El ministro José Mujica sigue insistiendo con su vieja tesis: la verdad sobre las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura sólo se conocerá cuando se hayan muerto sus principales agonistas, militares y militantes. El gobierno de Tabaré Vázquez parece a punto de demostrar que Mujica está equivocado en esta materia o, por lo […]
El ministro José Mujica sigue insistiendo con su vieja tesis: la verdad sobre las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura sólo se conocerá cuando se hayan muerto sus principales agonistas, militares y militantes. El gobierno de Tabaré Vázquez parece a punto de demostrar que Mujica está equivocado en esta materia o, por lo menos, que su tesis no debe interpretarse al pie de la letra. No sólo habrá verdad, sino también justicia, aunque seguramente al principio no se obtendrá toda la verdad ni se hará toda la justicia.
En los últimos veinte años Uruguay vivió, en una primera etapa, una recuperación económica y un mejoramiento de la situación social, pero después se inició un declive que concluyó, durante el gobierno de Jorge Batlle, en la peor situación en esas dos áreas que el país haya vivido en toda su historia y que se mantiene hasta hoy. En materia de derechos humanos la historia desde 1985 es muy diferente. Hubo sin duda varias etapas: un primer tramo que llevó a la aprobación de la ley de caducidad por el Parlamento, en diciembre de 1986; un segundo período de resistencia de la ciudadanía con la campaña por el referéndum contra esa ley, que culminó con la batalla perdida el 16 de abril de 1989. Le siguió un largo silencio provocado por un sentimiento de desánimo y descreimiento ciudadano, porque para las instituciones que tanto había costado restaurar la justicia ya no era un valor primordial.
En 1996 la gente se volcó nuevamente a la calle para protestar, en silencio y sin banderas partidarias, contra ese estado de cosas. La fecha y el nombre elegidos fueron una síntesis de ese reclamo de justicia: por algo se realizaban los 20 de mayo, en conmemoración por los asesinatos de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, William Whitelaw y Rosario Barredo, y se hacían por los desaparecidos, es decir por aquellos que fueron borrados del mapa por la dictadura y olvidados, por conveniencia o fuerza mayor -según de dónde se mire-, por los gobiernos surgidos de las urnas que la sucedieron.
Al principio las marchas parecían un rito anual sin mayores consecuencias, pero se fueron cargando cada vez más de significado y de incidencia, entre otras razones, porque fueron incorporando a nuevas generaciones de uruguayos que a través de ellas iban enterándose de una historia de la cual sólo conocían unos pocos cabos sueltos.
Con la asunción de Batlle como presidente hay un punto de inflexión, que inicia una cuarta etapa en esta historia. El 1 de marzo de 2000 Batlle proclama la necesidad de «sellar la paz» y sostiene que el único camino posible es el de buscar la verdad sobre los desaparecidos. Con ese objetivo se constituye la Comisión para la Paz, que nace, vive y emite sus conclusiones huérfana de recursos humanos, económicos y sobre todo de potestades para llegar a mejores resultados que los que obtuvo tras dos años y medio de funcionamiento. Para colmo, al principio de sus trabajos se produjo la muerte de uno de sus pilares fundamentales, Luis Pérez Aguirre.
Las expectativas que generó la comisión no se colmaron, sobre todo porque se apostó a que obtendría tanto éxito como la primera investigación que, iniciada por otras vías, fue confirmada por el presidente Batlle y anunciada con bombos y platillos en los primeros días de su gobierno: la localización de la nieta de Juan Gelman. El punto de inflexión incluyó el cambio de actitud de la prensa que, con escasas excepciones, había considerado tabú el tema de las desapariciones y los delitos de lesa humanidad.
Ya legalizada de hecho la información pública sobre esas cuestiones debieron transcurrir cinco años más -es decir veinte desde la restauración de las instituciones- para que Tabaré Vázquez, el primer presidente electo por una fuerza de izquierda, inaugurara la quinta etapa, la actual. Al asumir el cargo se comprometió a cumplir íntegramente y en forma estricta la ley de caducidad, a investigar a fondo la verdad y a buscar en los cuarteles, y donde fuere necesario, los restos de los desaparecidos. Han pasado desde entonces 150 días y si bien no hay, hasta ahora, resultados concretos -y a pesar de las maniobras de intoxicación informativa que inundan a muchos medios de comunicación-, todo apunta a que los habrá en muy breve plazo.
El 8 de agosto el comandante en jefe del Ejército, lejos de guardar las citaciones judiciales a militares en su caja fuerte para ponerse al frente de un desacato institucional, como ocurrió en 1986, entregará información al presidente. Seguramente no será completa ni abundante, pero el solo hecho de que exista implica un reconocimiento institucional de las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura. Los militares más retobados ya no resistirán con armas sus convocatorias a los juzgados y -con excepción de uno que huyó al exterior- concurrirán a las audiencias como cualquier hijo de vecino. La política de derechos humanos de Vázquez es, para algunos analistas como Luis Eduardo González, un éxito importante de su gobierno: «Se está manteniendo dentro de los límites de la ley. Podemos discutir alguna interpretación, pero sólo eso. Por otro lado, parece que las Fuerzas Armadas aceptan. Eso en cualquier lugar del mundo es un éxito y no veo por qué acá tendría que ser otra cosa», declaró González ayer, jueves, a Búsqueda. Algunos dirigentes oficialistas van un poco más lejos: es el mayor éxito del gobierno y, por lejos, el cambio más importante.
Desde la otra vereda, los partidos tradicionales marcan discrepancias interpretativas y políticas, pero reconocen la nueva situación y proclaman lo que, cuando estuvieron al frente del gobierno o participaron en él, jamás hicieron: ni la Convención del Partido Colorado ni el Directorio del Partido Nacional toleran ahora que los militares citados por la justicia no vayan a declarar, ni mucho menos que puedan refugiarse en unidades militares. Les exigen que acepten ser tratados como cualquier hijo de vecino: parece que por fin se hubieran convencido de que todos somos iguales ante la ley, de que no sólo existe la ley de caducidad y de que incluso ésta no es de goma.
Fueron gobiernos colorados y blancos -los de Julio María Sanguinetti, Luis Alberto Lacalle y Jorge Batlle- los que sostuvieron siempre que nada se podía hacer porque estaba en riesgo la institucionalidad. No era posible hacer las averiguaciones ordenadas por el artículo 4 de la ley de caducidad, votada por casi todo el pc y por medio pn, y mucho menos ingresar a dependencias militares para buscar enterramientos clandestinos.
Es innegable que, como dice Mujica, el tiempo es un gran gentilhombre. Quizás hacía falta que ya no estuvieran en posiciones de mando los viejos gorilas para que puedan iniciarse, finalmente, algunos juicios -incluidos el que examinará el golpe de Estado de Juan María Bordaberry, el delito más flagrante de la historia penal uruguaya, y casos tan emblemáticos como los asesinatos de Buenos Aires y el de María Claudia García- y para que puedan correrse ciertos velos sobre hechos que, no sólo los militares sino también muchos políticos, se empeñaron en ocultar. Lo que hacía falta, sobre todo, era un cambio de aire.