Es muy particular lo que viene sucediendo con las «nuevas» dictaduras latinoamericanas. Sólo basta recordar el caso hondureño, donde después de un año de resistencia en las calles, peleando a brazo partido contra los usurpadores del poder, el campo popular terminó contabilizando numerosos muertos debido a las acciones represivas de policías y militares. Además, un […]
Es muy particular lo que viene sucediendo con las «nuevas» dictaduras latinoamericanas. Sólo basta recordar el caso hondureño, donde después de un año de resistencia en las calles, peleando a brazo partido contra los usurpadores del poder, el campo popular terminó contabilizando numerosos muertos debido a las acciones represivas de policías y militares. Además, un dictador le pasó la posta al otro, y para ello utilizó la tan ponderada «vía electoral», para facilitarle su acceso al gobierno. Así, se produjo el recambio entre Roberto Micheletti y Porfirio Lobo.
Hasta ese momento, los países de la región, capitaneados por UNASUR, habían boicoteado, ejemplarmente, al gobierno de facto. Sin embargo, cuando entraron a jugar los votos, en una elección amañada por las proscripciones y el fraude, se produjo el «milagro» de un súbito cambio en el perfil de los asesinos. De buenas a primeras, se levantaron las sanciones, y otra vez ingresaron al redil de la OEA, de donde habían sido separados por atentar contra la democracia. La «casa volvió a estar en orden», y las muertes selectivas de militantes populares continuaron en un lento pero doloroso goteo.
Ahora, en Paraguay, la historia vuelve a repetirse. Tras la masacre de campesinos en Curuguaty, sobrevino el derrocamiento de Fernando Lugo, un gobernante que durante todo su mandato no estuvo a la altura de los reclamos de los sectores empobrecidos que lo habían acompañado con su voto. Cayó sin pena ni gloria ni lucha, porque él mismo impuso esa impronta vergonzosa.
Así fue que otra vez la derecha se quedó con el gobierno, y abrió las puertas a un fascista «liberal auténtico» como Federico Franco, quien no dudó recientemente en declarar que la muerte de Hugo Chávez era un milagro para Latinoamérica. El mismo Franco preparó las condiciones (en eso la partidocracia es especialista) para muy pronto convalidar el arrebato ilegal por medio de comicios. En estos ardides, se luce desde siempre el partido Colorado, el mismo del fallecido dictador Adolfo Stroessner, que gobernó con mano dura durante más de 60 años. El candidato para blanquear la dictadura de Franco, se llama Horacio Cartes, empresario, banquero, propietario de un club de fútbol y con influencia notoria en los medios de comunicación, denunciado por relaciones con el narcotráfico y otros delitos varios, que le han hecho ganar el alias del «Berlusconi guaraní».
Durante toda la campaña electoral, los dos partidos en que se dividió la izquierda (el Frente Guasú, de Aníbal Carrillo, y Avanza País, de Mario Ferreiro) se cansaron en denunciar maniobras proscriptivas y fraudulentas de colorados y liberales, sin embargo la farsa electoral ya estaba «atada y bien atada», como diría el otro Franco, dictador español «por la gracia de Dios».
Ahora, como era previsible, la derecha colorada festeja el triunfo de Cartes con un 45% de votos frente a casi un 37% de liberales auténticos y poco menos del 5% de Avanza País. En medio del estallido de cohetes y bengalas, se consuma una vez más la «vía hondureña» para blanquear procesos dictatoriales y de esta manera asegurar la impunidad por los crímenes cometidos contra los que siempre ponen los muertos: los de abajo, sean obreros, campesinos o estudiantes. Pero lo que más llama la atención es el apuro que han demostrado ciertos presidentes y presidentas de la región para festejar la victoria del banquero Cartes, y convocarlo a que vuelva al Mercosur. Se acabaron las escasas sanciones aplicadas, y se olvidaron pronto los insultos proferidos por la derecha paraguaya contra sus pares latinoamericanos. Más aún, quedó en el pasado, casi como si no hubiera existido, el permanente boicot derechista a que Venezuela ingresara en el Mercosur. Ahora todas son caricias, franeleos y besitos al ganador. De los muertos de Curuguaty, de los presos y presas campesinas que sufren todo tipo de malos tratos en las cárceles-tumba paraguayas, ya nadie se acuerda en las cúpulas. Mucho menos de las promesas de ampliar el número de bases militares yanquis en territorio paraguayo, de la ley antiterrorista y de la continua censura de prensa, propiciada por dirigentes derechistas. Ganó Cartes, y con eso pareciera que alcanza para perdonar lo imperdonable.
Todo indica, que quienes estén pensando en repetir las experiencias hondureña y paraguaya en la región, lo tienen más que fácil. Sólo tendrán que soportar algunos regaños de compromiso en los primeros meses de la asonada, y luego vendrán los premios. ¿Quién entiende a estos demócratas?
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