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De cómo la interpretación personal de una periodista se convierte en verdad mediante la magia de los medios globales

Noam Chomsky contradice a su entrevistadora

Fuentes: Rebelión

Es posible que los lectores de Rebelión se sintiesen sorprendidos ayer al comprobar que la noticia principal de esta página desaparecía a media mañana. En realidad lo que sucedió fue muy simple: nos dimos cuenta de que estábamos aireando un texto truncado, procedente del Clarín (véase Chomsky: «Vistos desde hoy, los pogroms no eran tan […]

Es posible que los lectores de Rebelión se sintiesen sorprendidos ayer al comprobar que la noticia principal de esta página desaparecía a media mañana. En realidad lo que sucedió fue muy simple: nos dimos cuenta de que estábamos aireando un texto truncado, procedente del Clarín (véase Chomsky: «Vistos desde hoy, los pogroms no eran tan malos«), aparecido el 1 de noviembre de 2005 en el diario bonaerense y que, en sí mismo, no era más que una traducción al castellano de una entrevista del día anterior, 31 de octubre, que le habían hecho al lingüista de Boston en el londinense The Guardian (véase The Greatest intellectual?).

¿Qué había sucedido para que tomásemos tan drástica decisión? Pues sencillamente que el Clarín amputó dos terceras partes del texto original inglés y ni siquiera se sintió en la obligación de avisar a sus lectores. Pero lo que de verdad nos alertó fue otra cosa: el sitio web oficial de Chomsky había publicado entretanto una seca réplica en protesta por la interpretación que Emma Brockes, la autora de la entrevista, había hecho de sus palabras (véase www.chomsky.info/interviews/20051031.htm), réplica que apareció ayer en The Guardian (véase Falling out over Srebrenica). Naturalmente, en Rebelión nos pareció necesario publicar la polémica completa y, ante el temor de que la noticia abreviada del Clarín confundiese a nuestros lectores por falta de referentes, preferimos retirarla de nuestras páginas, traducirla en su totalidad, sin dejar una sola coma, y publicarla hoy.

Los medios globales de comunicación, esas corporaciones que se deben a sus accionistas y anunciantes, no al público lector, tan maravillosamente descritas por dos colegas de Chomsky (Los medios globales, de Edward S. Herman y Robert W. McChesney, Cátedra, Madrid 1999, traducción de Manuel Talens), nos tienen acostumbrados a fabricar la realidad. Pocas veces una noticia ha desenmascarado dicho artificio de manera tan clara como ésta. Por un lado la periodista de The Guardian, que es quizá el menos turbio de los medios globales en lengua inglesa, se ha visto desacreditada públicamente por uno de los intelectuales de más limpia trayectoria en la izquierda mundial y, por el otro, hemos sorprendido in fraganti al Clarín alterando un texto ajeno sin dar explicaciones y convirtiéndolo en algo irreconocible. La violencia verbal que rezuma la entrevista original se convierte por medio de las tijeras mágicas del periódico argentino en algo inocuo y sin sustancia: la corrección política en estado puro. Invitamos al lector a darse un paseo por la página del Clarín tras haber leído nuestra traducción.

Lo que aquí presentamos a continuación es lo que ha acontecido entre Chomsky y The Guardian, ni más ni menos: en primer lugar, la entrevista de Emma Brockes y, a renglón seguido, la réplica de Chomsky.

Consejo editorial de Rebelión


¿El intelectual más importante?

Emma Brockes
The Guardian

Traducido para Rebelión por Manuel Talens (www.manueltalens.com)

Pregunta: ¿Lamenta usted apoyar a quienes dicen que la matanza de Srebrenica fue exagerada? Respuesta: Mi único pesar es que no los apoyé bastante.

Aunque piensa que la mayoría de los periodistas son partidarios inconscientes del imperialismo occidental, Noam Chomsky, el más radical de los radicales, me ha recibido en su despacho de Boston. Es aquí profesor de lingüística, labor que lleva a cabo como una especie de alter ego de Clark Kent con respecto a su Superman activista.Está vestido con un viejo pulóver, grandes zapatillas blancas y una chaqueta de abuelo con bolsillos diseñados para que les quepa un termo. Hay un paquete a medio terminar de panecillos de higo sobre el escritorio. Es tal el efecto de una hora empleada junto a Chomsky que, al escribir esto, me pregunto: ¿Será un error que mencione los panecillos de higo cuándo en El Salvador la gente sigue sufriendo sin que nadie lo sepa?

Si estoy aquí es porque la revista Prospect acaba de elegir a Chomsky, de 76 años, como el intelectual público más importante del mundo, pero eso a él no le interesa. Cree que se malinterpreta lo que significa ser inteligente. No se trata de ingenio, como es el caso con el número 5 de la lista (Christopher Hitchens) o de carrera poética como con el número 4 (Vaclav Havel) o de la elocuencia con que aparece en televisión el número 37, Michael Ignatieff, el favorito de las muchachas que piensan, a quien Chomsky llama apologista del establishment y distribuidor de «basura». Muy al contrario de este último, Chomsky habla con una voz apenas audible y ha escrito con desdén de sus propias apariciones en la televisión, casi todas desastrosas: «La belleza de la concisión consiste en que uno sólo puede repetir pensamientos convencionales». Ser inteligente, cree, consiste en andar con paso lento, sin alharacas, analizando los hechos y «utilizando la inteligencia para decidir lo que está bien».

Eso es, desde luego, lo que Chomsky ha estado haciendo durante los últimos treinta y cinco años y sus conclusiones siguen siendo polémicas: que prácticamente todos los presidentes estadounidenses desde la Segunda Guerra Mundial han sido culpables de crímenes de guerra; que en el contexto general de la historia camboyana, los khmer rojos no fueron tan malos como se piensa; que durante la guerra de Bosnia la «masacre» en Srebrenica probablemente se exageró. (Chomsky utiliza entrecomillados para debilitar las cosas con las que discrepa y, al menos en un texto impreso, más parece un adolescente mordaz que un académico; un ejemplo: para él, Srebrenica no fue una masacre.)

Mientras que sus críticos lo consideran un revisionista casi obsesivo, Chomsky se halla ahora, conforme crece la oposición al gobierno de Bush, más que nunca dentro de lo aceptable; el libro que publicó tras los ataques a las torres gemelas, titulado 9-11, vendió 300 000 ejemplares. Si se considera que hasta hace poco trabajaba a tiempo completo en el Massachusetts Institute of Technology, persisten las dudas sobre cómo ha logrado convertirse, al parecer, en un experto en todos los conflictos que se han ido sucediendo tras la Segunda Guerra Mundial; sus críticos asumen que tapa los huecos de lo que desconoce con ideología.

Chomsky replica que eso es pura pereza mental por parte de éstos y que, además, «los mejores científicos no son quienes más datos conocen, sino quienes saben lo están buscando».

En cualquier caso, de todos los intelectuales de la lista de Prospect, es a Chomsky a quien más a menudo se lo acusa de enfangar un debate con spam intelectual, eso que el escritor Paul Berman denomina su «habitual torbellino de fuentes obscuras». Le pregunto si tiene una memoria fotográfica y Chomsky se ríe. «Al contrario. No me acuerdo de los nombres ni de las caras. No tengo ningún talento particular que los demás no tengan.»

Lee a diario la prensa nacional, con ocasionales incursiones en diarios especializados. Me imagino que es un fanático de internet, dada la negativa opinión que tiene de los medios convencionales (resumiendo: tiene un «prejuicio tendencioso contra causas económicas estructurales más que contra conspiraciones de personas». Yo diría que la influencia individual anula eso, pero si una tratara de discutirlo con Chomsky la hora que le asignó se le agotaría sin conseguir nada). Por eso me sorprende cuando dice que sólo se conecta si «tiene que buscar documentos o datos históricos. Es una pérdida absoluta de tiempo. Una de las cosas buenas sobre internet es que uno puede encontrar algo que le gusta, pero también cualquier clase de estupideces. Si las agencias de inteligencia supieran lo que hacen, propagarían teorías de conspiración con el único fin de alejar a la gente de la vida política, para impedirles que se planteen preguntas más serias… Hay una especie de asunción de que si algo está escrito en internet, es verdad.»

¿La hay? De improviso, está claro que la opinión de Chomsky puede ser tan inconsistente como la de cualquiera; pero él la expresa con más convicción. Le digo que la mayoría de las personas que conozco no se creen nada de lo que leen en internet y él me responde, sin inmutarse: «Sabe, eso también es peligroso». Sus respuestas a la crítica varían desde este tipo de aceptación sin queja hasta el hábito infantil de insultar a sus oponentes, algo que hizo durante nuestra tensa discusión sobre Bosnia, tratándolos de «histéricos», «fanáticos» y «enrabietados». Sospecho que el hecho de recibir correos «medio chiflados», como él los llama (cada día le llegan al menos cuatro mensajes electrónicos que lo acusan de ser a un agente del Mossad, un agente de la CIA o un miembro de Al-Qaida) hace que esté permanentemente a la defensiva. Chomsky suspira y dice que nunca ha pretendido tener el monopolio de la verdad, luego sonríe un momento y añade que la única persona que lo tiene es su mujer, Carol. «Mis nietos la llaman Veracidad. Cuando les tomo el pelo y no están seguros de si digo la verdad, van y le preguntan: Veracidad ¿eso es verdad?»

El activismo de Chomsky hunde sus raíces en su niñez. Creció durante la Depresión de los años treinta, hijo de William Chomsky y Elsie Simonofsky, inmigrantes rusos en Filadelfia. Describe a su familia como «judíos de clase obrera», la mayor parte de los cuales estaban desempleados, si bien sus padres, ambos maestros, eran lo bastante afortunados como para tener trabajo. Los Estados Unidos no fueron para ellos la tierra prometida: «No le dieron muchas oportunidades a mi familia», dice, incluso si les fue mejor que en los pogromos de Rusia, que sin embargo Chomsky no puede evitar de calificar como «no tan malos, de acuerdo con las normas contemporáneas. En la peor de las masacres, creo que asesinaron a cuarenta y nueve personas.»

La casa de Filadelfia estaba atestada de tías y primas, muchas de ellas modistas que capeaban la Depresión gracias a la ayuda del sindicato internacional de costureras. Chomsky tenía cuatro años cuando vio desde un tranvía cómo la policía apaleaba a unos huelguistas en la puerta de una fábrica textil. A los diez años escribió su primer panfleto político, contra la ascensión del fascismo en España. «Todo aquello formaba parte del ambiente», dice.

Los Chomsky eran una de las pocas familias judías en un vecindario irlandés y alemán y Noam y su hermano se peleaban a menudo en la calle; recuerda que hubo celebraciones cuando los alemanes tomaron París. Sus padres miraban para otro lado y hasta el día de su muerte, dice, «no supieron nunca lo que estaba pasando fuera».

Chomsky pudo elegir entre dos modelos. Uno era la familia de su padre en Baltimore, «ortodoxa hasta el paroxismo». «Se volvieron incluso más religiosos de lo que habían sido antes de vivir en la aldea rusa de donde partieron, lo cual no es nada raro entre las comunidades de inmigrantes; se trata de una tendencia a encerrarse en sí mismos y a regresar a una forma exagerada de lo que uno fue». Sonríe. «Vivimos en un mundo hostil».

La segunda opción eran los familiares de su madre en Nueva York, que vivían amontonados en un gran apartamento del gobierno y se las arreglaban únicamente con lo que ganaba un tío minusválido, a quién el estado le concedió por su incapacidad un pequeño quiosco de periódicos. Chomsky escogió esta última opción y su radicalismo fue creciendo conforme iba y venía los fines de semana a Nueva York, desde los 12 años, para ayudar en el quiosco.

-Aquello se convirtió en una especie de salón -dice-. Mi tío no tenía ninguna formación intelectual, pero era un hombre muy inteligente, había pasado por todos los grupos izquierdistas, desde los comunistas a los trotskistas a los antileninistas; le interesaba mucho el psicoanálisis. En aquella época había muchos inmigrantes alemanes en Nueva York y por la tarde iban al quiosco para conversar. Mi tío terminó siendo un psicoanalista lego bastante rico en Riverside Drive. -Se echa a reír.

Hubo un tiempo, dice, en que nadie sabía lo que iba a pasar. Se hablaba de la posibilidad de una revolución socialista, o de que el país se colapsaría por completo. Todo parecía posible. En comparación con aquellas discusiones, yo encontraba que el instituto, y más tarde la universidad, eran una «estupidez». Estaba pensando en abandonar la Universidad de Pensylvania cuando se encontró con su segundo mentor, Zellig Harri, un profesor de lingüística que lo animó a proseguir sus propios intereses académicos. Chomsky había crecido en un hogar donde el lenguaje era importante; sus padres hablaban yídish y su padre obtuvo un doctorado en hebreo del siglo XIV, que el joven Chomsky leyó con interés. De manera que empezó a estudiar lingüística y muchos años después formuló una teoría innovadora, la de la «gramática universal», la idea de que la facilidad cerebral para el lenguaje es algo innato en vez de una función del conductismo. Esa historia me suena como la un joven arrogante que estaba convencido, con cierta justificación, de que sabía más que sus profesores. A Chomsky le molesta la palabra arrogante y dice: «No. Asumí que me equivoqué y di por sentado que la orientación estándar [de la lingüística] era lo correcto».

Incluso si continuó estudiando en Harvard, en una rara concesión al mito de la marginalidad, se describe a sí mismo como «autodidacta».

Sólo hubo un par de años, a mediados de los cincuenta, cuando dejó el activismo por completo. Había conocido y se había casado con Carol Schatz, una colega lingüista, y tenían tres hijos pequeños. Chomsky tuvo que decidir si se dedicaba al activismo o lo dejaba estar. Las protestas contra la guerra del Vietnam estaban empezando y, si elegía el primer camino, corría un auténtico peligro de terminar en la cárcel, hasta tal punto que Carol regresó a la universidad por si acaso se quedaba como única cabeza de familia. Pero él no era, dice, el tipo de persona capaz de participar en manifestaciones ocasionales y luego quedarse a la espera de que el mundo se arreglara.

-Sí, mi mujer trató de que lo dejase, y lo sigue haciendo. Pero sabe que soy obstinado y que continuaré en esto mientras pueda andar.

En la actualidad, Carol acompaña a su marido a la mayoría de sus apariciones públicas. Le piden que preste su nombre a todo tipo de causas extravagantes y ella trata de mantener su programa bajo control. Tal como algunos lo ven, una de sus imprudencias fue aceptar la acusación que hizo la revista Living Marxism de que durante la guerra de Bosnia los tiros utilizados por Independent Televisión News (ITN) en un reportaje realizado en un campo de detención que controlaban los serbios eran falsos. La revista dio en quiebra cuando ITN la llevó a los tribunales, pero la controversia resurgió en 2003, cuando una periodista, Diane Johnstone, hizo alegaciones similares en una revista sueca, Ordfront, aludiendo al número oficial de las víctimas de la masacre de Srebrenica. (Afirmó que se habían exagerado.) En medio de las protestas que siguieron, Chomsky prestó su nombre a una carta que elogiaba el «trabajo excepcional» de Johnstone. ¿Lo lamenta?

-No -dice con indignación-. Es excepcional. Mi único pesar es que no los apoyé bastante. Ella puede equivocarse, pero hizo un trabajo muy cuidadoso y excepcional.

¿Cómo puede el periodismo equivocarse y seguir siendo excepcional?, me pregunto.

-Mire -dice Chomsky-, había un fanatismo histérico sobre Bosnia en la cultura occidental que se parecía mucho a una convicción religiosa apasionada. Era como el estalinismo más anticuado: si uno se separaba un par de milímetros de la línea del partido, se convertía en un traidor, lo destruían. Eso es algo totalmente irracional. Y Diane Johnstone, le guste o no, ha hecho un trabajo serio, honrado. Y, en el caso de Living Marxism, es una vergüenza que una gran corporación lleve a la quiebra a un pequeño periódico porque pensaban que una de sus informaciones era falsa.

No es que «pensaban» que era falsa; un tribunal de justicia probó que lo era.

Pero Chomsky insiste que «Living Marxism estaba probablemente en lo cierto» y que, en cualquier caso, eso no es pertinente. «No tuvo nada que ver con que Living Marxism o Diane Johnstone tuvieran razón o no». Es un asunto, dice, de libertad de expresión. «Y si se equivocaron, vale, pero no tenían que salir diciendo que si usted dice que está a favor de eso es que está a favor de gasear a los judíos».

¿Cómo? No todos los que discrepan con él son «fanáticos», le digo. Son gente seria, de confianza.

-¿Como quién?

-Como mi colega, Ed Vulliamy.

Los reportajes de Vulliamy para The Guardian desde la guerra de Bosnia hicieron que se le concediese el premio al reportero internacional del año en 1993 y 1994. Él estaba presente cuando se filmó la escena de ITN en el campo de concentración serbio y apoyó la acusación contra la revista Living Marxism.

-Ed Vulliamy es un periodista muy bueno, pero se vio envuelto en una historia que probablemente no es verdad.

Pero la propia lugarteniente de Karadic [Biljana Plavsic] se declaró culpable de crímenes contra la humanidad.

-Vale, seguramente lo hizo. Pero si quiere usted algunas críticas sobre la línea del partido, le diré que el general Lewis MacKenzie, que era el general canadiense responsable, ha escrito que la mayor parte de las historias eran auténticas tonterías.

Y la cosa continúa con Chomsky vibrando de cólera contra las «rabietas» de Vulliamy y compañía sobre su cuestionamiento de su versión de la guerra. Le sugiero que si les dan rabietas es porque están en contacto con los supervivientes de Srebrenica y han visto el impacto que tiene sobre ellos que se minimicen sus experiencias. Termina por estallar: «Ésa es la típica posición de la Europa occidental. Estamos acostumbrados a pisarle el cuello a la gente con la bota y no vemos las víctimas que causamos nosotros. Yo sí las he visto: vaya a Laos, vaya a Haití, vaya a El Salvador. Verá lo que es gente que sufre de la manera más brutal. Eso no nos da el derecho a mentir sobre tal sufrimiento.» Que es, me imagino, la razón por la que ITN acudió a los tribunales en primer lugar.

Uno podría rebuscar cualquier cantidad de otros conflictos para pelearse con Chomsky. Ante el cariz que ha tomado la entrevista, calculo que podemos continuar y le pregunto si encuentra irónico que, considerando sus opiniones sobre el sistema capitalista, él sea uno de sus beneficiarios. «Vale, ¿qué sistema capitalista? ¿Usa usted un ordenador? ¿Usa usted internet? ¿Toma usted un avión? Todo eso procede del sector estatal de la economía. Seguramente soy un beneficiario de ese sistema estatal, que es casi un sistema de mercado; ¿significa eso que yo no debería intentar mejorar la sociedad?»

¡De acuerdo!, veamos el sistema no gubernamental. ¿Tiene acciones? Me mira enfadado. «Tendría que preguntárselo a mi mujer. Seguro que ella tiene. No veo ninguna razón por qué no debería tenerlas. ¿Le ayudaría yo a la gente si me fuera a Montana y viviera en una montaña? Ese tipo de ideas sólo pueden tenerlas los occidentales ricos y privilegiados, bien educados y, por lo tanto, profundamente irracionales. Cuando visito a campesinos al sur de Colombia no me hacen esas preguntas.»

Le sugiero que a la gente no le gusta que aquellos a quienes consideran hipócritas les hagan reproches sobre sus vidas. «No hay ningún elemento de hipocresía». De repente, me sonríe, de nuevo apacible, y terminamos en este punto.

La pelea sobre Srebrenica

Noam Chomsky
The Guardian

El reportaje de Emma Brockes sobre su entrevista conmigo se inicia con el siguiente exergo:

Pregunta: ¿Lamenta usted apoyar a quienes dicen que la matanza de Srebrenica fue exagerada? Respuesta: Mi único pesar es que no los apoyé bastante.

Es verdad que le expresé mi pesar: es decir, el pesar por no haber apoyado lo suficiente el derecho a publicar que tenía Diana Johnstone cuando el editor secuestró su libro tras los desvergonzados ataques de la prensa, un libro del cual hice una reseña en una carta abierta que cualquier reportero podría haber descubierto con facilidad. El resto del reportaje de Brockes continúa en la misma vena. Incluso si las palabras que se me atribuyen tienen algún parecido con la realidad, no me responsabilizo de ellas, a causa los contextos inventados en que aparecen.

En cuanto a las opiniones personales, interpretaciones y distorsiones de Brockes, creo que es libre de publicarlas, y yo, por supuesto, apoyo su derecho a que lo haga, por motivos que ella deja claro que no entiende.