La enumeración de las atrocidades cometidas en los últimos tiempos contra los pueblos y la naturaleza para salvaguardar el sistema capitalista ocuparían todas las páginas de este diario. Quisiéramos detenernos en una, de gran actualidad ante la inminencia de las elecciones presidenciales en Estados Unidos y la votación que días atrás tuvo lugar en la […]
La enumeración de las atrocidades cometidas en los últimos tiempos contra los pueblos y la naturaleza para salvaguardar el sistema capitalista ocuparían todas las páginas de este diario. Quisiéramos detenernos en una, de gran actualidad ante la inminencia de las elecciones presidenciales en Estados Unidos y la votación que días atrás tuvo lugar en la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde 185 de los 192 países miembros aprobaron, por decimoséptima vez, una resolución exigiendo poner fin al bloqueo iniciado hace cuarenta y seis años en contra de Cuba. En diecisiete oportunidades Washington ignoró olímpicamente las recomendaciones, prácticamente unánimes, de la comunidad internacional. Y todavía tiene el descaro de arrogarse la misión de diseminar la justicia y la libertad a lo largo y a lo ancho del planeta.
No se conocen antecedentes de un repudio tan universal a las políticas del imperio, acompañado en la defensa de sus fechorías tan sólo por Israel (su Estado-cliente y gendarme regional en Medio Oriente) y Palau. Merece una digresión el caso de este micro-Estado que, según informa el sitio web de la CIA, es conjunto de islitas de 451 km cuadrados con una población de 21.093 habitantes. Es un país «independiente», que vota en la ONU y se alinea con la Casa Blanca, razón por la cual seguramente será caracterizado por sus publicistas como una sólida y vibrante democracia.
No parece molestar a Washington en este caso el tema del partido único, recurrentemente utilizado para criticar a Cuba, porque en este baluarte de las libertades del lejano Pacífico sencillamente no existen partidos políticos, según lo informa también la CIA. No es que sólo hay uno y eso es malo; no hay ninguno, pero en este caso eso es bueno y no provocan el desvelo que a la inefable Condoleezza Rice le produce la débil arquitectura institucional del sistema político en Venezuela o Bolivia. Tampoco lo hace el hecho de que en Arabia Saudita, gran amigo de Washington, los partidos políticos estén prohibidos. De todos modos, estos son detalles nimios que, en el caso de Palau, se compensan con largueza cuando se recuerda que ese protectorado del Tío Sam firmó un Tratado de Libre Asociación con Estados Unidos que lo convierte de facto en una colonia, pero una de un tipo muy especial. Puede sentarse en la Asamblea General para votar a favor de sus amos, y opinar y proponer resoluciones sobre asuntos de interés mundial.
No tuvo la misma suerte Puerto Rico, que Washington se preocupó desde la misma fundación de la ONU para incluir a ese botín de guerra en la lista de Territorios No Autónomos y, por lo tanto, inhabilitados para integrarse a la ONU. Sus cuatro millones de habitantes, más otros tantos que residen en Estados Unidos, no pueden opinar sobre ningún asunto. Los de Palau sí.
Afortunadamente en esta ocasión, las Islas Marshall, que la propia CIA describe como un simple «testing ground» (banco de prueba) de la cohetería del Pentágono -algo que hasta hace poco también hacían en la Isla puertorriqueña de Vieques- , y Micronesia decidieron desobedecer las órdenes de la Casa Blanca y se abstuvieron de votar en contra de Cuba.
Decíamos putrefacción moral porque no hay otra forma de calificar el pertinaz sostenimiento de un bloqueo durante casi medio siglo, ¡caso único en la historia de la humanidad!, que es en realidad un prolongado escarmiento propinado a Cuba por haberse animado a luchar por su verdadera independencia. Un castigo ejemplarizador, de esos que los esclavistas y los «conquistadores» de España y Portugal aplicaban con total sadismo a los que tenían la osadía de pretender liberarse de sus cadenas. Otras potencias colonialistas no se quedaron atrás en este torneo de infamias y oprobios. Francia, sin ir más lejos, impuso a la joya de sus colonias en el Caribe, Haití, en 1825, el pago de una enorme indemnización (equivalente a unos 21 mil millones de dólares de hoy) por los «perjuicios» ocasionados a los latifundistas franceses por su independencia. Además estableció, previo envío de una flotilla de cañoneras, un tributo del 50 por ciento a todos los bienes que entrasen o saliesen de ese desafortunado país, la primera república al Sur del Río Bravo. Esta deuda desangró al país: se terminó de pagar en 1947. Después de más de un siglo de saqueo «legalizado» y avalado por los campeones mundiales de la libertad, la democracia y la justicia la que había sido una de las islas más ricas del Caribe quedó sumida en la miseria más absoluta.
Pero Cuba no pudo ser igualmente doblegada, y eso no se perdona. Es un pésimo ejemplo que debe erradicarse de la faz de la Tierra. Ahí están Venezuela, Bolivia y Ecuador para demostrar la malignidad del contagio. Y los otros gobiernos, que sin haberse infectado con el virus de la autodeterminación y la dignidad nacional, coquetean con los rebeldes.
Ni aun la fenomenal devastación producida por dos gigantescos huracanes hizo que Estados Unidos pusiera temporalmente entre paréntesis su criminal política para honrar los valores humanistas y solidarios sobre los cuales, dicen, se funda la sociedad norteamericana. Tal como lo declarara el canciller Pérez Roque en la ONU, el saldo de este desastre fue de «más de 500 mil viviendas y miles de escuelas e instituciones de salud afectadas, un tercio del área cultivada devastada y una severa destrucción de la infraestructura eléctrica y de comunicaciones, entre otros daños».
Su reconstrucción, una empresa humanitaria por definición, se vería enormemente facilitada si la Casa Blanca tuviera todavía un pequeño resto de nobleza y moralidad y permitiera a La Habana adquirir los bienes que necesita en Estados Unidos. Pero es inútil: no lo tiene. La Revolución no quiere regalos; quiere comerciar, pagando en efectivo y por adelantado sus compras, lo que favorecería a empresarios y trabajadores de ese país y ayudaría a revitalizar, aunque sea en pequeño grado, una economía que ya se despeña hacia la recesión.
Pero ni eso admite la Casa Blanca. De ahí que sea sólo lógico hablar de la podredumbre moral en que se revuelcan sus ocupantes. Una administración que ya demostró su total insensibilidad y colosal ineptitud (aparte de un mal disimulado racismo) ante el flagelo que el Katrina provocó entre los suyos en New Orleáns. Una degradación moral que, para colmo, se combina con la inaudita estupidez de la pandilla reaccionaria que en estos días manda en Washington y que acelera el hundimiento del país en toda clase de pantanos de los cuales no saldrá indemne: Afganistán, Irak, Medio Oriente y, ahora, el estallido de la fenomenal burbuja financiera alentada por esa gente a lo largo de tantos años. De este modo, Cuba deberá adquirir en tierras lejanas bienes que, por el bloqueo y los fletes, terminan siendo carísimos. Será todo más difícil, pero la Revolución Cubana ha dado repetidas muestras de no arredrarse ante la adversidad ni ser vencida por ella. Ahora tendrá la oportunidad de demostrarlo una vez más. Y para ello contará con la solidaridad del mundo entero, excepto ese trío despreciable y rufianesco que votó en su contra en la ONU.
* Una versión más abreviada de esta nota se publicó el día 31 de Octubre del 2008 en Página/12, de Buenos Aires.