Por sus dimensiones, tal vez, Uruguay ha resultado asiento de una serie de abordajes y proyectos altamente significativos que encontraron terreno fértil en el descalabro sufrido por «el paisito» con la crisis económica posterior a la segunda posguerra, la emigración y la dictadura cìvico-militar de los ’70-’80. Uruguay tiene una cualidad que el tiempo de […]
Por sus dimensiones, tal vez, Uruguay ha resultado asiento de una serie de abordajes y proyectos altamente significativos que encontraron terreno fértil en el descalabro sufrido por «el paisito» con la crisis económica posterior a la segunda posguerra, la emigración y la dictadura cìvico-militar de los ’70-’80.
Uruguay tiene una cualidad que el tiempo de la dictadura parece haber exacerbado -«Uruguay; ámalo o déjalo»−; la enorme sangría que Uruguay vivió desde la década del ’60 y que significó la pérdida o el extravío de un caudal poblacional enorme (grosso modo, medio millón de seres humanos en un país con poco más de dos millones y medio de habitantes…), y primordialmente jóvenes. Como decía Carlos Quijano, hablando de ellos, en el entierro, el encierro o el destierro. En este último «rubro», el caudal abrumadoramente mayor. El país quedó sin carpinteros, sin tapiceros, sin docentes, sin imprenteros, sin albañiles especializados, es decir con muchos menos carpinteros, tapiceros, docentes, imprenteros, albañiles especializados de los necesarios para la actividad cotidiana.
El país quedó como vaciado. El mantenimiento de tantas funciones que hacen a la calidad de vida se resintió. La ciudad estuvo abandonada como pocas veces antes, la tugurización campeó a sus anchas en los despojos.
Mientras el país sufría esas sangrías, el mundo se estaba globocolonizando en un proceso de transnacionalización creciente que descargaba en cada realidad «nacional» asentamientos económicos (e ideológicos) supranacionales.
En esas condiciones también algunas organizaciones de tipo más ideológico que tradicionalmente empresarial sentaron sus reales en el país. Atraídos, sin duda.
1. Es el tiempo en que los moonies se compraron «medio Uruguay». Terrenos concesionados o «algo por el estilo» en el Parque Roosevelt; la principal empresa de transporte interno del país, ONDA, el principal hotel de entonces, el Victoria Plaza, se hicieron territorios de la secta Moon.
2. Es también el tiempo del florecimiento de unas cuantas iglesias «protestantes», como los nazarenos, los neoapostólicos, los pentecostales, los universales y un largo etcétera que generalmente provienen de la fábrica de fe que irradia EE.UU.
3. Otro proyecto que indudablemente se emplaza en el país como cabecera de puente para su expansión es el Opus Dei con su Universidad de Montevideo, el antro universitario mejor equipado al momento de su implantación, 1986. Esto es peculiar, puesto que Uruguay debió ser unos de los estados menos clericales del siglo XX latinoamericano. Pero el proyecto de inserción existe. Y por las inversiones a la vista, hay que reconocerle importancia.
4. Uruguay tuvo cierta relevancia en la creación del Estado de Israel. La delegación uruguaya formó parte de la comisión de la ONU, ya por entonces marcadamente satelizada a la geopolítica de EE.UU., que le dará el visto bueno al establecimiento de un estado, sionista, sobre el sajado territorio palestino, convertido en plena posguerra en materia colonizable.
Junto con ese papel que reflejaba o creía reflejar el apoyo a las víctimas judías del nazismo, Uruguay tuvo otro rasgo que lo distingue de los demás estados del Cono Sur americano, y es que no albergó grandes contingentes de nazis más o menos fugados y protegidos que anidaron en Bolivia, Paraguay, Argentina, Brasil (en el caso de Chile, había una significativa colonia alemana anterior al nazismo, que se plegó, no sabemos si totalmente pero sí mayoritariamente, al proyecto del Tercer Reich).
Estas peculiaridades hicieron del Uruguay un asiento ideal para inmigrantes de origen judío que, como en Argentina con el surgimiento del Estado de Israel, desplazó sus preferencias de lo judío a lo sionista o mejor dicho de lo judío a lo judío sionista.
No hay que extrañarse que con el paso del tiempo y el strip-tease que se ha ido generando con el trato, infame trato, de las poblaciones autóctonas por parte de la estructura del estado sionista, mientras van surgiendo un poco en todas partes las voces de resistencia y repudio ante el racismo apenas velado del estado israelí, y sus políticas de rapiña, ahogo, maltrato y abuso sobre los despojados palestinos, el aparato ideológico político sionista se aferre a los privilegios conseguidos, mediante campañas de imagen, diccionarios de argumentaciones, [1] etcétera. Fungiendo como el portaaviones de EE.UU. en el Cercano Oriente, aunque uno se vaya dando cuenta cada vez más que el puesto de mando de la entente EE.UU.-Israel no está en Washington sino en Tel-Aviv. [2]
Tales campañas destinadas por los núcleos ideológicos del sionismo y el Estado de Israel a contrarrestar el malestar que genera muchas de sus acciones como elenco opresor en el territorio en disputa también han alcanzado al Uruguay. Se espera que «el paisito» siga asegurando el apoyo que tradicionalmente ha ofrecido a Israel.
Es en ese marco que entendemos la aparición de «Proyecto Shoá», [3] que no es sino el intento de dominio ideológico sobre la población joven uruguaya articulado sobre una causa aparentemente objetiva, inexcusable, empática. ¿Quién va a estar en contra de condenar la matanza generalizada y sistemática de judíos que los nazis llevaron adelante durante la Segunda Guerra Mundial?
¿Por qué entonces no ver Proyecto Shoá como eso, como la defensa de la vida ante el arrasamiento de ella por los personeros del nazismo?
Porque apenas analizándolo, es fácil darse cuenta que Proyecto Shoá es un apéndice de la política del Estado de Israel que ha demostrado ser un despiadado proyecto colonial y supremacista.
Los nazis asesinaron sistemáticamente una cantidad desconocida de gitanos, judíos, eslavos, minusválidos, homosexuales, anarquistas, comunistas, cristianos, socialistas… y no pudieron «hacer números» con los negros porque en los ’40 estaban todavía bastante fuera de su alcance. Se habla de unos 11 millones de asesinados. La mitad, judíos.
Si lo que repudiamos son tales políticas genocidas, ¿por qué limitarnos a la peripecia judía? La razón por la cual se conoce sobre todo la matanza operada sobre judíos responde a que es de lo que más ha hablado la prensa, el cine, la televisión y en general los medios de incomunicación de masas.
Se trata de un fenómeno similar al adueñamiento emocional que ha pasado en el cine con las víctimas estadounidenses de la 2ª. GM. Murieron en esa guerra unos 400 000 soldados estadounidenses (ningún civil, bien lejos de los campos de batalla). De la Unión Soviética se estima que murieron unos 13 millones de soldados, amén de varios millones de civiles asesinados con el arrasamiento de las tierras «rusas» (entonces soviéticas). Pocos atendemos en Occidente a los 15 ó 20 millones de muertos «rusos», pero sí conocemos al dedillo, por Hollywood, la epopeya de los estadounidenses… Al margen de los números que son distintos en un caso y otro, la formación de los imaginarios sociales respectivos es similar.
Sorprende saber, por ejemplo, que durante los primeros quince de posguerra, Israel no buscó ni un solo nazi: [4] su resonancia mediática ha sido tan intensa desde entonces, que uno imagina que Israel o sus servicios siempre estuvieron abocados a esa tarea.
Si se tratara de abordar con los jóvenes uruguayos las cuestiones del racismo, el maltrato, el abuso, la intolerancia y las políticas genocidas, tan a menudo empleadas (¿qué son las políticas de arrasamiento de Iraq, de Serbia, de Guatemala, de Timor Oriental, las aplicadas al Congo, a Rwanda?), ¿por qué dedicarse exclusivamente a la Shoá? ¿Por qué no a las matanzas de charrúas de principios del s. XIX?
Hay una razón que nuestras almas buenas sionistas se apresurarán a invocar: que la shoá tiene un alcance y una hondura estremecedora en su monstruosidad, exclusiva. Pero eso tampoco se sostiene. El arrasamiento de casi todas las etnias y naciones americanas precolombinas fue tan brutal y abarcativo, que sobrepasa con mucho en número a las atrocidades nazis. Y sin duda pasa lo mismo con el infame negocio descargado como un flagelo continental sobre el África negra, por cierto que también aprovechado por diversos reinos africanos costeros pero dinamizado por las formas de explotación de tierras nuevas (para los europeos) que constituyó una matanza sistemática de decenas de millones de seres humanos.
Pero lo que pasa es lo que dice prístinamente una becada permanente de los servicios de propaganda israelí, la catalana Pilar Rahola:
«Cuando se violenta, insulta o mata a un judío por ser judío, toda nuestra civilización es violentada» (El País, Montevideo, 19 feb 2015).
La sensibilidad «humanista» de Rahola parece abarcar únicamente a los judíos. Es lo que se llama ser un buen funcionario de RR.PP. Uno bien podría preguntarse qué sucede «cuando se violenta, insulta o mata» a un irlandés por ser irlandés, a un qom por su condición de qom, a un nicaragüense por su condición de nicaragüense… o a un palestino, que es miembro, precisamente del pueblo que ha habitado milenariamente el territorio que algunos judíos pretenden haberlo recibido por una escrituración divina y milenaria (aunque no se conoce el escribano que habría refrendado esa transacción).
Es entonces el exclusivismo del reconocimiento o la visualización de la shoá lo que revela la noción de pueblo elegido, la idea de supremacismo tan característica del sionismo: solo quienes se sienten infinitamente superiores pueden atreverse a maltratar tanto a los demás (que son, empero, seres humanos). Es lo que conocemos de las peores aristocracias tratando a la servidumbre, de los blancos racistas sudafricanos tratando a los natives, de las campañas del KKK para «poner en su sitio» a los negros (que habían sido precisamente sacados de su sitio por los esclavistas… blancos), de los nazis tratando a disidentes…
Evan Goldstein [5] lo plantea sin ambages:
«Es la hora de dejar que el Holocausto sea historia. Que no significa olvidarlo, ciertamente, sino recordarlo como pasado, como realmente corresponde. Es sin duda parte de nuestra historia (¿junto con la de tantos otros?), pero debe ser eso; historia y no un símbolo ahistórico del mal radical que reclamamos como nuestro y desplegamos contra quienes cuestionan la política de identidad judía.»
El Proyecto Shoá plantea una exclusividad que revela el ombliguismo ideológico de sus mentores. Lo expresa claramente Peter Novick, estadounidense, historiador de origen judío: «Invocar la unicidad y la incomparabilidad que rodea al Holocausto […] promueve la evasión de responsabilidad moral e histórica.» (cit. p. Evan Goldstein, «Who owns the Holocaust?»).
Por suerte hay judíos que rechazan ese «gratificante» ombliguismo. Y lo más esperanzador, ese número aumenta, muy lentamente, pero aumenta.
Notas
[1] Luego del atroz ataque a la población de la Franja de Gaza a fines de 2008 y comienzos de 2009, con miles de muertos y heridos palestinos, los aparatos ideológicos de Israel emitieron diversas armas ideológicas para compensar el zafarrancho; por ejemplo, el Global Language Dictionary. The Israel Project’s 2009.
[2] Lo que pasó el 3 de marzo con Netanyahu hablando en el Congreso de EE.UU. contra la opinión de Obama es una prueba, apenas la última.
[3] La presentación de P.S. hecha por Ana Jerozolimski («Proyecto Shoá: en pro de toda la sociedad uruguaya») nos cuenta cómo se desarrolla en diversos liceos del país, amparado en los pliegues del estado nacional y de la intendencia de Montevideo; nos informa de quiénes son los directores ejecutivos, los cargos que ocupan en el estado uruguayo y en la ORT, nos señala que entre sus integrantes hay una licenciada en «Comunicación Corporativa». Lo que no sabemos, eso sí, es su origen, quién decidió el proyecto, dónde, cuándo. Apenas nos cuenta que «nació de jóvenes». Enternecedor.
[4] Gaby Weber, Los expedientes Eichmann, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2013, p. 182.
[5] http://newvoices.org/2015/03/10/who -owns-the-holocaust/
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