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Naranjas amargas

Fuentes: Rojoynegro

Sabido es que Georgia, Ucrania y Kirguizistán, tres repúblicas que formaron parte de la Unión Soviética, protagonizaron entre noviembre de 2003 y marzo de 2005 lo que hemos dado en llamar ‘revoluciones naranja’. Resulta llamativo que el interés que los procesos en cuestión suscitaron en sus manifestaciones iniciales no se haya visto acompañado de un […]

Sabido es que Georgia, Ucrania y Kirguizistán, tres repúblicas que formaron parte de la Unión Soviética, protagonizaron entre noviembre de 2003 y marzo de 2005 lo que hemos dado en llamar ‘revoluciones naranja’. Resulta llamativo que el interés que los procesos en cuestión suscitaron en sus manifestaciones iniciales no se haya visto acompañado de un seguimiento puntilloso de lo ocurrido después. Semejante carencia se ha convertido en explicación principal de por qué entre nosotros se ha instalado una percepción de los hechos que idealiza visiblemente a las revoluciones naranja y prefiere ignorar lo que por momentos se hace evidente: sobran los motivos para concluir que aquéllas son un dramático fracaso que obliga a revisar muchos lugares comunes.

Y es que ninguno de los datos que en su momento se invocaron para dar cuenta de las presuntas bondades de los procesos que nos ocupan parece conservar hoy mayor consistencia. En la Georgia de Saakachvili los problemas económicos han ido a más, la oposición se nutre de antiguos colaboradores del presidente que no dudan en expresar su descontento y ningún progreso visible se ha realizado en materia de restauración de la maltrecha unidad territorial del país. No es mejor el registro de la Ucrania de Yúshenko: el deterioro económico está a la orden del día, la corrupción campa por sus respetos, la confrontación dentro de la elite naranja lo impregna casi todo y, en suma, y a los ojos de muchos, el país no está dividido en dos partes -el oriente ruso y el resto-, sino, antes en bien, en tres feudos claramente enfrentados: Nuestra Ucrania de Yúshenko, el Bloque de Timoshenko y el Partido de las Regiones de Yanukóvich. Tampoco soplan buenos vientos, en fin, en el Kirguizistán de Bakíev, donde unos clanes han sustituido a otros, las mafias parecen en ascenso, las desigualdades no han dejado de acrecentarse y, de nuevo, el país se halla al borde la partición entre el norte industrializado y el sur agrícola; poco más de un año después de la revolución correspondiente, no hay ningún motivo para concluir que Bakíev ha convertido a Kirguizistán en el escaparate de la democracia en el Asia central.

Más allá de todo lo anterior, el entusiasmo que suscitaron las revoluciones naranja ha desaparecido, anegado por doquier en un magma de corrupción, capitalismo de ribetes mafiosos, fracasos económicos, espasmos autoritarios y divergencias -en los tres casos- dentro de las elites dirigentes. A todo ello se ha sumado, bien es cierto, el deterioro de las relaciones con Rusia, que ha tenido consecuencias económicas palpables -recuérdese el contencioso ruso-ucraniano, en enero pasado, sobre el gas natural- y ha acelerado acaso los ejercicios de desestabilización asumidos por Moscú sin que, a cambio, las potencias occidentales -como por lo demás cabía esperar- hayan acudido en socorro generoso de sus nuevos aliados en la región.

Si hay que aislar un elemento principal de entre cuantos vienen a dar cuenta de tanto desatino, ése no es otro que el que proporciona la naturaleza, singularísima, de las elites que protagonizaron las revoluciones naranja. Poca atención se nos prestó en su momento a quienes, al calor de los cambios que nos interesan, subrayamos que esas elites a duras penas podían antojársenos genuinamente rupturistas. Sin excepción, los máximos responsables de las revoluciones naranja habían desempeñado papeles prominentes en los regímenes que habían contribuido a la postre a desplazar, circunstancia que por sí sola obligaba a recelar de autodeclaradas purezas y radicales proyectos de cambio. No hay mejor retrato de las secuelas de esa condición que la disputa que cobró cuerpo en Ucrania al amparo de las recientes elecciones generales. Qué curioso resultaba que se manejase seriamente la posibilidad de que el partido del presidente Yúshenko, lejos de buscar el acercamiento a la fuerza liderada por la también anaranjada Timoshenko, coquetease con la perspectiva de forjar pactos con quien, Yanukóvich, a finales de 2004 se había visto desplazado por el propio Yúshenko y su aparente revolución. Para explicar semejantes aproximaciones, sobre el papel anti natura, no había que ir muy lejos: por detrás se apreciaba el aliento de los oligarcas, rusos como ucranianos, y con él de la miseria que acarrea el idolatrado mercado en la Europa central y oriental contemporánea.

No extraiga el lector ninguna conclusión precipitada de lo que acabo de contar: el fracaso, a mi entender evidente, de las revoluciones naranja en modo alguno debe conducir a una consideración benévola de lo que hubo antes de éstas. Lo único que se antoja claro es que en Georgia, en Ucrania y en Kirguizistán la ciudadanía de a pie tendrá que aguardar para liberarse de viejos y de nuevos dirigentes. Porque acaso ya se ha liberado de las ilusiones que depositó en unas potencias, las occidentales, cuya interesada mezquindad ha quedado en evidencia una vez más.