El holgado triunfo del candidato opositor Fernando Lugo en las elecciones presidenciales celebradas anteayer en Paraguay es un hecho histórico para ese país sudamericano, sumido en la pobreza, el atraso y la corrupción por longevas dictaduras y, desde 1989, por un grupo gobernante oligárquico, a pesar de la fachada democrática, y carente del menor sentido […]
El holgado triunfo del candidato opositor Fernando Lugo en las elecciones presidenciales celebradas anteayer en Paraguay es un hecho histórico para ese país sudamericano, sumido en la pobreza, el atraso y la corrupción por longevas dictaduras y, desde 1989, por un grupo gobernante oligárquico, a pesar de la fachada democrática, y carente del menor sentido de nación. Desde el Partido Colorado y sus ramificaciones, ese grupo ha ocupado el poder político y económico en forma ininterrumpida desde la guerra civil de 1947 y lo ha ejercido por medio tanto de regímenes castrenses de facto -el de Alfredo Stroessner duró de 1954 a 1989- como de presidentes civiles que han tolerado, propiciado o incluso protagonizado un sistemático saqueo de los fondos públicos: Juan Carlos Wasmosy, Raúl Cubas, Luis González Macchi y Nicanor Duarte Frutos.
El legado que deja el Partido Colorado es aterrador. Paraguay es, hoy, el segundo país más pobre de Sudamérica, después de Bolivia; su industrialización es prácticamente nula, la miseria y la marginación social alcanza grados exasperantes, la infraestructura y los servicios se encuentran en un subdesarrollo mucho más pronunciado que el de otras naciones latinoamericanas.
El candidato triunfante en los comicios de ayer, ex obispo de la diócesis de San Pedro, en la región más pobre del país, es uno de esos religiosos latinoamericanos con preocupaciones sociales a los que Joseph Ratzinger ha hostilizado, ya fuera desde la Congregación para la Doctrina de la Fe o desde la cabeza del papado, como Benedicto XVI. En marzo del año pasado Fernando Lugo pretendió renunciar a sus labores eclesiásticas para dedicarse de lleno a la oposición política, pero el Vaticano le rechazó la dimisión, sólo para suspenderlo ad divinis, unos meses más tarde, el propio Ratzinger.
Lugo representa el vasto descontento político, social y económico que recorre a Paraguay; un vasto y diverso conjunto de partidos políticos marginados por el oficialismo, así como organismos sindicales, sociales y culturales, confluyeron en la Alianza Patriótica para el Cambio (APC) para postular al ex obispo a la Presidencia.
El desafío que habrá de enfrentar es enorme, no sólo por las dimensiones del atraso paraguayo en casi todos los órdenes y por las inercias de un país que durante la mayor parte de su vida independiente ha sido gobernado por déspotas, por corruptos y por déspotas corruptos, sino también por la heterogeneidad ideológica y de intereses que subyace en las siglas de la APC, y que va desde sectores democristianos hasta grupos claramente definidos en la izquierda del espectro político.
Por otra parte, en el escenario continental, la inminente llegada de Lugo a la Presidencia de Paraguay consolida la tendencia latinoamericana a buscar modelos alternativos al asfixiante y depredador neoliberalismo oligárquico que aún gobierna en México, la mayor parte de Centroamérica, Colombia y Perú. Es posible que, con Lugo en la Presidencia, Paraguay experimente un acercamiento con su vecina Bolivia, con Venezuela y con Ecuador; por lo demás, para los gobiernos de Luiz Inacio Lula da Silva, Cristina Fernández y Michelle Bachelet, el ex obispo de San Pedro será un interlocutor mucho más sólido y confiable que sus predecesores.
Cabe felicitarse por su triunfo, que es una inequívoca victoria popular, y hacer votos por que su gestión consiga colocar a Paraguay en la dirección del desarrollo democrático, social y económico.