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Los talibanes tal como son

¿Quiénes son exactamente los insurgentes afganos?

Fuentes: TomDispatch/The Nation

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Introducción del editor de TomDispatch, Tom Engelhardt

    Anand Gopal: los talibanes tal como son

    Precisamente cuando la presidencia futura de Obama aceleraba para presentar su nuevo «equipo» de seguridad nacional y reformular la política de EE.UU. en Afganistán y las regiones fronterizas paquistaníes, la Guerra Afgana aumentó de intensidad – y no porque haya habido otro ataque con misiles de un avión teledirigido estadounidense en las tierras tribales fronterizas de Pakistán, o porque hayan muerto aún más civiles en operaciones militares de EE.UU., o incluso porque ataques de «los talibanes» hayan vuelto a llegar a nuevos extremos.

    No, la agudización ocurrió en Bombay [Mumbai], India, donde los planificadores de la orgía asesina de un grupo de combatientes cachemiríes decidieron que sería ventajoso provocar un buen enfrentamiento a la antigua entre las dos nerviosas potencias nucleares del subcontinente. Una operación de precisión que se las arregló para masacrar a casi todo el que estaba a la vista (incluyendo a musulmanes indios) amenaza ahora con cambiar la naturaleza de la Guerra Afgana, aumentar la presión del conflicto en Cachemira, y enredar a la región en una catástrofe aún más amplia, terminando con un período de alivio de tensiones entre India y Pakistán. Pakistán ya amenaza con transferir hasta 100.000 soldados de las tierras fronterizas con Afganistán a la frontera india.

    Como escribió Paul Woodward del sitio en la Red War in Context: «Lo que vimos fue una jugada importante en el tablero de ajedrez de política exterior del presidente electo Obama incluso antes de que haya tenido la oportunidad de tocar alguna de las piezas.» Tony Karon capturó la esencia del momento político general de esta manera: «Provocar a India no sólo realinearía los intereses de los militares paquistaníes y de los islamistas, amenazaría los esfuerzos de EE.UU. de reorientar a los militares paquistaníes hacia la contrainsurgencia interior, y para mediar un acercamiento más profundo con India – algo que analistas de EE.UU. consideran crucial para resolver el conflicto en Afganistán.»

    En otras palabras, la guerra en Afganistán que ya está en expansión – las rutas de suministro estadounidenses a través del Paso Khyber, por ejemplo, han sido puestas en peligro recientemente – se acaba de expandir un poco (o tal vez mucho) más. Es un recuerdo aleccionador de un mundo que puede estar fuera del control de cualquier equipo nacional de seguridad. E incluso mientras esto ocurre, lo que aquí sabemos sobre «el otro lado» en Afganistán, conocidos generalmente como «los talibanes,» es ciertamente poco. Por suerte, Anand Gopal, corresponsal del Christian Science Monitor, presenta su segundo vívido reportaje para TomDispatch, una mirada en el terreno sobre quienes son realmente los talibanes – «un movimiento escurridizo que se transforma de distrito a distrito.» Este oportuno artículo representa un proyecto conjunto de TomDispatch.com y de Nation Magazine, donde aparece una versión impresa más breve. Tom

Si hay un lugar exacto que marque los fracasos de Occidente en Afganistán, es el modesto punto de control policial ubicado en la carretera principal a 20 minutos al sur de Kabul. El puesto indica el borde de la capital, una ciudad en una tensión espectacular, con muros de protección contra explosiones, y tráfico paralizado. Más allá de ese punto, los edificios polvorientos, bajos, y las estrechas calles de Kabul ceden el paso a una vasta planicie de serenas tierras agrícolas enmarcadas por arenosas montañas. En este valle en la provincia Logar, el gobierno de Afganistán respaldado por los estadounidenses ha dejado de existir.

En lugar de funcionarios gubernamentales, hombres con enlodados turbantes negros y rifles de asalto en bandolera patrullan la carretera, buscando ladrones y «espías». La carcasa carbonizada de un camión cisterna, que debía entregar combustible a las fuerzas internacionales más al sur, yace boca arriba al borde de la ruta.

La policía dice que no se atreve a entrar a esos distritos, especialmente de noche cuando los guerrilleros dominan las carreteras. En algunas partes del sur y del este del país, los insurgentes incluso han establecido su propio gobierno, que llaman el Emirato Islámico de Afganistán (nombre del antiguo gobierno talibán). Imparten justicia en improvisados tribunales sharia. Resuelven disputas por tierras entre aldeanos. Dictan los planes de estudio en las escuelas.

Hace sólo tres años, el gobierno central todavía controlaba las provincias cercanas a Kabul. Pero años de mala administración, criminalidad rampante, y crecientes víctimas civiles han llevado a una espectacular resurrección de los talibanes, y de otros grupos relacionados. Hoy en día, el Emirato Islámico tiene el control de facto de grandes partes del sur y del este del país. Según ACBAR, organización que representa a más de 100 agencias de ayuda, los ataques de los insurgentes han aumentado en un 50% en el pasado año. Soldados extranjeros mueren ahora a un ritmo mayor que en Iraq.

El incipiente desastre lleva al gobierno afgano del presidente Hamid Karzai y a protagonistas internacionales a hablar abiertamente de negociaciones con sectores de la insurgencia.

Los nuevos talibanes nacionalistas

¿Quiénes son exactamente los insurgentes afganos? Todo ataque suicida y secuestro es usualmente atribuido a «los talibanes.» En realidad, sin embargo, la insurgencia está lejos de ser monolítica. Por cierto, existen los mullahs de ojos sombríos e intensos, y los estudiantes de religión meneando sus cabezas. Pero también están los estudiantes universitarios eruditos, pobre campesinos analfabetos, y veteranos comandantes antisoviéticos. El movimiento es una mezcla de nacionalistas, islamistas, y bandidos que se reparten incómodamente en tres o cuatro facciones principales. Las facciones en sí están compuestas de comandantes en competencia, con diferentes ideologías y estrategias, quienes sin embargo están de acuerdo en un objetivo esencial: expulsar a los extranjeros.

No fue siempre así. Cuando las fuerzas dirigidas por EE.UU. derribaron el gobierno talibán en noviembre de 2001, los afganos celebraron la caída de un régimen vilipendiado y desacreditado. «Teníamos ganas de bailar en las calles,» me dijo un kabulí. Cuando las fuerzas respaldadas por EE.UU. entraron en Kabul, la capital afgana, los restos del viejo régimen talibán se dividieron en tres grupos. El primero, incluidos numerosos burócratas y funcionarios basados en Kabul, simplemente se rindieron a los estadounidenses; algunos incluso se sumaron al gobierno de Karzai. El segundo, formado por la dirigencia superior del movimiento, incluyendo a su líder Mullah Omar, huyó a través de la frontera hacia Pakistán, donde permanecen hasta la fecha. El tercer y mayor grupo – los soldados de a pie, comandantes locales, y funcionarios provinciales -desaparecieron silenciosamente en el paisaje, volviendo a sus granjas y aldeas para esperar y ver hacia dónde soplaba el viento.

Mientras tanto, el país era repartido entre señores de la guerra y criminales. En la completamente nueva carretera que une Kabul con Kandahar y Herat, construida con millones de dólares de Washington, grupos bien organizados de bandidos aterrorizaban regularmente a los viajantes. «[Una vez] 30, tal vez 50 criminales, algunos en uniformes de la policía, detuvieron nuestro autobús y rompieron a tiros nuestras ventanillas,» me dijo Muhammadullah, propietario de una compañía de autobuses que utiliza regularmente la ruta. «Registraron nuestro vehículo y a cada uno le robaron todo.» Sindicatos criminales, a menudo con conexiones en el gobierno, organizaban olas de secuestros en centros urbanos como el antiguo baluarte talibán de la ciudad de Kandahar. A menudo, los pocos que eran capturados eran simplemente liberados después de untar a quienes corresponde.

En este panorama de violencia y criminales aparecieron de nuevo los talibanes, prometiendo ley y orden. La dirigencia exiliada basada en Quetta, Pakistán, comenzó a reactivar sus redes de combatientes que habían desaparecido en las aldeas del campo. Resucitaron las relaciones con tribus pastunes. (Los insurgentes, históricamente un movimiento sobre todo pastún, todavía tienen poca influencia en otros grupos étnicos minoritarios en Afganistán, como los tayikos y los hezaras.) Con fondos de acaudalados donantes árabes y entrenamiento de la Inteligencia Inter-Servicios (ISI), el aparato de inteligencia paquistaní, pudieron llevar armas y pericia profesional a las aldeas pastunes.

En una aldea tras la otra, expulsaron a los simpatizantes del gobierno que quedaban mediante intimidación y asesinatos. Luego conquistaron a la mayoría con promesas de seguridad y eficiencia. Los guerrilleros implementaron una versión dura de la ley sharia, cortando las manos de ladrones y fusilando a adúlteros. Fueron brutales, pero también incorruptibles. La justicia ya no se vendía al mejor postor. «Ya no hay crímenes, como antes,» dijo Abdul Halim, quien vive en un distrito bajo control talibán.

Los insurgentes reclutaron a combatientes de las aldeas en las que operaban, pagándoles a menudo 200 dólares por mes – más del doble del salario típico de un policía. Arbitraron en disputas entre tribus y entre terratenientes. Protegieron campos de adormidera contra los intentos de erradicación del gobierno central y de ejércitos extranjeros – un paso que les gano el apoyo de campesinos pobres cuyos únicos ingresos estables provenían del cultivo de la adormidera. Áreas bajo control insurgente fueron limitadas a no tener servicios ni de reconstrucción ni de asistencia social, pero para aldeanos rurales que habían visto tanta intervención extranjera y tan poco progreso económico bajo el gobierno Karzai, no fue nada nuevo.

Al mismo tiempo, la ideología talibán comenzó a experimentar una transformación. «Luchamos por liberar nuestro país de la dominación extranjera,» me dijo por teléfono el portavoz talibán Qari Yousef Ahmadi. «Los indios lucharon por su independencia contra los británicos. Incluso los estadounidenses otrora condujeron una insurgencia para liberar su propio país.» Esta veta nacionalista emergente atrajo a los aldeanos pastunes que estaban cada vez más cansados de la presencia de EE.UU. y de la OTAN.

Los insurgentes también combaten para instalar una versión de la ley sharia en el país. No obstante, los guerrilleros, famosos por su puritanismo, han moderado algunas de sus doctrinas más extremas, por lo menos en principio. El año pasado, por ejemplo, Mullah Omar emitió un edicto declarando permisibles la música y las fiestas – prohibidas en la encarnación previa de los talibanes. Algunos comandantes talibanes, incluso han comenzado a aceptar la idea de la educación de niñas. Algunos dirigentes de la línea dura, como Mullah Daddullah, un hombre de legendaria brutalidad (cuyas orgías de decapitación a veces resultaron ser demasiado hasta para Mullah Omar) fueron muertos por fuerzas internacionales.

Mientras tanto, una dirigencia más pragmática comenzó a tomar las riendas. Agentes de inteligencia de EE.UU. creen que en realidad la dirigencia de día a día del movimiento está ahora en manos del experto político Mullah Brehadar, mientras Mullah Omar retiene una posición sobre todo decorativa. Brehadar puede estar detrás del impulso por moderar el mensaje del movimiento a fin de ganar más apoyo.

Incluso en el ámbito local, algunos funcionarios provinciales del talibán están atemperando políticas talibanes al estilo antiguo a fin de conquistar corazones y mentes locales. Hace tres meses en un distrito en la provincia Ghazni, por ejemplo, los insurgentes ordenaron que se cerraran todas las escuelas. Cuando los ancianos tribales apelaron al consejo religioso gobernante talibán del área, los jueces religiosos revirtieron la decisión y reabrieron las escuelas.

Sin embargo, no todos los comandantes en el terreno siguen las intimaciones contra la prohibición de la música y las fiestas. En muchos distritos controlados por los talibanes, tales diversiones siguen siendo ilegales, lo que apunta a la naturaleza descentralizada del movimiento. Los comandantes locales fijan a menudo sus propias políticas e inician ataques sin órdenes directas de la dirigencia talibán.

El resultado es un movimiento escurridizo que se transforma de distrito a distrito. En algunos distritos controlados por los talibanes en la provincia Ghazni, si atrapan a un afgano que trabaje para una organización no gubernamental (ONG) le espera una muerte segura. En partes de la provincia vecina Wardak, sin embargo, donde dicen que los insurgentes son más educados y comprenden la necesidad de desarrollo, las ONG locales pueden funcionar con permiso de los guerrilleros.

Los ‘otros’ talibanes

Sin que nunca falten armas y guerrilleros, Afganistán ha demostrado ser un campo fértil para toda una serie de grupos insurgentes aparte de los talibanes.

Naqibullah, estudiante universitario de barba rala y habla en tonos suaves, comedidos, no tenía 30 años cuando nos encontramos. Estábamos en el asiento trasero de un Corolla polvoriento aparcado en una ruta llena de hoyos cerca de la Universidad de Kabul, donde estudia medicina. Naqibullah (su nombre de guerra) y sus amigos en la universidad son miembros de Hizb-i-Islami, un grupo insurgente dirigido por el señor de la guerra Gulbuddin Hekmatyar, aliado de los talibanes. Su círculo de amigos se reúne regularmente en los dormitorios de la universidad, para discutir política y ver vídeos en DVD de los recientes ataques.

Durante el último año, su círculo se ha reducido. Sadiq fue arrestado mientras intentaba un atentado suicida. Wasim murió mientras trababa de armar una bomba en casa. Fuad se mató en un atentado suicida exitoso contra una base de EE.UU. «Los estadounidenses tienen sus B-52,» explicó Naqibullah. «Los ataques suicidas son nuestras versiones de los B-52.» Como sus amigos, Naqibullah, también había considerado la posibilidad de convertirse en un «B-52». «Pero mataría a demasiados civiles,» me dijo. Además, tenía planes para utilizar su educación. Dijo: «Quiero enseñar a los talibanes sin educación.»

Durante años, los combatientes de Hizb-i-Islami han tenido la reputación de ser más educados y mundanos que sus homólogos talibanes, quienes son frecuentemente campesinos analfabetos. Su líder, Hekmatyar, estudió ingeniería en la Universidad de Kabul en los años setenta, donde llegó en cierto modo a la fama lanzando ácido a las caras de mujeres sin velo.

Estableció Hizb-i-Islami para contrarrestar la creciente influencia soviética en el país y, en los años ochenta, su organización se convirtió en uno de los partidos fundamentalistas más extremos, así como el principal grupo que combatía a la ocupación soviético. Implacable, poderoso, y anticomunista, Hekmatyar resultó ser un aliado capaz para Washington, que canalizó millones de dólares y toneladas de armas a sus fuerzas a través del ISI paquistaní.

Después de la retirada soviética, Hekmatyar y otros comandantes muyahidín volvieron sus armas los unos contra los otros, desatando una devastadora guerra civil de la cual Kabul, en particular, todavía no se ha recuperado. Afganos cojos, mutilados por los cohetes de Hekmatyar, todavía deambulan por las calles de la ciudad. Sin embargo, no pudo capturar la capital y sus patrocinadores paquistaníes terminaron por abandonarlo a favor de una nueva fuerza islamista, aún más extrema, que apareció en el sur: los talibanes.

La mayoría de los comandantes de Hizb-i-Islami desertaron para unirse a los talibanes, y Hekmatyar huyó estigmatizado a Irán, y perdió gran parte de su apoyo al hacerlo. Permaneció en una situación tan mala que fue uno de los pocos señores de la guerra que no obtuvieron un puesto en el gobierno respaldado por EE.UU. que fue formado después de 2001.

Fue, de cierto modo, su buena suerte. Cuando ese gobierno fracasó, volvió a su papel de líder insurgente, y aprovechando frustraciones locales en comunidades pastunes tal como lo han hecho los talibanes, resucitó lentamente Hizb-i-Islami.

Actualmente, el grupo es una de las unidades insurgentes de más rápido crecimiento en el país, según Antonio Giustozzi, experto en insurgencia afgana en la London School of Economics. Hizb-i-Islami mantiene una fuerte presencia en las provincias cercanas de Kabul y en áreas pastunes en el norte y el noreste del país. Colaboró en un complejo intento de asesinato del presidente Karzai la primavera pasada y estuvo tras una prominente emboscada que mató a 10 soldados de la OTAN durante este verano. Sus guerrilleros combaten bajo la bandera de los talibanes, aunque independientemente y con una estructura separada de comando. Como los talibanes, sus dirigentes consideran que su tarea es restaurar la soberanía afgana así como establecer un Estado islámico en Afganistán. Naqibullah explicó: «EE.UU. instaló aquí un régimen títere. Fue una afronta al Islam, una injusticia contra la cual deberían alzarse todos los afganos.»

Es indudable que el Estado islámico independiente por el que lucha Hizb-i-Islami sería comandado por Hekmatyar, no por Mullah Omar. Pero, como durante la yihad antisoviética, el ajuste de cuentas queda para el futuro.

El nexo paquistaní

Los contragolpes abundan en Afganistán. El antiguo agente de la CIA, Jalaluddin Haqqani, dirige una tercera red insurgente basada en las regiones de la frontera oriental de Afganistán. Durante la guerra antisoviética, EE.UU. dio a Haqqani, considerado ahora por muchos como el enemigo más temible de Washington, millones de dólares, misiles antiaéreos, e incluso tanques. Responsables en Washington estaban tan enamorados de su persona que el ex congresista Charlie Wilson una vez lo llamó «la bondad personificada.»

Haqqani fue un temprano propugnador de los «árabes afganos», quienes viajaron en tropel a Pakistán en los años ochenta para sumarse a la yihad contra la Unión Soviética. Dirigió campos de entrenamiento para ellos y después desarrolló estrechos lazos con al-Qaeda, que se desarrollo de las redes afgano-árabes hacia fines de la guerra antisoviética. Después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, EE.UU. trató desesperadamente de ponerlo de su parte. Sin embargo, Haqqani afirmó que no podía ver con buenos ojos una presencia extranjera en suelo afgano y tomó una vez más las armas, ayudado por sus veteranos benefactores en el ISI de Pakistán. Se dice que introdujo los atentados suicidas a Afganistán, una táctica desconocida allí antes de 2001. Funcionarios de inteligencia occidentales culpan a la red de Haqqani, no a los talibanes, por la mayor parte de los ataques espectaculares en los últimos tiempos – como ser un masivo coche bomba que destrozó parte de la embajada india en julio.

Los haqqanis mandan a la mayor parte de los combatientes extranjeros que operan en el país y tienden a ser aún más extremos que sus homólogos talibanes. A diferencia de la mayoría de los talibanes y de los elementos de Hizb-i-Islami, elementos de la red Haqqani trabajan en estrecha cooperación con al-Qaeda. Es muy probable que la dirigencia de la red esté basada en Waziristán, en las áreas tribales paquistaníes, donde goza de la protección del ISI.

Pakistán apoya a los haqqanis, dando por sentado que la red mantendrá su guerra santa dentro de las fronteras de Afganistán. Esos acuerdos son necesarios porque, en los últimos años, la antigua política de Pakistán de ayudar a grupos islámicos militantes ha llevado al país a una devastadora guerra dentro de sus propias fronteras.

A medida que restos de los talibanes y de al-Qaeda llegaban a Pakistán después de la caída del gobierno talibán en 2001, Islamabad se sumó a la «guerra contra el Terror» del gobierno de Bush. Fue una empresa lucrativa: Washington suministró miles de millones de dólares en ayuda y armamento avanzado al gobierno militar de Pakistán, mientras miraba hacia otro lado cuando el dictador Pervez Musharraf aumentaba su férreo control del país. Por su parte, Islamabad atacó a militantes de al-Qaeda, presentando cada unos pocos meses a un «alto» dirigente capturado ante las cámaras, y dejaba incólume a la dirigencia talibán en su territorio.

Aunque el establishment militar paquistaní nunca erradicó por completo a al-Qaeda – al hacerlo podría haber detenido el flujo de la ayuda – mantuvo suficiente presión para que los militantes árabes declararan la guerra al gobierno. Para 2004, el ejército paquistaní había penetrado en masa por primera vez las Áreas Tribales bajo Administración Federal, una región semiautónoma poblada por tribus pastunes (donde se habían refugiado combatientes de al-Qaeda), en un intento de desarraigar a los combatientes extranjeros.

Durante los próximos años, repetidas incursiones del ejército paquistaní, junto con una creciente cantidad de ataques de misiles de EE.UU. (que a veces mataron a civiles), enfurecieron a las poblaciones tribales locales. Pequeños grupos con base tribal, que se llamaban a sí mismos «talibanes» comenzaron a aparecer; para 2007, ya había 27 grupos semejantes activos en las tierras fronterizas paquistaníes. Los guerrilleros pronto lograron el control de áreas en distritos tribales como Waziristán del Norte y del Sur, y comenzaron a actuar como una versión recurrente de los talibanes de los años noventa: prohibieron la música, golpearon a propietarios de tiendas de bebidas alcohólicas, e impidieron que las niñas asistieran a escuelas. Mientras se mantenían independientes de los talibanes afganos, también los apoyaban de todo corazón.

A fines de 2007, los diversos grupos talibanes paquistaníes se habían fundido en una sola unidad, Tehrik-i-Taliban, bajo el comando de un enigmático guerrillero de unos 30 años – Baitullah Mehsud. Las autoridades paquistaníes culpan al grupo de Mehsud, al que usualmente se refieren simplemente como «talibanes paquistaníes», por una serie de importantes ataques, incluyendo el asesinato de Benazir Bhutto. Mehsud y sus aliados tienen fuertes vínculos con al-Qaeda y siguen librando una guerra intermitente contra los militares paquistaníes. Al mismo tiempo, algunos miembros de los talibanes paquistaníes se han infiltrado a través de la frontera para unirse a sus compañeros afganos en la lucha contra los estadounidenses.

Tehrik-i-Taliban resultó ser sorprendentemente poderoso, derrotando a unidades del ejército paquistaní cuyos soldados de a pie aborrecían tener que combatir contra sus compatriotas. Pero casi apenas había aparecido Tehrik, surgieron grietas. No todos los comandantes talibanes paquistaníes estaban convencidos de la eficacia de librar una guerra en dos frentes. Parte del movimiento, que se llamaba «talibanes locales», adoptó una estrategia diferente, evitando batallas contra los militares paquistaníes. Además, una cantidad importante de otros grupos militantes paquistaníes – incluyendo a muchos entrenados por el ISI para combatir en Cachemira india – operan ahora en las zonas fronterizas de Pakistán, donde se abstienen de combatir al gobierno paquistaní y concentran su fuego en los estadounidenses en Afganistán, o contra sus líneas de aprovisionamiento.

El resultado de todo esto es un ovillo enrevesado de alianzas y ceses al fuego en los que Pakistán libra una guerra contra al-Qaeda y una parte de los talibanes paquistaníes, mientras deja libre a otra parte, así como a otros grupos militantes independientes, para que se dediquen a lo suyo… Eso incluye que crucen la frontera hacia Afganistán, donde los talibanes paquistaníes, al-Qaeda, y combatientes independientes de las regiones tribales y de otros sitios se suman a una mezcla que ha producido lo que un funcionario de inteligencia occidental califica de «coalición arco-iris» desplegada contra las tropas de EE.UU.

Vida en un mundo de guerra

A pesar de tales conexiones extranjeras, la rebelión afgana sigue siendo sobre todo un asunto interno. Los combatientes extranjeros – sobre todo de al-Qaeda – tienen poca influencia ideológica sobre la mayor parte de la insurgencia, y la mayoría de los afganos mantienen su distancia frente a semejantes forasteros. «Algunas veces grupos de extranjeros que hablan diferentes lenguajes pasan caminando,» recuerda el residente de Ghazni Fazel Wali. «Nunca hablamos con ellos y ellos no hablan con nosotros.»

La visión de una yihad global de al-Qaeda no tiene resonancia en las escabrosas tierras altas y en los desiertos azotados por el viento del sur de Afganistán. En su lugar, la principal preocupación en gran parte del país es intensamente local: la seguridad personal.

En un mundo de guerra perpetua, con un gobierno depredador, bandidos merodeadores, y misiles Hellfire, el apoyo va hacia los que pueden crear seguridad. En los últimos meses, una de las actividades más peligrosas en Afganistán ha sido una de sus más festivas: las grandes fiestas matrimoniales que tanto aman los afganos. Las fuerzas de EE.UU. bombardearon una tal fiesta en julio, matando a 47. Luego, en noviembre, aviones de guerra dieron en otra fiesta matrimonial, matando a unos 40. Un par de semanas después volvieron a atacar una fiesta de compromiso, matando a tres.

«Comenzamos a pensar que no deberíamos salir en gran número o celebrar matrimonios públicos,» me dijo Abdullah Wali. Vive en un distrito de la provincia Ghazni donde los insurgentes han ilegalizado la música y el baile en semejantes fiestas matrimoniales. Es una vida austera, pero eso no impide que Wali quiera que vuelvan al poder. Parece ser que matrimonios aburridos, son mejores que ningún matrimonio.

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Anand Gopal escribe frecuentemente sobre Afganistán, Pakistán y la «guerra contra el terror». Es corresponsal del Christian Science Monitor basado en Afganistán. Para leer más informaciones y despachos suyos de la región, visite su sitio en la Red. Este artículo aparece impreso en la última edición de Nation Magazine.

(Copyright 2008 Anand Gopal.)

http://www.tomdispatch.com/post/175010/anand_gopal_making_sense_of_the_taliban

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