1) ¿Ve una posibilidad de eventual «vuelta» de gobiernos progresistas en Latinoamérica? ¿Qué implicancias o viabilidad tienen estos «modelos» hoy? ¿Se agotó el denominado ciclo progresista? Independientemente de que no cabría descartar un eventual «regreso» electoral de alguna expresión del progresismo en algunos países e inclusive, más allá de la continuidad de ciertos gobiernos (algunos […]
1) ¿Ve una posibilidad de eventual «vuelta» de gobiernos progresistas en Latinoamérica? ¿Qué implicancias o viabilidad tienen estos «modelos» hoy? ¿Se agotó el denominado ciclo progresista?
Independientemente de que no cabría descartar un eventual «regreso» electoral de alguna expresión del progresismo en algunos países e inclusive, más allá de la continuidad de ciertos gobiernos (algunos emblemáticos como el de Evo Morales en Bolivia, otros problemáticos como el de Maduro en Venezuela, y otros tenues o difusos como el del Frente Amplio en Uruguay), considero que el ciclo de los gobiernos progresistas en la región está definitivamente agotado; agotado y fracasado, al menos si hablamos de ellos en términos de sus posibilidades de generar o alentar condiciones de transformación de la dominación capitalista. En esos términos, estamos hablando de experiencias políticas absolutamente fallidas y caducas.
Reafirmando nuestra consideración de que tales gobiernos significaron la continuidad (y hasta la profundización) del neoliberalismo por otros medios, ese eventual regreso estaría más bien enmarcado en las condiciones de inaceptabilidad social y resistencia política a los gobiernos de ultra-derecha que se perfilan en la región, pero muy improbablemente constituyan de por sí una bisagra hacia verdaderas alternativas de cambio.
Por lo demás, no hay condiciones macroeconómicas (ni internas ni externas) para intentar cierta re-edición del programa de «crecimiento con inclusión social» que caracterizó a dicho ciclo. Se trata de un programa que dio muestras de resultar estructuralmente perjudicial e inviable.
La pretensión de ‘escapar’ de los males estructurales del capitalismo periférico-dependiente a partir de la profundización y aceleración de la matriz primario-exportadora -con el único matiz heterodoxo de una ‘gestión keynesiana’ de la renta extractivista-, se evidencia hoy a todas luces como un absurdo total; precisamente porque esa matriz extractivista es la marca de origen, el ADN constituyente y constitutivo de nuestra dependencia; la más profunda y pesada herencia colonial.
Más allá de la retórica propagandística, lejos de procesos de industrialización y recuperación de bases materiales para un desarrollo autónomo, durante el ciclo de los gobiernos progresistas asistimos a la intensificación de una dinámica de re-primarización, extranjerización y ultra-concentración de nuestras economías, lo que nos sumergió en escalones más profundos de integración subordinada y dependiente de la acumulación global.
Pretender ignorar los límites y los condicionamientos histórico-estructurales que el capitalismo implica e impone en las economías periférico-dependientes, me parece una ceguera difícil de entender, sobre todo en el siglo XXI, tras tanta inteligencia crítica acumulada por las luchas y las investigaciones sobre la naturaleza y dinámica de nuestras sociedades[1].
Ahora bien, más allá de los impedimentos económicos estructurales, hay que decir que el ciclo progresista está políticamente acabado (al menos, así debiéramos entenderlo). Me parece un total desvarío imaginar un proyecto pretendidamente transformador basado en la expansión del consumismo; confundir socialización y democratización con la ampliación del mercado de consumidores.
No se pueden seguir ignorando los efectos que el «crecimiento» tienen sobre la(s) subjetividad(es) y la conciencia colectiva. No se puede desconocer que el crecimiento -incluso, concediendo que haya sido impulsado por la expansión del consumo popular- significa, inexorablemente, la expansión de las relaciones y el imaginario capitalistas, la ampliación de las fronteras de la mercantilización; en definitiva, la profundización de la sujeción y subordinación de la reproducción social de la vida a los imperativos del capital.
Si algo debiéramos aprender del «ciclo progresista» es que ningún proyecto de cambio o de transformación social puede basarse en aspirar a un «capitalismo con rostro humano», a construir un «capitalismo nacional serio», basado en la progresiva redistribución igualitaria del ingreso, y suponer que eso permitiría expandir indefinidamente el número de ‘incluidos’ (incluidos en el sistema)…
Eso, a nuestro entender, es revivir la vieja fantasía desarrollista que sigue operando como núcleo duro de nuestra condición colonial, como la más difícil y desafiante barrera epistémica y política a superar, para realmente imaginar/proyectar los cambios emancipatorios que precisamos. Justamente, me parece que la frontera política entre un reformismo inconducente y estéril y las alternativas emancipatorias se sitúa entre la línea que separa las políticas de «inclusión», de las políticas de transición radical hacia otros paradigmas civilizatorios.
Necesitamos volver a pensar en términos de revolución y a aspirar a cambios revolucionarios. Pero eso implica también necesariamente revisar y re-conceptualizar la idea de revolución. Ésta no puede ya ser pensada como un proceso que se hace desde arriba, y que precisa primero «la toma del poder del Estado». Necesitamos imaginar el cambio revolucionario, como una profunda migración civilizatoria, que nos permita de-construir y abandonar el patrón de poder colonial-patriarcal-capitalista en el que, no ya sólo como pueblo o región, sino como especie, estamos sumidos. Un cambio que implica salirnos de las matrices antropocéntricas, productivistas, urbano-céntricas, de la modernidad/colonialidad hegemónica, a la que una vieja izquierda (y por cierto, el progresismo) sigue apegada.
2) ¿Qué caracterización hace del avance de gobiernos de derechas en los países de Nuestra América? ¿Se puede hablar de una crisis de esos proyectos en la región y/o del macrismo en la Argentina?
Lamentablemente creo que estamos frente a algo más grave que a un ciclo de gobiernos de ultra-derecha en la región. Las amenazas que afrontamos en este tiempo no se reducen apenas al arribo de personajes nefastos al gobierno (los Macri, los Duque, los Bolsonaro etc.) y a la aplicación de políticas abiertamente clasistas-racistas-patriarcales.
Más que una reacción conservadora desde los gobiernos, estamos ante a un fuerte proceso de fascistización social; una oleada de fascismo social que se extiende no sólo en la región sino también en el mundo (por lo menos, es muy evidente en los países del Norte Global).
Como expresión sintomática de la agudización de la crisis civilizatoria en la que estamos inmersos, producto de casi cinco décadas de neoliberalismo, nuestras sociedades están siendo atravesadas por un fuerte proceso de des-humanización y donde las brechas de (in)humanidad entre grupos de clase, de género, étnicos, religiosos se hacen cada vez más marcadas y violentas.
Podríamos decir que el fascismo social tiene que ver con una situación en la que las élites pueden producir una situación de amnesia colectiva sobre los medios (de violencia estructural) que las llevaron a acumular sus privilegios; cuando estos privilegios se ven como ‘mérito propio’, y no como la contracara del despojo de vastas mayorías. Entonces, cuando se invisibilizan los crímenes históricos en base a los cuales se edificaron esos privilegios, además de la impunidad, estos crímenes se naturalizan, se sedimentan en las instituciones, los imaginarios y los cuerpos.
Entonces, cuando eso pasa, las injusticias históricas dejan de ser vistas como tales, y pasan a (re)presentarse como posiciones ‘legítimamente ganadas’ por el «esfuerzo» o por el «mérito» propio. La difusión de la ideología meritocrática -por lo menos desde Malthus- alienta una concepción de la sociedad basado en la guerra competitiva de todos contra todos, el darwinismo social; en fin, un imaginario donde lxs despojadxs del mundo, ‘lxs débiles’, lxs incompetentes, resultan un lastre social. Ese imaginario es lo que llamamos propiamente fascismo social: esto legitima y habilita las políticas de «tolerancia cero», es decir, las políticas despiadadas y de crueldad absoluta contra los pobres, lxs desempleadxs, las mujeres, lxs migrantes, los pueblos originarios, las sexualidades disidentes, en fin, contra toda aquella identidad social que no se avenga a los requerimientos de ‘normalidad’ del sistema.
Ahora bien, por otro lado, no se puede desconocer que este momento está políticamente relacionado con la fase anterior, con los extravíos del ciclo progresista. Sintética y provocativamente podríamos enunciarlo así : «siembra (neo)extractivismo y cosecharás (neo)fascismo», en el sentido que la avanzada extractivista que protagonizaron los gobiernos progresistas -y en base a la cual se financió la expansión desigual del consumo- implicó no sólo la intensificación de la violencia y las políticas de despojo sobre los territorios, sino también el abandono (unilateral) de la lucha de clases. Los gobiernos progresistas asumieron la vía de la conciliación de clases, creyeron posible y/o necesario la articulación con una «burguesía nacional» y alentaron «el ascenso de las clases medias» supuestamente como vía para «sacar a los sectores populares de la pobreza».
La posterior caída de las cotizaciones de las commodities no sólo desnudó la insostenibilidad económica de esas políticas, sino también el carácter quimérico, ilusorio, de la promesa desarrollista. Las clases medias, las más propensas a aspirar los privilegios de las élites, están a la vanguardia de esta ola neofascista; sus frustraciones se expresan en términos de odio clasista, xenofobia, violencia machista, etc.
A ello, hay que agregar la fuerte avanzada del discurso reaccionario de ciertos credos sobre amplias capas de sectores populares, y el estado de desmovilización y/o fragmentación de los movimientos sociales y las organizaciones políticas más combativas. Todo esto configura un cuadro general muy complejo, en el que, por cierto, no cabría descartar posibles crisis de gobernabilidad de los gobiernos de ultraderecha vigentes (más bien, es un horizonte con altas probabilidades). En todo caso, ante el escenario dado, las salidas o alternativas que se pueden llegar a abrir, resultan absolutamente imprevisibles, y no necesariamente positivas.
3) ¿En Argentina, qué actores sociales y diferentes proyectos políticos aparecen como alternativas al macrismo?
Bueno, acá es necesario diferenciar las alternativas en el terreno electoral, de las que cabría señalar en el campo de los proyectos políticos que se vienen gestando en el campo popular y en la sociedad en su conjunto.
En el plano electoral, lamentablemente no veo opciones esperanzadoras. Veo más bien un panorama sombrío que se halla signado por la sobrevivencia fantasma[2] del ciclo progresista: como «fantasma populista» que tracciona el voto a la derecha[3], y como «fantasía desarrollista» que sigue ilusionando a ciertos sectores populares con un nostálgico retorno a las políticas expansivas, neo-keynesianas, como las aplicadas durante el ciclo 2002-2013, en la fase del boom de las commodities.
En esa polarización, el espectro de alternativas ideológico-políticas se estrecha hacia el centro y hacia la derecha, presentándose el progresismo como «de izquierda», lo cual nos deja entrampados entre una propuesta que promete y aspira a un «Estado social» gestionando mercado en expansión y una «sociedad de consumo de masas» frente a lo que se ve como la configuración de un Estado penal sosteniendo a sangre y fuego la brecha de (in)humanidad entre apropiadores y despojados.
En estos tiempos, de neoliberalismo recargado, el debate electoral está viciado por lo que entendemos como una errónea conceptualización del mismo que lo concibe apenas como un tipo de políticas económicas y de gestión gubernamental centrado en la dualidad Estado vs. Mercado, políticas keynesianas vs. políticas de ajuste, etc.
Mientras, en tanto fase histórico-estructural de la acumulación capitalista global, el neoliberalismo avanza independientemente de los ciclos recesivos o expansivos, en su voraz híper-mercantilización de la vida y de las relaciones sociales. En ese marco, lo «más promisorio» que electoralmente pudiera pasar es que se lograra articular una expresión lo más amplia posible de una izquierda popular y anti-capitalista pasible de captar y canalizar el creciente estado de asfixia económica y frustración política de los sectores populares. Pero eso, por ahora, es una expresión de deseo más que una probabilidad fáctica.
Ahora bien, más allá de lo electoral, no se puede desconocer la potencia crítica y transformadora de ciertos movimientos sociales y populares emergentes en el escenario reciente. Me refiero en particular, a la irrupción de la gran oleada feminista que desde el Movimiento Ni Un Menos, hasta las movilizaciones por la legalización del aborto, están poniendo en cuestión un pilar clave del sistema, como el régimen patriarcal.
Junto a los feminismos, las diferentes expresiones del ecologismo popular, las organizaciones de trabajadorxs desocupadxs y de la economía social, las entidades campesinas y de pueblos originarios, constituyen las insoslayables bases sociales de cualquier alternativa popular al macrismo, pero también a las versiones probables del progresismo. Más allá de que se logre fraguar (o no) un frente electoral alternativo, en todo caso hay un proceso de acumulación de experiencias de resistencia que oficiará como un contrapoder condicionará el margen de maniobra de éste o futuros gobiernos.
4) ¿Con qué ejes políticos y con quienes debería articularse el movimiento popular para enfrentar a la derecha y poner en pie una alternativa anticapitalista? ¿Podría mencionar medidas y/o propuestas concretas?
Me parece que la potencia política de los sectores populares organizados está en última instancia proporcionalmente relacionada con su autonomía y su creatividad. Desde ese lugar, creo que hay una diversidad de movimientos sociales y populares que han venido construyendo una agenda política realmente valiosa en términos de su radicalidad transformativa.
Creo que estos movimientos -a diferencia de las opciones partidarias tanto progresistas como de la izquierda clásica- vienen haciendo aportes sustantivos en la prefiguración de un horizonte post-capitalista, post-colonial y post-patriarcal. En ese sentido hay todo un nuevo lenguaje que se ha venido construyendo y un nuevo imaginario en gestación que parte precisamente de la profunda convicción de la crisis terminal y el fracaso rotundo del modelo civilizatorio de «Occidente»; de la necesidad de trascender el horizonte antropocéntrico, productivista, individualista, desarrollista, urbano-industrialista que desde el sistema se nos presenta como el único horizonte deseable de «bienestar» y de «progreso».
Si algo tienen en común los feminismos comunitarios latinoamericanos, con las perspectivas del ecologismo popular, las cosmovisiones originarias y campesinas y el ethos de la economía popular, es su convergencia en un horizonte post-desarrollista; el abandono de la idea acrítica de una economía en permanente expansión y de crecimiento infinito, y la revalorización de las economías del cuidado, de la reproducción de la vida, de valorización de las relaciones vitales y de las capacidades humanas; las ideas de sustentabilidad y de cultivo de la socio-biodiversidad y el valor clave del trabajo libre y de la producción social en manos de trabajadorxs libremente asociadxs.
Todo ese imaginario va a contrapelo de las ideas progresistas (y aún de las izquierdas ortodoxas) que tienen como horizonte la «redistribución de la riqueza»; acá estamos ante una gramática que presupone un cambio radical en el sentido social de la riqueza. Las ideas de Buen Vivir, de Derechos de la Naturaleza, de Plurinacionalidad, de Justicia Integral (étnica, genérica, generacional) son algunos de los postulados que tienen un sentido orientativo fundamental en esa transición civilizatoria.
Y eso no queda así en un nivel metafísico, pues se ha ido encarnando/territorializando en prácticas concretas que tienen que ver con la producción autogestiva, la defensa de los territorios, la consolidación y ampliación de la agroecología y de desarrollo de las tecnologías sustentables, la estructuración de economías locales y de movimientos en pos de la soberanía alimentaria, la democracia energética y la justicia hídrica y climática.
Esos principios, valores ético-políticos que desde las prácticas de re-existencia de nuestros pueblos se han ido gestando, nos parecen los criterios más valiosos que tenemos como orientación hacia un caminar que procura realmente trascender el actual régimen de dominación capitalista-colonial-patriarcal. Esos, a mi modesto entender, deberían ser los ejes fundamentales a no perder de vista en todo proceso de articulación política y construcción colectiva.
5) ¿Qué rol juega la institucionalidad democrática actual en la construcción de alternativas populares?
Es claro que esa institucionalidad, la del constitucionalismo republicano y representativo ha sido diseñado ab initio para restringir las concepciones más radicales de la democracia, para enmarañar y/o limitar en todo caso el ejercicio de la soberanía popular. A esas limitaciones de origen, se han ido sumando un conjunto de factores y problemas harto conocidos[4] que en términos agregados dan como ‘resultado’ no sólo la configuración de modos de gobierno que distan muchísimo de responder a la «voluntad de las mayorías», sino que más aún están en la raíz de la profunda crisis de legitimidad del sistema y en la ‘despolitización’ de amplios sectores.
Con ello, es claro que esta institucionalidad política constituye un pesado lastre que funciona más como obstáculo que como facilitador de las alternativas populares, emancipatorias, y que avanzar en esa dirección requerirá inexorablemente cambios radicales en las instituciones y en lo que se entienda como sistema de gobierno (cambios que, por cierto, incluyen una transformación sustancial de la forma Estado).
Sin embargo, no podemos desconocer que estamos en un momento muy complicado, en el que las propias limitaciones de la democracia liberal están siendo amenazadas y degradadas. Como en otros momentos de la historia, queda claro que el capitalismo impone un techo taxativo a las aspiraciones de la soberanía popular, pero ni siquiera es capaz de garantizar un piso mínimo de la formalidad democrática: en tiempos de crisis, hasta esa definición minimalista, procedimental, de la democracia se ve amenazada y puede ser suprimida.
Este escenario nos pone a la defensiva, en la necesidad de resistir los intentos en curso de perforar más aún el piso de derechos y garantías, aún siendo conscientes de lo extremadamente insuficiente de ese piso. Nos pone -a mi modesto entender- en la necesidad de no descuidar el campo de batallas de lo electoral y del sistema de representación y o pero, al mismo tiempo, no perder de vista que el propio campo de acumulación política pasa por esos otros espacios de construcción de autonomías, imaginarios, territorios/cuerpos practicantes de regímenes otros de relaciones, modos de vida radicalmente alternativas.
Esto último es lo que me parece central. Pues, estamos ante una situación en la que afrontamos la avanzada de una nueva derecha, de una derecha envalentonada, masificada y radicalizada, con las matrices de una vieja izquierda (me refiero a las opciones político-electorales); una izquierda desconcertada y desorientada, que ha perdido la capacidad para ofrecer un horizonte de futuro. Ante ese vacío, es clave la construcción en marcha de las re-existencias desde abajo.
Cabe resaltar también lo de «problemas estructurales», pues como queda claro en los análisis de autores tan disímiles como Raúl Prebisch, Gino Germani, Cardoso y Faletto, o Florestán Fernandes, Theotonio Dos Santos, Marini, González Casanova, etc., los modelos primario-exportadores no sólo implican limitaciones macroeconómicas, sino que también están en la base del carácter oligárquico de los regímenes políticos, las estructuras de clases tan desiguales y los fenómenos del autoritarismo, el racismo y el colonialismo interno.