los que conmovieron a todo México. Desde el 30 de julio, fecha de la instalación del campamento de la resistencia civil postelectoral en la ciudad capital del país, se demostró la capacidad organizativa del pueblo y la clara convicción de éste en luchar por un derecho que lo hace suyo en el […]
Fueron 46 días los que conmovieron a todo México. Desde el 30 de julio, fecha de la instalación del campamento de la resistencia civil postelectoral en la ciudad capital del país, se demostró la capacidad organizativa del pueblo y la clara convicción de éste en luchar por un derecho que lo hace suyo en el ámbito del hecho, a saber, el derecho a defender su voluntad expresada el pasado 2 de julio en las urnas ante el fraude electoral consumado por los poderes político-empresariales y bendecido por las jerarquías eclesiásticas.
Durante estos largos días, niños, jóvenes, mujeres y ancianos, en su mayoría, compartieron la experiencia de saberse actores de la historia, tal vez en su primera experiencia política activa en las avenidas y calles que antes transitaban para ganarse la vida, algunos, o para visitar y conocer la milenaria sabiduría enclavada en la historia del centro de la ciudad.
Estos días fueron significativos para sus vidas, las cuales quedarán marcadas por siempre, a la par del pulso propio del país que a su manera también es removido en sus más profundos sentimientos. Fueron –recuerdo la primera noche que estuve en el campamento– de un calor humano insospechado, compartido, amoroso. Los momentos vividos en los cuales seres anónimos dibujan su presente en el horizonte de las posibilidades (de las que habló el filósofo Xavier Zubiri) como lo posible en cuanto se es y se actúa en uno o en otro sentido pero trayendo el pasado como referencia y el futuro que, sin existir, se piensa (la utopía) para concretarlo.
La noche siguiente, la del 31 de julio, empapada por las tormentas, también reiteró el palpitar de la conciencia nacional de un gran movimiento civil que promete amanecer una nueva República en cielo abierto, con o sin partido, con o sin estructura institucional, con o sin legalidad, pero con la legitimidad que marca el respaldo de millones de mexicanos que están dispuestos a defender no sólo a quien creen sintetiza sus aspiraciones, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), sino a algo mucho más trascendente de lo que signifique un dirigente o personaje histórico: la voluntad echa colectivo en tiempo y espacio actuales, el motor de la historia, el pueblo que hoy con su paso remueve las estructuras que sostienen a la patria.
En sí, en estos días, la convicción de permanecer en pie de lucha empoderó (el poder como capacidad de hacer) a los participantes de esta capítulo en las luchas sociales mexicanas y les reveló la claridad que da la conciencia activa, hecha lucha; lanza que abre brechas, echa caminos.
Por eso es equivocado quienes piensan que el movimiento social postelectoral es una conjura de un partido en putrefacción, o decretado por un mesías, o cooptado por la social democracia amarilla, o que perecerá en unas cuantas semanas, letanía que la derecha repite hasta el hartazgo.
Se trata, a contracorriente, del movimiento social que está cambiando el sentido del país y que lo veremos en el mediano plazo pues es, en lo concreto, la evidencia, junto al caso de Oaxaca, de la confrontación entre las clases pobres y las clases altas llevadas al terreno de la disputa de la dirección que tome el Estado, entendido éste último no con la simplista afirmación de «una maquinaria o cosa con la cual se impone o gobierna», sino como un fluir de relaciones sociales clasistas, de acción-reacción, tensión-fuerza, hegemonía-subordinación, dominio-resistencia en espacio y tiempo definidos.
Dentro de este movimiento también se expresan muchas fuerzas como también lo hacen al interior de las clases dominantes, pero las tendencias generales internas explican la confrontación de sólo dos proyectos en el abanico de las posibilidades, una defendida por los pobres y otra defendida por los ricos, una progresista y otra derechista. Esta es la nueva confrontación que sacude al país en todos los rincones y en todos los niveles, aunque quisiéramos otra como por ejemplo «capitalismo-anticapitalismo (socialismo, anarquismo, comunismo), pero sólo tenemos aquella que es el terreno en el cual se deben construir éstas últimas posibilidades aunque para ello se requerirá formación política y decantamiento de las condiciones que no hay en nuestro más cercano horizonte.
La ruptura al interior del Estado mexicano está hecha. Por un lado, están los que se empotraron en las instituciones para realizar el fraude, los empresarios en los ámbitos de la producción, la circulación y el consumo; el poder ideológico instituido, iglesias y televisoras; las cabezas de playa de las clases dominantes, los partidos políticos (PAN, PRI, Panal). Por el otro lado, están los movimientos sociales de insubordinación que se despliegan aceleradamente y van construyendo alterativas, comenzando con el movimiento civil postelectoral, luego el de Oaxaca, luego otros más a lo largo del país que intentan construir desde lo local a lo nacional, y en medio de ellos estructuras políticas formales e informales que sufrirán los movimiento telúricos del paso de los descalzos pies de los de abajo, incluido el propio PRD.
Aunque los poderosos de convicciones conservadoras cuentan con los mecanismos de coerción y coacción, están acostumbrados a la pereza de la burocracia que impone la jerarquía y la cultura de mando-obediencia y sólo les quedará el camino del endurecimiento, la mano dura y la búsqueda de acabar con el sueño, con el horizonte de las posibilidades del movimiento naciente. Por eso se atrevieron, a pesar de las evidencias y las pruebas, a concretar el fraude y defenderlo con el poder de las armas.
En contraparte, el movimiento cuenta con la creatividad, el ejercicio de la democracia cotidiana que van ensayando y la relación novedosa en consonancia con un dirigente, ya no un gobernante como lo fue anteriormente AMLO, sino con un personaje fuera de las instituciones lo que lo hace proclive a ser encausado por la presión de las masas, que no la «multitud» abstracta, que reclaman consecuencia. Hasta el momento así ha sido y la decisión de confrontarse con el status quo sólo se puede entender por la presión social y la confianza que le tienen sus seguidores. La historia no es hecha por personajes, sino por los pueblos y de allí surgen sus dirigentes, por eso no se puede menospreciar a los «pocos» millones que defienden su derecho a que se les respete el voto, mas allá del candidato por quien votaron.
Por eso mismo la convocatoria de la Convención Nacional Democrática (CND) fue exitosa. Millones llegaron y millones han decidido seguir en resistencia y pasar a la ofensiva política y mediática que amenaza con el estrangulamiento ideológico. Ya los millones de conciencias activas preparan el terreno para impedir pacíficamente, como lo ha sido la práctica de este movimiento, la toma de posesión del presidente espurio, Felipe Calderón Hinojosa, y han proclamado a López Obrador presidente legítimo de México.
No se trata de una lucha entre conservadores y liberales como si estuviéramos en el siglo XIX, aunque haya grupos con prácticas verticales de ambos lados que coinciden con ciertos planteamientos, valga decir trasnochados. Se trata, en cambio, de una fuerza nueva actual de lucha desde abajo contra los de arriba, una explosión social que fue incubándose en todos estos años de neoliberalismo, esto es, una lucha frontal contra el proyecto del capitalismo salvaje.
Lo que se impone en lo inmediato es darle a la resistencia de los de abajo un cause progresista, una visión teórica de conjunto que oriente una nueva nación con bases sensibles para transitar hacia cambios concretados en la práctica. Es la hora de la confrontación entre la ceguera ideológica y la virtud creativa del pensamiento. Darle a la lucha los ojos de la razón, es decir, la teoría.
Las actividades centrales de los convencionistas entonces serán la profundización de la movilización, la construcción de las asambleas en los barrios y lugares de trabajo, bases de la edificación de una nueva nación, y la convocatoria resuelta a refundarla mediante un nuevo Constituyente que recoja los derechos sociales para la población, proteja la riqueza natural estratégica y ambiental y proyecte la independencia cabal del pueblo para elegir la forma de gobierno que mejor le convenga.
Los días vividos en las calles son los primeros días de un país que de nuevo nace y que reclama su lugar en la historia. Las cosas se hacen, no sólo se piensan y el pueblo mexicano maduro en sus luchas de liberación nos está dando muchas lecciones. La lección primera es tender puentes con todos los sectores del país hoy movilizados y ser sensibles al viento fuerte que está soplando.